La fina línea entre el uso y el abuso del alcohol sentencia gradualmente la vida de sus consumidores. Una ingesta moderada tiene efectos beneficiosos ya que, entre otras propiedades, reduce los riesgos de sufrir embolias y enfermedades cardíacas. El exceso, en cambio -que los expertos sitúan en unas ocho cervezas diarias para los hombres y en cinco para las mujeres-, supone la caída en un pozo para el bebedor compulsivo, situación que arrastra también a todo su entorno. A esto hay que añadir que el alcoholismo influye en un repunte de los problemas sociales. Estos se reflejan en tensiones familiares, en el abandono de obligaciones, en el descuido del aseo y, sobre todo, en la adquisición de mayores dosis de agresividad y violencia. Tal es así que las estadísticas del Departamento de Interior del Gobierno Vasco cifran en un 40% las agresiones de género en Álava que se producen en estado etílico. Queda así acreditada la relación alcohol-violencia, aunque el porcentaje no es un fijo debido a que varía según el origen o las creencias culturales o religiosas del agresor.

Sobre el particular no existe una amplia bibliografía ni un sinfín de estudios que acreditan la relación entre la ingesta desmedida de bebidas espirituosas y la violencia machista. Sin embargo, en la ponencia Violencia de género como elemento de desigualdad expertos como Andrés Montero Gómez especifican que el alcohol se encuentra detrás del 40% de los agresores.

desajustes de políticas En cualquier caso, los datos demuestran que ambos problemas coexisten. Conviven en miles de hogares vascos pero, una de las dificultades añadidas para abordar el tema gira en torno a la inexistencia de planes específicos para abordar la violencia de género y el alcoholismo a la vez. Simplemente no existen. No se han elaborado ni directivas europeas, ni planes especiales desde el Gobierno central, ni desde el Gobierno Vasco, ni tampoco desde los organismos que trabajan más cerca de los enfermos. Coexisten pero se abordan por separado. En Álava, por ejemplo, cuando los servicios sociales se encuentran con un caso como este, el paciente es tratado psicológicamente en un centro de asistencia a maltratadores. Su alcoholismo es tratado por lo que popularmente se conoce como el dispensario .

Así, los resultados no son los que podrían ser y esto es lo que denuncian varios expertos en la materia en un informe académico de Encare (Organismo Europeo de atención a niños en entornos violentos).

Lo único que en determinados casos existe son unas guías de buenas prácticas, unas líneas generales de actuación, que por tratarse de quasi recomendaciones carecen de objetivos específicos. En la CAV, como explican desde Emakunde, tampoco existen esas recomendaciones, es decir, como en el resto de Europa, ambos problemas se abordan por separado.

En este punto, existen dos posiciones para valorar la influencia del alcohol en la violencia de género. Así, mientras una corriente afirma que suele estar presente y tiene influencia directa sobre la violencia, la otra subraya que las bebidas espirituosas no tienen nada que ver con la violencia. La única evidencia es que los elementos neurotóxicos presentes en esta sustancia reflejan su impronta en los agresores y que los efectos psicofísicos van aumentando a medida que la enfermedad avanza. Así, los expertos consultados califican el alcohol como «precipitante», y no como causante de las agresiones.

Por otra parte, daños en el hígado, en el páncreas, en el sistema nervioso central, hipertensión y depresión suelen acompañar a una dieta cada vez más pobre y una conflictiva vida social. Esta espiral ha llevado a muchos alaveses a situaciones límite. Eva Casado, miembro del Colegio de Psicólogos, cree que alguien está enfermo de alcoholismo «cuando su manera de beber crea problemas y no se puede dejar de beber».

El punto más duro del proceso llega a través de cuatro pasos. Es ahí cuando el pozo se convierte en más y más hondo hasta que apenas se alcanza a ver la luz.

La fase pre-alcohólica se caracteriza por el alivio ocasional de las tensiones por medio de la bebida. Enseguida se pasa a un alivio constante y la tolerancia aumenta. Después, comienza la fase prodrómica en la que el sentimiento de culpa acecha. Por ello, se bebe a escondidas, con avidez y las lagunas mentales se intercalan con la negativa a tratar el problema. En la fase crítica, la siguiente, el intento de neutralizar las presiones sociales se convierte en la total pérdida del control. La conducta, marcadamente agresiva, se alterna con intentos por dejar la bebida, renuncia a empleos y alejamiento de los amigos. La compasión por sí misma o el alejamiento geográfico convierten a la bebida en el centro de todas las acciones. La fase crónica, la última, está marcada por el grave deterioro mental, las intoxicaciones prolongadas y los trastornos del pensamiento. La tolerancia disminuye y beber adquiere carácter obsesivo. Antes de la hospitalización definitiva, las heridas producidas por la enfermedad dejan huellas imborrables en todo el entorno.

Para acabar con la situación es necesario reconocer el problema, pero ese momento se demora constantemente, hasta que una situación límite lo hace explotar. Es decir, los problemas serios sólo se ven cuando la situación (y las secuelas) son muy importantes. Pero en el transcurso de la enfermedad, hay muchos momentos límite y la violencia ejercida contra la familia suele ser habitual punto de inflexión.

Las afirmaciones realizadas por los doctores Michael Klein, Danielle Reuber y Richard Velleman en el informe de Encare tienen su reflejo en Álava. Lo mismo ocurre con los datos que arrojan las estadísticas de Interior a los que se suman las preocupantes afirmaciones de expertos como Andrés Montero Gómez. Ante la coexistencia de problemas sólo cabe afrontarlos.