El fenómeno del botellón surgió tímidamente a comienzos de los 90 como una alternativa de los jóvenes al incremento del precio de las copas. Lejos de debilitarse, esta práctica se ha consolidado con el paso de los años y cada fin de semana, que ahora comienzan los jueves, calles y plazas de toda Andalucía se convierten en el escenario en el que miles de personas se dan cita para beber alrededor de unas bolsas de supermercado repletas de botellas.

El ocio de algunos ha pasado a convertirse en el problema de otros, primero de los vecinos –obligados a convivir con el ruido, la suciedad y los malos olores– y después de la clase política, a la que se le exige una solución al problema. Madrid se convirtió en la primera comunidad autónoma en la que se prohibió beber en la calle. A partir de las diez de la noche, no está permitido ingerir alcohol en la vía pública, salvo en terrazas y durante las fiestas patronales. La denominada ley seca afectó también a las gasolineras y otros establecimientos en los que no está autorizado la venta de determinadas bebidas alcohólicas.

El espíritu de esta norma, que no la práctica real, pone límites a puestos ambulantes, máquinas automáticas o empresas de venta a domicilio. También se prevén sanciones de hasta 6.000 euros e incluso el cierre de los locales infractores.

La medida no tardó en aplicarse en otras comunidades. Es el caso de Andalucía, que anunció en 2002 una normativa de horarios «muy similar, incluso más dura» a la puesta en marcha por Madrid. El entonces consejero de Gobernación, Alfonso Perales, explicó que el nuevo decreto, que venía a desarrollar la Ley andaluza de Prevención y Asistencia en materia de Drogas de 1997, extendía la prohibición de vender alcohol a todas las áreas de servicio y gasolineras y no sólo a las que estén en autopistas y carreteras, como en principio se había previsto.

La previsión de Perales de hacer su norma más dura que la de Madrid no se cumplió, ya que éste se negó a prohibir el consumo de alcohol en la vía pública. «Hay veces que no se pueden aplicar algunas medidas porque hay dudas sobre su constitucionalidad», dijo entonces a la par que pedía al Gobierno central (entonces del PP) que avalase la legalidad de la iniciativa pionera de Ruiz- Gallardón.

La norma andaluza limitó también a las diez de la noche el horario para la venta de bebidas alcohólicas a establecimientos que no sean de restauración y hostelería, dándole a los ayuntamientos que lo solicitasen –a través de la firma de convenios– la capacidad de cierre cuando se infringiese este decreto.

Sin embargo, esta filosofía de la restricción nunca ha convencido a los colectivos sociales, a las grandes superficies comerciales o a los propietarios de esas pequeñas tiendas que tienen en los asiduos del botellón a su mayor cartera de clientes. Todavía hoy, no se ha resuelto el problema. De hecho, para burlar el horario límite de venta de alcohol, basta con adelantar el momento de la compra. Los macrobotellones de los últimos meses en ciudades como Granada o Sevilla ponen de manifiesto la insuficiencia de lo hecho hasta ahora y reabre un debate político basado, generalmente, en el enfrentamiento. Nadie quiere asumir toda la responsabilidad de una lacra que, además de ruido, olores e insomnio en los vecinos, deja toneladas de basura en las calles e influye en la imagen de las ciudades, pese a que algunos dirigentes –como el consejero de Turismo, Paulino Plata– intenten defender lo contrario.

Como en un partido de tenis, la pelota va de un lado a otro. De una parte, la Administración andaluza insiste a los ayuntamientos en que tienen «competencias en exclusiva» para hacer frente a todo lo ligado a la botellona e incluso advierte que las corporaciones locales podrían incurrir en una «dejación de sus funciones básicas» al pedir que sea el Gobierno andaluz el que intervenga. En la postura opuesta, los alcaldes –José Torres Hurtado, regidor de Granada, a la cabeza– se declaran «totalmente desasistidos» por la Junta y piden que sea ésta quien legisle contra el fenómeno.

En la misma línea se manifiesta el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Jesús García Calderón, quien en la memoria 2004 de la institución a la que pertenece reconoce que los ayuntamientos no pueden actuar eficazmente contra el botellón si no existe una ley de ámbito autonómico. Para el fiscal, la movida ha dejado de ser un problema menor para convertirse en un fenómeno de contaminación múltiple urbana, por lo que considera necesario crear un marco normativo donde se establezcan infracciones medioambientales.

Los siguientes en sumarse a esta tesis son los alcaldes de Jaén (PP), Córdoba (IU) y Huelva (PP), exigiendo a la Junta que «no eluda su responsabilidad y no deje a los ayuntamientos solos». Los alcaldes creen necesario que se legisle sobre este fenómeno, no sólo por cuestiones de limpieza o de orden, sino también porque se trata de un problema de salud.

El único alcalde socialista en una capital, el sevillano Alfredo Sánchez Monteseirín, también se inclinó a que sea la Junta quien se adelante, contraviniendo la postura de su partido. El pasado febrero, reclamó ayuda al Gobierno andaluz y otro marco legal que dote a la administración local de más medios para actuar contra los botellones. «Mientras no haya instrumentos más adecuados, es muy difícil que hagamos más de lo que hacemos», dijo.