En este 2017 se cumplen 20 años del artículo en el que Alan I. Leshner, a la sazón Director del  National Institute on Drug Abuse (NIDA), oficializaba la consideración de la adicción como una enfermedad cerebral crónica y recidivante. Esta consideración, según el autor, permitiría tratar la adicción como cualquier otra enfermedad crónica (por ejemplo, la diabetes), de modo que no debería perseguirse la “curación”, sino el manejo de las inevitables recaídas. De este modo, se esperaba que se incrementara la investigación científica en la búsqueda de fármacos que mostraran utilidad en el tratamiento de la adicción. Finalmente, el logro más importante que se predecía a partir de esta nueva consideración oficial era que desapareciera el estigma asociado a la adicción, de modo que siendo tratados como enfermos los adictos dejaran de ser considerados viciosos o inmorales.

La ciencia siguió su curso, aunque éste fue seriamente alterado: los fondos de investigación gestionados por el NIDA se decantaron claramente por los estudios que ratificaran el modelo de enfermedad cerebral crónica, en detrimento de aquellos que lo pusieran en cuestión. De este modo, estas dos últimas décadas han contemplado un torrente de estudios que consolidaban la idea de que los adictos presentaban cambios estructurales en sus cerebros, provocados por los efectos bioquímicos de las sustancias, que no iban a remitir por más que se consolidara la abstinencia. La sucesora de Leshner en la Dirección del NIDA, Nora Volkow, se convirtió en la más firme adalid de esta consideración, resaltando periódicamente los avances del modelo de enfermedad cerebral de la adicción y consiguiendo que lo que no era sino una hipótesis que guiara la investigación, se haya convertido en un dogma que se proclama en la primera página de la web del NIDA: “La adicción se define como una enfermedad crónica y recurrente del cerebro que …”.

Sin embargo, la ciencia no es muy favorable a los dogmas y el modelo de enfermedad para la adicción siempre ha sido contestado por un buen número de investigadores, que llevan muchas décadas intentando hacerse oír entre el enorme ruido generado por los generosos fondos que el NIDA destina a conseguir que su modelo sea dominante. Entre ellos, Stanton Peele y Bruce Alexander son quizá los dos científicos más activos en la defensa de un modelo biopsicosocial de la adicción. En los últimos años, muchos otros investigadores han sumado sus esfuerzos para derrocar al poderoso emporio del NIDA, aportando pruebas inequívocas de que el modelo de la enfermedad cerebral de la adicción es científicamente inválido, peligroso, socialmente inaceptable y perjudicial para los adictos.

La ciencia hace ya muchas décadas que rechazó el modelo verificacionista, el que sólo está interesado en acumular pruebas que avalen una teoría. Por el contrario, desde Karl Popper se asume que una teoría es válida cuando no se encuentren evidencias que la falsen. Y el hecho es que la teoría de la enfermedad cerebral de la adicción ha sido repetidamente falsada en todos sus puntos.

Contra la idea de que la adicción es un proceso crónico e incurable, William L. White ha acumulado evidencia sobre el hecho incuestionable de que la adicción es un proceso perfectamente recuperable. Otro autor, Gene M. Heyman, además de publicar un libro imprescindible negando el concepto de “cerebro secuestrado por las drogas”, ha revisado los grandes estudios epidemiológicos estadounidenses, encontrando que no menos del 80% de los adictos se recuperan de su adicción. Y, aún más, los estudios de Mark y Linda Sobell, junto con investigadores españoles, han mostrado que no menos de las tres cuartas partes de quienes dejan de ser adictos lo hacen por sus propios medios, sin requerir atención médica, psicológica o de otro tipo, proceso conocido como autocambio o recuperación natural. Estos datos debieran ser suficientes para desmantelar el concepto de enfermedad cerebral crónica de Leshner, puesto que ningún diabético conocido ha dejado de serlo por su propia voluntad.

En cuanto a los otros vaticinios de Leshner, ninguno ha alcanzado el éxito augurado por el autor. Si bien es cierto que la financiación selectiva del NIDA ha conseguido una abrumadora acumulación de trabajos que parecen ratificar su modelo, lo cierto es que, a día de hoy, ningún profesional puede distinguir, ante dos pruebas de neuroimagen, cuál de ellas pertenece a un adicto y cuál a una persona que no consuma drogas. Por una parte, se ha criticado que los interesados en ratificar el modelo han seleccionado muestras de los adictos más deteriorados para encontrar pruebas de alteraciones estructurales, que de inmediato se han propuesto como causadas por la adicción. En la práctica, en la mayor parte de los casos, esas alteraciones son tan sutiles que no permiten atribuir causalidad a las drogas. Por otra, como otros investigadores han mostrado, los cambios cerebrales no son privativos de la adicción, sino que cualquier experiencia intensa modifica la estructura cerebral de manera irreversible, por lo que los cambios observados son producto simplemente de la experiencia, cuando son sutiles, o de condiciones añadidas a la adicción, como la pobreza o la mala alimentación propia de la vida del adicto, cuando los cambios son más extensos.

Pero, por encima de todas estas consideraciones, un hecho debería haber sido suficiente para desacreditar todos los estudios que atribuían los cambios cerebrales al efecto de las sustancias: la eclosión de las denominadas adicciones comportamentales y la evidencia de que comparten casi todas las alteraciones cerebrales observadas en los consumidores de sustancias. ¿Qué “sustancia” es la que hace que un adicto al juego o un usuario abusivo de internet o del móvil muestren las mismas “alteraciones cerebrales” que quienes consumen cocaína o heroína?

En España se ha dado incluso un paso más. El adicto no sólo es un enfermo por consumir drogas, sino que, además, presenta otra patología mental o cerebral. El modelo de “Patología Dual”, impulsado por psiquiatras con fuertes conflictos de intereses con la industria farmacéutica, ha permitido marcar con un sinfín de etiquetas diagnósticas asociadas a la adicción. Y ello, obviamente, ha “justificado” la prescripción de cócteles medicamentosos, preferiblemente caros, sin contar con evidencias ni de la patología que dicen tratar ni de su utilidad para hacerlo. La coartada para este negocio ha sido que la consideración de los adictos como enfermos les libra de ser considerados “viciosos”. También muchos investigadores han reaccionado contra esta interesada intención: “Si este discurso de la adicción-como-enfermedad fuese sólo una estrategia retórica para ganar el derecho a diversos servicios para personas que los necesitan, entonces todo esto podría no ser muy importante. Sin embargo, la adicción-como enfermedad se ha utilizado para otros fines, sin duda menos nobles”.

En realidad, en el momento actual puede afirmarse que el diagnóstico es el estigma. Como afirman otros autores, “en la mente de la gente la línea entre un cerebro enfermo, un cerebro desquiciado y un cerebro peligroso puede ser muy delgada. La gente puede tener una mayor simpatía por una persona con un cerebro enfermo, pero puede no ser más propensa a tener a esa persona como amigo, vecino o empleado”. El diagnóstico de la “enfermedad de la adicción” y su asociación con “otras enfermedades mentales” no sólo no ha reducido el estigma, sino que lo ha incrementado en el ideario de la gente y en el de los propios profesionales, que se enfrentan a estas personas multidiagnosticadas con temor y prejuicios que provocan su rechazo.

Muchos otros profesionales, médicos y de otras disciplinas, han asumido de forma acrítica este modelo de enfermedad dual, desde que casi todos los encuentros científicos en España están patrocinados por sociedades interpuestas entre ellos y la industria farmacéutica. El bombardeo mediático que permite la generosa financiación recibida por esta perspectiva psiquiátrica hace que podamos ver todos los días en televisión, o escuchar en la radio, o en prensa escrita, a los voceros del modelo. Además, casi a diario se organizan “reuniones científicas” en donde se da por supuesto que no hay otra alternativa que la de la enfermedad cerebral. Sin embargo, este problema, que no es privativo de España, está siendo, por fin, encarado por un creciente número de científicos, que denuncian los intentos de cronificar un problema que puede ser resuelto en la mayor parte de los casos, por grave que sea el proceso adictivo. La cronificación de la adicción, ya sea conceptualmente o mediante la administración de fármacos que obligan a ser tomados de por vida, es un procedimiento que responde a intereses muy concretos, aunque tales intereses perjudiquen de manera irreversible a muchas personas con adicción. Estas personas pueden también llegar a creer que su problema es para siempre, asumiendo la vieja sentencia de los defensores del modelo de enfermedad: una vez adicto, para siempre adicto (“once an addict, always an addict”). Algunos estudios han encontrado que creerse esta sentencia es uno de los principales factores que favorecen la recaída. Aceptar que su cerebro está enfermo, que siempre lo estuvo y siempre lo estará, no es algo que fortalezca la autoestima. Si además se le exige, como en todos los programas de drogas, que haga cambios en su vida, que se resista al consumo, que cambie de amistades, que rediseñe su vida, que anticipe riesgos, el adicto puede llegar a pensar si él es capaz de hacer todo eso con un cerebro enfermo.

En el mundo crece el rechazo a este modelo de enfermedad y sus dramáticas consecuencias para muchas personas. Son cada vez más frecuentes los artículos científicos denunciando los excesos y perversiones del fracasado modelo de Leshner. Recientemente se ha creado la Addiction Theory Network, un grupo de profesionales en torno a prestigiosos científicos que han decidido, de una vez, hacer frente al poder mediático del NIDA. El principal instrumento en el que se basa el modelo de enfermedad, el DSM (conocido como “la biblia psiquiátrica”) ha caído en desuso ante la evidencia de que su quinta versión responde más a intereses comerciales que científicos, y que ha sido elaborado por supuestos expertos que, en una inmensa mayoría de los casos, tienen vínculos estrechos con la industria farmacéutica. El propio Director del National Institute of Mental Health, NIMH (equivalente al NIDA para la salud mental, ambos integrados en el National Institutes of Health NIH estadounidense), rechazó de plano el DSM, proponiendo un proyecto para sustituirlo en los próximos años. La supuesta “comorbilidad” entre trastornos ha sido denunciada por la propia psiquiatría como una falacia, en tanto que no pasa de ser sino un subproducto de las limitaciones de las categorías diagnósticas (comorbilidad artefactual) o de la clasificación redundante de síntomas (comorbilidad espuria o falsa). En el momento actual, los defensores del modelo de enfermedad cerebral (y dual) de la adicción, que afirman, cargados de razón, que la adicción se debe a causas genéticas y provoca alteraciones cerebrales irreversibles, son incapaces de predecir, a partir de pruebas de ADN, quién es o será adicto, ni de decir, contemplando dos pruebas de neuroimagen cerebral, cuál de ellas corresponde a un adicto y cuál no. Y se preparan para hacer extensiva su visión patologizante a otras condiciones, como el sobrepeso o la obesidad, o el abuso de Internet y los móviles.

Muchas personas pueden pensar, de manera ingenua o interesada, que si la adicción es recuperable y sus secuelas reversibles, no es, en realidad, un problema tan grave como se ha querido hacer ver. Nada más lejos de la realidad. Aun cuando se produzca la recuperación, el tiempo transcurrido, las experiencias acumuladas durante el tiempo de adicción y los efectos de una conducta sin control son algo irrecuperable. Que la adicción se recupera es un hecho, pero que, mientras está activa, no sólo afecta a quien la padece, sino a todo su entorno familiar, social y comunitario es un hecho. Es un problema de salud individual y social, que lleva aparejados un enorme número de riesgos que afectan, en ocasiones, a sociedades en su totalidad. Y es esta sociedad la que debe hacer frente al problema de la mejor forma posible: la que nos indique la evidencia científica. El sedentarismo, el sobrepeso, la mala alimentación, la pobreza o el estrés son males de nuestro tiempo que, sin ser enfermedades, son circunstancias que afectan a la salud y deben ser abordadas decididamente por los sistemas sanitarios. Pero nadie lleva en los genes ser pobre, ni alimentarse de comida basura, ni vivir una vida sedentaria. Ni tampoco está condenado a hacerlo siempre: puede cambiar y, si es necesario, debe hacerlo con ayuda médica, psicológica o multidisciplinar.

La desestigmatización de las personas con adicciones pasa por arrancar todas las etiquetas que se han ido adhiriendo a la piel de quienes las padecen. La investigación científica debe dejar de ocuparse de acumular diagnósticos (para cada uno de los cuales se da uno o más fármacos) y explorar las vías por las cuales las personas pueden abandonar sus comportamientos adictivos. Frente al modelo de enfermedad, centrado en lo patológico, va ganando terreno el modelo de la recuperación, basado en la persona. También en Estados Unidos hay agencias de salud que promueven un modelo de intervención “centrado en el paciente”, basado en su autonomía, en su protagonismo activo en la resolución del problema, en la utilización de sus puntos fuertes en lugar de sus debilidades, en capacitarle para controlar el problema, en fomentar su esperanza. Para ello, sólo hay que asumir lo que William R. Miller, el científico creador de una de las técnicas más eficaces en el tratamiento de personas con adicción, la entrevista motivacional, proclamaba hace ya unos años: “El modelo de enfermedad postula que los alcohólicos [y otros adictos] son cualitativamente diferentes de los seres humanos normales, no solamente en su comportamiento sino también genética, fisiológica y caracteriológicamente, y que ésta es la razón por la cual tienen tales problemas. El modelo disposicional de enfermedad es curiosamente como el modelo moral que crea el “ellos” y “nosotros” (…) Las personas que abusan de las drogas son en lo fundamental iguales al resto de la gente excepto en el hecho de que usan drogas y sufren las consecuencias»”.

Los autores declaran que no tienen conflictos de intereses.

 

APOYOS AL ARTÍCULO

José Ramón Fernández Hermida. Profesor Universidad Oviedo.

Manuel Guzmán, Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, Universidad Complutense de Madrid

Marcos Llanero Luque. Doctor en Neurología. Profesor Universidad Francisco de Vitoria

José María Ruiz Sánchez de León, Doctor en Psicología. Universidad Complutense

Ana López Durán. Doctora en Psicología. Universidad Santiago de Compostela

Gloria Rojo Mota. Doctora en Terapia Ocupacional. Universidad Rey Juan Carlos. Instituto de Adicciones, Madrid Salud

José Carlos Bouso Saiz. Psicólogo.  Doctor en Farmacología

Jose Antonio Santos Cansado. Psicólogo. Secretaría Técnica de Drogodependencias. Servicio Extremeño de Salud.

Juan Díaz Salabert. Profesor Master Universitario CRIMINALIDAD E INTERVENCIÓN SOCIAL EN MENORES. Universidad de Málaga.

Francisco Luque García. Médico. Centro Provincial de Drogodependencias. Málaga.

Tre Borràs Cabacés. Psiquiatra. Directora Servei d’Addiccions i Salut Mental Hospital Universitari Sant Joan Reus.

Oriol Romaní i Alfonso. Doctor en Historia (Antropología Cultural) Universitat de Barcelona, Entre otros