En los últimos años se ha ido consolidando la idea en el campo médico-psiquiátrico de que la adicción es una «enfermedad cerebral» como ya así recoge el DSM-5. En este artículo se analiza cómo ha surgido y se ha consolidado esta idea, las críticas que ha recibido, las consecuencias profesionales si este modelo se hace hegemónico, junto a los intereses subyacentes al mismo. Se concluye defendiendo la necesidad de mostrar aportaciones al campo de las adicciones, como el de las variables psicológicas que son necesarias para la comprensión de las adicciones, para su prevención, junto con el papel central del tratamiento psicológico por su eficacia en las mismas. También debemos denunciar los reduccionismos, como el que representa el modelo de enfermedad cerebral frente a un modelo biopsicosocial de las adicciones.

En el volumen 507 de la prestigiosa revista Nature, se publicó el 6 de marzo de 2014 una carta al director con el título «Addiction: not just brain malfunction» [Adicción: no sólo un mal funcionamiento cerebral] firmada por Derek Heim (2014). A pie de página del mismo le acompañaban 94 firmantes, relevantes investigadores, clínicos, directores de revistas de adicciones, de centros de tratamiento, etc., de varios países, criticando la consideración de «la adicción como una enfermedad cerebral» ya que «el abuso de sustancias no puede ser separado de sus contextos sociales, psicológicos, culturales, políticos, legales y ambientales; no es simplemente una consecuencia del mal funcionamiento cerebral» (p. 40). E insistían en que «tal perspectiva miope socava el enorme impacto de las circunstancias y las elecciones de las personas que tienen en las conductas adictivas. Trivializa los pensamientos, emociones y conductas de los adictos actuales y de los que lo han sido» (p. 40). Algunos de los firmantes son personas bien conocidas como Gerard Bühringer, Nick Heather, Jerome H. Haffe, Stanton Peele, Tim Rhodes, Stephen Rollnick, Robin Room, Roland Simon, Tim Stockwell, etc.

Estamos ante un tema importante, central en la conceptualización de las adicciones y que tiene claras repercusiones sobre la prevención, el tratamiento y la política de drogas. También sobre el rol profesional de distintas profesiones, como la psicológica. Desgraciadamente, en los últimos años la conceptualización biológica-cerebral de las adicciones está cogiendo un derrotero reduccionista, por estar supeditado a claros intereses y grupos de presión alrededor del mismo y por la ruptura, o distanciamiento, a la que estamos asistiendo después de décadas de colaboración fructífera entre distintas disciplinas en el campo de las adicciones.

En estas páginas analizamos qué hechos han permitido llegar a la situación actual y qué nos depara el futuro desde una lectura psicológica.

¿Que es lo que ha llevado a esta situación?

Los primeros planteamientos de la adicción como una enfermedad cerebral

Han sido varios los modelos que han predominado en el campo de las adicciones a lo largo de la historia hasta que se convirtió en un importante problema social, entre los años 60 y 80 del pasado siglo, en la mayoría de los países desarrollados.

Ya en el s. XIX distintos neurólogos empezaron a plantearse que la adicción era una enfermedad cerebral, idea que en parte siguió vigente durante el s. XX en el ámbito médico y psiquiátrico, sobre todo aplicado al alcoholismo (Kushner, 2010). En el caso concreto del alcohol se distinguió entre las personas que controlaban el consumo y las que no eran capaces de hacerlo, comenzando a considerarse como enfermos (Jellinek, 1960) y con una predisposición genética al alcoholismo. En años posteriores se mostró que la causa del alcoholismo o del consumo de drogas era múltiple (ej., Edwards, 2002), pasándose a un modelo explicativo biopsicosocial (Melchert, 2015).

Un origen más reciente de esta concepción de la adicción como enfermedad cerebral procede de los estudios de investigación sobre opiáceos, realizados sobre todo en animales, desde mediados del siglo pasado. Posteriormente, esto se vio favorecido por el descubrimiento de los receptores cerebrales; la financiación de estudios dentro de la guerra a las drogas del gobierno norteamericano centradas en buscar una causa biológica a las mismas; y la necesidad de investigar la «responsabilidad» de los individuos (si los individuos son enfermos cerebrales entonces no son responsables de sus actos; si pierde la voluntad o el autocontrol entonces no tiene responsabilidad) (Vrecko, 2010).

Los antecedentes norteamericanos en torno al NIDA

Sin duda alguna quién ha permitido eclosionar, desarrollar y fijar este modelo ha sido el NIDA (National Institute on Drug Abuse) norteamericano y varios de sus directores o personas vinculadas al mismo desde su creación, como Jerome H. Jaffee, Alan Leshner, Charles P. O´Brien y su actual directora Nora Volkow.

Jerome H. Jaffee ocupó por primera vez en 1971 el puesto de Jefe de la Special Action Office on Drug Abuse Prevention (SAODOP), más conocido como Zar de las Drogas. En ese periodo Estados Unidos estaba en plena guerra de Vietnam y tenían un grave problema de consumo de heroína entre los soldados que regresaban. Jaffee consideraba que sería un triunfo táctico que las adicciones se considerasen una enfermedad cerebral, ya que esto facilitaría convencer a los congresistas sobre sus propuestas, al usar un modelo pragmático (Satel y Lillienfeld, 2014).

Un hito importante ocurre en 1977 cuando Alan Leshner (1977), director en aquel entonces del NIDA, publicó un artículo en Science en donde sugería que el mejor modo de conceptualizar la adicción sería considerarla como una enfermedad crónica del cerebro, caracterizada por la recaída. Aunque indicaba que el inicio del consumo de drogas era voluntario, su uso conllevaba cambios cerebrales a nivel neuroquímico, los cuales llevaban a que cuando las personas querían dejar de consumir tenían problemas para conseguirlo. Por ello la conducta se hacía compulsiva y recaían en poco tiempo. Para él lo que identifica la adicción como una enfermedad cerebral son los cambios en la estructura y función cerebral del individuo, por lo que el tratamiento debía ser tanto conductual como farmacológico. Además, otorgaba importancia al contexto social en el consumo, ya que, curiosamente, usaba el ejemplo de lo que había ocurrido con los soldados de la guerra de Vietnam que habían dejado de consumir heroína al regresar a sus hogares. Por ello, en distintas partes de dicho artículo aparece el uso de la expresión enfermedad psicobiológica, que incluía elementos biológicos, conductuales y sociales o contextuales.

Entre los investigadores norteamericanos más influyentes en la consideración del consumo de drogas como enfermedad, se encuentra Charles P. O´Brien, prestigioso investigador del campo psiquiátrico. Para él la adicción como mejor se conceptualiza es como una enfermedad, aunque reconoce que no todos los que consumen drogas se hacen adictos y considerando además que el mejor tratamiento es aquel que combina medicación con terapia de conducta (O´Brien y McLellan, 1996).

Pero sin duda alguna quien más ha favorecido la creación y consolidación de un modelo de enfermedad cerebral en adicciones ha sido Nora Volkow, que dirige el NIDA desde 2003. En el año 2007 el NIDA publica su manual divulgativo «Las drogas, el cerebro y el comportamiento. La ciencia de la adicción«, del que hay versión en español (NIDA, 2008) y se ha actualizado en 2010 y 2014. Dice que «la adicción se define como una enfermedad crónica del cerebro con recaídas, caracterizada por la búsqueda y el uso compulsivo de drogas, a pesar de las consecuencias nocivas. Se considera una enfermedad del cerebro porque las drogas cambian el cerebro: modifican su estructura y cómo funciona. Estos cambios pueden durar largo tiempo y llevar a comportamientos peligrosos que se ven en las personas que abusan de drogas.» […] «La adición es parecida a otras enfermedades, como las enfermedades del corazón. Ambas interrumpen el funcionamiento normal y saludable del órgano subyacente, tienen serias consecuencias dañinas, son prevenibles, tratables y, si no se tratan, pueden durar toda la vida» (p. 5). La decisión inicial de consumir drogas es voluntaria; pero cuando se convierte en abuso de drogas, la capacidad individual para ejercer el autocontrol se vuelve sumamente deficiente. Ello lo achacan a los cambios cerebrales que afectan al juicio, toma de decisiones, aprendizaje, memoria y control del comportamiento, lo que conlleva conductas compulsivas y destructivas que resultan de la adicción. También consideran la existencia de factores de riesgo y de protección para la adicción, reconociendo que no hay un solo factor que determine que alguien se vuelva drogadicto. Además, consideran que los factores genéticos sólo contribuyen del 40 al 60% de la vulnerabilidad a la adicción e indican que con frecuencia el abuso de drogas lleva a la aparición de distintos trastornos mentales (la conocida patología dual tan defendida por parte de los psiquiatras españoles).

De modo positivo considera la adicción como una enfermedad tratable, aunque insistiendo en su cronicidad y en el proceso de recaída. Curiosamente, al hablar de qué tratamiento es eficaz recomiendan la combinación de medicamentos, cuando están disponibles, con terapia conductual. Hay que resaltar que para el tratamiento de la mayoría de las drogas no hay tratamientos farmacológicos eficaces, sólo tratamiento psicológico (ej., cocaína, cannabis, etc.), y cuando lo hay suele ser necesario utilizarlo junto con el tratamiento psicológico.

En suma, el NIDA se ha decantado claramente por considerar la adicción como una enfermedad crónica del cerebro, caracterizada por la recaída, en un contexto social, con un claro componente genético (o, de modo más preciso, una interacción gen-ambiente-estrés), con significativas comorbilidades con otros trastornos físicos y mentales (Courtwright, 2010; Volkow y Morales, 2015), y basados muchos de sus datos en la investigación animal. Destaca la afirmación central de este modelo de que el uso persistente de una droga produce cambios a largo plazo en la estructura y función cerebral.

El DSM-5. La adicción es una enfermedad cerebral

El modelo del NIDA aparece claramente reflejado en el DSM-5 y su conceptualización del trastorno por consumo de sustancias (TCS): «una particularidad importante del trastorno por consumo de sustancias es el cambio subyacente en los circuitos cerebrales que persiste tras la desintoxicación y que acontece especialmente en las personas con trastornos graves. Los efectos comportamentales de estos cambios cerebrales se muestran en las recaídas repetidas y en el deseo intenso de consumo cuando la persona se expone a estímulos relacionados con la droga.» (APA, 2014, p. 483).

El DSM-5 introduce importantes cambios respecto al DSM-IV (Becoña, 2015; Compton, Sawson, Goldstein y Grant, 2013; Hasin et al., 2013), siendo tres los principales. a) El punto de corte propuesto para el TCS, 2 de 11 criterios. Distintos estudios indican que se trata de un punto de corte muy bajo y que tendría que subir a 4 ó 6, dependiendo de la sustancia. b) La introducción del criterio de craving, que se ha hecho por «consenso» y porque hay «fármacos» para el mismo, aunque no hay evidencia de que sea un aspecto central en el caso de algunas drogas. Así lo han dejado por escrito los propios miembros de grupo de elaboración del DSM-5 para adicciones (Hasin et al., 2013). c) La importante limitación que conlleva delimitar en la práctica clínica si la persona tiene un TCS por el consumo de un fármaco psicoactivo recetado por el médico, o si lo tiene porque lo toma por su cuenta, «automedicándose» o si realmente es un adicto (ej., en el caso de la morfina). Además, subyace la pregunta de ¿por qué en los casos en los que la persona toma un fármaco que le han recetado no se hace el diagnóstico y si no se le ha recetado sí se considera una personan con TCS?, ¿dónde está la fiabilidad del diagnóstico en uno y otro caso?

Nótese además que el DSM-5 habla de trastorno, mientras que el NIDA de enfermedad cerebral. Claramente esto es un salto enorme.

Críticas a la consideración de la adicción como una enfermedad cerebral

En los últimos años han aparecido fuertes críticas a la consideración de la adicción como una enfermedad cerebral. El artículo más importante criticando esto es el de Hall, Carter y Forlini (2015), publicado en The Lancet Psychiatry. En él se revisa la evidencia que existe sobre el modelo de enfermedad en adicciones, analizando los estudios en animales, los estudios de neuroimagen de personas con adicciones y la investigación sobre el papel de la genética en las adicciones, centrando sus críticas en cinco aspectos.

El primero es si la adicción es una enfermedad crónica. Hall et al. (2015) consideran que no, dado que muchas personas con adicciones se recuperan sin tratamiento, lo que se conoce como «recuperación natural» (Stea, Yakovenko y Hodgins, 2015). El caso más conocido y que ya ha sido mencionado, es el de los soldados norteamericanos adictos a la heroína en la guerra de Vietnam, quienes la mayor parte dejaron de consumir sin acudir a tratamiento cuando regresaron (Robins et al., 2010). De igual modo, tenemos evidencia de que las personas adictas a las drogas recreativas responden a pequeños cambios en sus situaciones personales, como se ha mostrado con el uso de incentivos (Heyman, 2009). Además, una parte importante de los que consumen drogas en la adolescencia las dejan en la edad adulta, sobre todo a partir de los 25 años, momento en el que se asumen roles adultos (Becoña, 2002).

El segundo es sobre los modelos animales de adicción. Los modelos existentes de adicción en ratas suelen ser para la heroína, con modelos de autoadministración de opiáceos en condiciones estandarizadas y controladas, lo cual se parece poco al comportamiento de los humanos en cada situación.

Además, cuando los animales están en ambientes enriquecidos tienen patrones de autoadministración de drogas distintos. Así, ratas entrenadas para autoadministrarse drogas se abstienen de hacerlo cuando pueden acceder a un refuerzo natural, como la comida o el emparejamiento (Ahmed et al., 2013).

El tercer aspecto es sobre la genética de las adicciones. La adicción no es un trastorno que ocurre sólo en los que tienen los denominados genes de las adicciones. Los estudios indican que la predicción genética es igual que una simple historia familiar de consumo (Gartner et al., 2009). Por ello, la genética es poco informativa con respecto a las adicciones a día de hoy.

El cuarto son los estudios de neuroimagen en humanos. Aunque estos muestran que los adictos difieren de los no adictos, parece que se debe, al menos en parte, al sesgo producido por el tamaño de las muestras y al tamaño de las diferencias. Además, los estudios caso-control no muestran si la adicción es causa o consecuencia de las diferencias en la estructura y función cerebral o alguna combinación de las dos (Ersche et al., 2013).

El quinto es el incremento de la complejidad de la neurobiología de la adicción, con muchos sistemas de neurotransmisión y muchas estructuras cerebrales implicadas. Por ello es cada vez más relevante la epigenética (cambios en la expresión de los genes en el sistema cerebral que puede estar producida por el consumo de drogas) (Volkow y Morales, 2015).

Aunque cabría esperar que este modelo condujese al desarrollo de tratamientos farmacológicos efectivos, esto no ha ocurrido. Recordemos fracasos como los de las vacunas para distintas drogas, fármacos recientes con poco recorrido terapéutico (ej., Nalmefeno), cirugía cerebral ineficaz para adictos, etc. Se dedican ingentes cantidades de dinero a esta investigación y se olvidan de que medidas simples y baratas, como las legislaciones restrictivas con respecto al alcohol o al tabaco, o medidas como subir los impuestos, son eficaces, eficientes y baratas (Babor et al., 2010).

Otra crítica destacable al modelo de enfermedad cerebral de las adicciones es la de Satel y Lillienfeld (2014). Para ellos, este modelo implica erróneamente que el cerebro es el nivel de análisis más importante y útil para conocer y tratar las adicciones. Con ello, se oscurece la dimensión de elección en la adicción, la capacidad de responder a los incentivos, y el hecho de que las personas usan drogas por diversos motivos. Lo ejemplifican con el ya mencionado estudio de Robins et al. (2010), del que destacan que sólo el 5% de los soldados adictos a la heroína que volvieron de Vietnam, recayeron en los siguientes 10 meses después de la vuelta, y un 12% recayeron brevemente a lo largo de un seguimiento de 3 años. En aquel momento estos resultados se consideraron revolucionarios, pero parece que hoy se ha olvidado su importancia, ya que la definición de adicción desde la conceptualización de enfermedad cerebral implica la cronicidad de esta condición.

Satel y Lillienfeld (2014) critican que la psiquiatría emplee los términos de trastornos o síndromes y no enfermedades, para los trastornos psiquiátricos en general, por lo que no tendría sentido hablar de enfermedad cerebral, sino de trastorno cerebral. El cerebro y la mente no pueden considerarse de forma independiente, como si una fuese por un lado y la otra por otro. Un sentimiento, un pensamiento, un deseo, produce un cambio en las neuronas y en los circuitos cerebrales, y el cerebro no actúa solo por su cuenta. De todos modos, el DSM-5 ya va por otros derroteros.

Otras críticas en la misma línea anterior las podemos encontrar en Hammer et al. (2013), Levy (2013), Pedrero (2015), Trujols (2015), etc.

¿Por qué ha avanzado tan rápidamente este modelo?

Es extraño que un modelo tan débil por los datos que lo sustentan, como el que hemos analizado, aunque muy sugerente, por su sencillez y reduccionismo, haya avanzado tan rápidamente. En nuestra consideración, una vez formulado y auspiciado por el NIDA en Estados Unidos, se ha expandido tanto allí como en otros países, incluyendo España, por varios motivos, que indicamos brevemente a continuación.

1) Financiación generosa a la investigación que sustenta el modelo de enfermedad cerebral por parte del NIDA y la clara asunción de un modelo médico de la adicción, basado en un sustrato biológico en el cerebro.

Ya hemos comentado que el NIDA está priorizando la investigación en este campo y en esta línea, sobre todo al ser el organismo que financia el 85% de toda la investigación sobre drogas a nivel mundial. Además el DSM- 5 de la American Psychiatric Association y la mayoría de las sociedades científicas del campo de las adicciones han asumido este modelo, que suelen ser biologicistas, con todo lo que ello implica. En España la situación es semejante, con un avance enorme de este modelo por la financiación subyacente, la simplicidad del mismo, el interés de los laboratorios farmacéuticos y por la revolución genética de estos años que acompaña en paralelo a este modelo.

2) El interés de la industria farmacéutica en que se consolide este modelo.

Los laboratorios farmacéuticos tienen un campo abonado en este modelo, ya que hay un gran número de adictos y resulta una buena oportunidad de negocio, por lo que han dedicado muchos esfuerzos a ello en estos años. Sin embargo, los resultados del tratamiento farmacológico han sido decepcionantes, dado que no aparecen moléculas nuevas que sean útiles para el tratamiento de las adicciones. Y, al tiempo, aparecen frecuentes conflictos de intereses por parte de científicos e investigadores ya que sus afirmaciones van más allá de lo que indican los datos.

Como dice Allen Frances (2013), presidente del grupo de trabajo del DSM-IV y psiquiatra de referencia a nivel internacional, en su libro ¿Somos todos enfermos mentales? «la mercantilización de la enfermedad no puede ocurrir en el vacío, requiere que las empresas farmacéuticas cuenten con la colaboración activa de los médicos que extienden las recetas, los pacientes que las solicitan, los investigadores que inventan nuevos trastornos mentales,… Una campaña constante, omnipresente y bien financiada, a favor de la «concienciación de la enfermedad» puede crear enfermedades allí donde no las había. La psiquiatría es especialmente vulnerable a la manipulación de las líneas que separan normalidad de enfermedad porque carece de pruebas biológicas y depende enormemente de juicios subjetivos que pueden estar influidos por el marketing hábil» (p. 50).

El campo de las adicciones es uno en los que es más fácil encontrar conflictos de interés con la industria farmacéutica. Las relaciones de las asociaciones con ella suelen construirse desde las personas que ejercen el liderazgo en dichas asociaciones (Lichter, 1998). Frecuentemente parte del curriculum de estos líderes lo han conseguido a partir de su relación personal con dicha industria, los denominados «grupos de especial interés» (ej., juntas directivas de sociedades, editores de revistas o comités editoriales, miembros de guías clínicas). Así, en el DSM-5 ha habido importantes problemas de conflicto de intereses de muchos participantes que estaban vinculados a la industria farmacéutica (Cosgrove y Krimsky, 2012).

3) Los procesos de construcción social de la enfermedad y el caso de las adicciones.

Es la sociedad la que otorga el rótulo de enfermedad a una determinada condición; esto es, la enfermedad es una construcción social. En los últimos años asistimos a una creciente creación de nuevas enfermedades o trastornos y a la consiguiente medicalización creciente de la anormalidad (ej., el TDAH, el trastorno bipolar, la adicción a Internet, etc.). Por ello, la idea que tengamos socialmente de las drogas llevará a la toma o no de medidas sociales, de medicalizar o no sus consecuencias, de considerar o no que son una enfermedad, si su consumo conlleva consecuencias negativas (ej,, violencia, inseguridad ciudadana); y también la estigmatización de los consumidores (Slapak y Grigovaricius, 2006).

Son individuos y grupos los que contribuyen a construir la realidad y el conocimiento social percibido (Berger y Luckman, 1966). A diferencia del modelo médico, que asume que las enfermedades son universales e invariantes en tiempo y lugar, los construccionistas sociales enfatizan como los sistemas culturales y sociales forman el significado y la experiencia de enfermar (Conrad y Barker, 2015). Esto es especialmente claro en los trastornos mentales, porque enfermar, estar mal, tiene tanto dimensiones biomédicas como experienciales; algunas enfermedades son eminentemente sociales o culturales, unas son estigmatizadas y otras no; unas son consideradas incapacidades y otras no. Por ejemplo, la dependencia de los antidepresivos está autorizada, y no la de otras drogas (Kushner, 2010); lo mismo ocurre con el Ritalin, una droga estimulante para el tratamiento de la hiperactividad; los ISRS y el éxtasis actúan ambos sobre los mismos receptores de la serotonina. Unos no producirían una enfermedad cerebral y los otros sí.

Ello tiene claras implicaciones sociales y sanitarias, como el reconocimiento de incapacidades, acceder a la atención médica, creación de investigación sobre el «trastorno» o «enfermedad», etc. Pero, cuando no es una enfermedad «real» hay un riesgo de que ello lleve a su medicalización. Eso es auspiciado en los últimos años por la industria farmacéutica (Loe, 2004) que pasa incluso a crear la necesidad de sus productos en los individuos a través de una publicidad agresiva (de fármacos, claro). Un ejemplo claro actual es la concepción del DSM-5 sobre el alcoholismo.

4) Procesos psicológicos que subyacen a los defensores de este modelo.

Las personas que se decantan por el modelo cerebral de las adicciones han sido previamente formadas profesionalmente para entender a las personas, a sus pacientes y al mundo de una cierta manera, habitualmente facilitando el reduccionismo biológico o buscando la causa última de un fenómeno en el funcionamiento biológico. Esto en sí no es bueno ni malo. Pero cuando el modelo no está del todo claro (ej., no es lo mismo achacar la gripe a un virus específico, que la causa de la adicción a un funcionamiento anormal de la dopamina en el cerebro), y cuando pueden estar presentes factores individuales, profesionales y comerciales, ello puede llevar a sesgos. Por ejemplo, la identificación profesional biológica facilita más una praxis guiada por ese modelo, que se une al prestigio profesional, a una metodología y terapéutica concreta y delimitada de otra, y a una interpretación biológica de los resultados obtenidos.

En este sentido, se aprecia en los últimos años el paso de un número creciente de profesionales del campo médico que trabajan en adicciones de un modelo biopsicosocial explicativo de las «adicciones», a un modelo biológico (el del reduccionismo cerebral). Tener un modelo concreto, cuando es útil, es bueno; pero cuando es reduccionista y sólo explica parcialmente una parte del fenómeno suele ser insuficiente y perjudicial para los usuarios. Esto se ha visto favorecido porque la psiquiatría norteamericana, y también la psiquiatría oficial en España, está apostando de modo claro y rotundo por la adicción como enfermedad cerebral, y aunque sabemos que ésta no es la opinión de todos los psiquiatras y médicos que trabajan en adicciones, sí es la dominante en este momento en los documentos oficiales de distintas asociaciones y revistas científicas de adicciones. Lo preocupante de ello es el intento de psiquiatrizar la conceptualización de las adicciones y su tratamiento, como si fuese una enfermedad biológica más. Un claro ejemplo en España lo vivimos con la patología dual, ya que si la persona tiene una «enfermedad» entonces se justifica «siempre» un tratamiento psiquiátrico (farmacológico, naturalmente), para la misma; lo cual supone olvidarse de los problemas que conlleva la sobremedicación psiquiátrica, cada vez más criticada (Whitaker, 2015).

Pero cuando una persona asume un modelo, por su historia vital, aprendizaje, necesidad o coherencia, hay varios procesos psicológicos que los acompañan, y que los psicólogos conocemos bien, como la atención selectiva, el efecto de conformidad (al grupo dominante) y la presión social, el sesgo confirmatorio, la atribución selectiva, la profecía autocumplida, la licencia moral, la identidad grupal (profesional), la toma de decisiones y, sobre todo, el proceso de reforzamiento.

Como un ejemplo de los anteriores, el poder del reforzamiento aplicado a los actores implicados en expandir este modelo es claro: suelen encontrarse cómodos y coherentes con él (historia de aprendizaje), con la idea de reducir toda la sintomatología a una enfermedad, estar en un grupo profesional claramente identificado (reduccionismo y sencillez); y, lo más importante, hay un claro reforzamiento por asumirlo, en forma de autoreforzamiento y reforzamiento externo (de los colegas, de la sociedad, de la industria farmacéutica, de los pacientes, etc.). Si no aceptan el modelo dominante les tendrá consecuencias negativas o de exclusión. Además, hay un efecto de modelado porque las personas con más prestigio en su profesión son los líderes de ese movimiento.

Lo anterior no significa que no reconozcamos el valor y el papel que claramente tiene el peso biológico del individuo en tener o no una adicción. Pero no es la única «causa» ni es posible explicar todos los aspectos de la adicción sólo a través de la biología. Lo que criticamos precisamente es el reduccionismo de este modelo y el olvido del peso central que tienen otros factores, como los culturales, los sociales y ambientales (ej., disponibilidad, apego social), los psicológicos (ej., expectativas, aprendizaje, autocontrol, personalidad), los individuales (ej., sexo, edad), etc.

El futuro de este modelo desde la perspectiva psicológica

Son muchas las aportaciones de la psicología en la comprensión, evaluación, prevención y tratamiento de las adicciones. Naturalmente, desde un modelo psicológico o biopsicosocial, nuestra formación profesional nos lleva a entender al ser humano de modo integral, no parcializado ni reduccionista. La aportación psicológica en la comprensión y el tratamiento de las adicciones ha sido y sigue siendo clara, destacando por ejemplo las técnicas motivacionales, las técnicas de deshabituación psicológica y las técnicas de prevención de la recaída, entre otras (Becoña, 2016). Por ello, el modelo cerebral de las adicciones, por su reduccionismo, no es asumible desde la perspectiva psicológica, y aunque no negamos el papel de lo biológico, si negamos su exclusividad y su intento simplista de entender el complejo fenómeno de las adicciones. Como bien dicen Hall et al. (2015) «La adicción es un trastorno complejo biológico, psicológico y social que necesita ser guiado por varias aproximaciones clínicas y de salud pública» (p. 109)

El futuro siempre está abierto y no podemos predecirlo con exactitud, pero si esto continua, asistiremos a corto plazo a una conceptualización reduccionista biológicocerebral de todas las adicciones. Algunos abrazan este modelo casi como una religión y se silencian las voces críticas, que son muchas, pero no son las que tienen el poder, el dinero, los medios, ni el acceso al gran público. Llama la atención lo que mencionábamos al inicio de este artículo, de que 94 científicos y clínicos relevantes y de distintos países del mundo, escriban una carta al director de Nature denunciando este modelo y el intento de hacerlo predominante. Sería extraño que miles y miles de sesudos científicos, profesionales y clínicos estén equivocados sobre la causa de la adicción. Por ello, parece que a veces estamos más ante una ideología y no ante un modelo o paradigma consistente (Vreckro, 2010). Aunque a largo plazo somos optimistas, ya que al final siempre suele imponerse la razón, este proceso puede llevar años, lo que supone el aumento del sufrimiento de las personas con trastornos adictivos. Desde la psicología es claro que no podemos aceptar este modelo tal como está formulado, porque es simple, sesgado, interesado, reduccionista, no se basa en los datos científicos existentes sobre la adicción ni en el modelo biopsicosocial y, además, no vale para los intereses de los consumidores o adictos. Este modelo bordea los temas centrales, dejando en segundo, tercer o cuarto lugar, el papel que tiene el ambiente, los factores psicológicos, etc., negando la realidad de la información científica acumulada a lo largo de décadas y décadas de investigación.

Resulta curioso que la perspectiva dominante en el campo de las adicciones no hace tantos años era la psicológica. Pero la psicología se orienta a ayudar al ser humano, no a crear una tecnología de la que se puedan sacar beneficios ni patentes, ni crear productos a partir de ello. Tampoco se creía que una parte de las personas que asumían el modelo biopsicosocial, que ha fundamentado la ciencia de las adicciones de las últimas décadas, tuviesen el atrevimiento de plantear un reduccionismo tan radical o de enmascarar tal reduccionismo dentro de un planteamiento sesgado al indicar siempre que hay factores individuales o sociales que enmarcan esa enfermedad cerebral. Pero ha ocurrido, sin que se escuchen
argumentos consistentes o que, incluso, haya quienes sostienen desde ese modelo reduccionista que hay que abandonar el modelo biopsicosocial por anacrónico (Cabanis, Moga y Oquendo, 2015).

Creemos que los datos deben prevalecer sobre las creencias y los intereses, por lo que concluimos que la aportación psicológica a las adicciones ha sido central y así seguirá siendo en el futuro. El reduccionismo biológico cerebrocentrista no está justificado ni resulta útil ni adecuado para las personas con trastornos adictivos ni para la prevención de la adicción. Además, dicho modelo no puede explicar todo el complejo fenómeno de las adicciones, pero debemos tenerlo en cuenta y, al tiempo, aportar nuestros datos, con más contundencia y de modo más público y mediático, y no dejarnos engañar por un marketing muy bien organizado a favor de dicho modelo en donde parece que lo que nos presentan es real y el resto de la explicación de este complejo problema no existe. Es una nueva tarea que como psicólogos tenemos que hacer de modo urgente, persistente e incisivo.


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