No faltan fundamentalismos ni en la mercadotecnia. Empresarios de tabacaleras estadounidenses, según un investigador de aquel país, financiaron durante los años sesenta un boicot a los estudios científicos que vinculaban el hábito tabáquico con el riesgo de cáncer. Se trataba de desmarcarse de forma sibilina de las acusaciones que formulaban los científicos sobre los peligros de fumar. Lo que sea por proteger una suntuosa inversión.

«La duda es nuestro negocio», rezaba un artículo que promocionaba la industria del tabaco en 1969. Durante la mitad del siglo pasado, la industria del tabaco intentó afanosamente desvincular el hecho de fumar con el riesgo de desarrollar cáncer. Pero Robert N. Proctor, catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad de Stanford (EEUU), ha investigado a lo largo de los años la controversia científica y médica sobre cáncer y política ambiental y la «producción social de la ignorancia». Este experto pronunció el pasado febrero en San Francisco una conferencia de título provocador: «Manipulación sociopolítica de la ignorancia científica». En EEUU, las compañías tabaqueras hacen frente ahora a un centenar de ruinosas demandas judiciales por el perjuicio causado a los consumidores de tabaco y, según Proctor, intentan cubrirse las espaldas «re-escribiendo la Historia».

El dinero del humo

La industria del tabaco se adhiere unívocamente al planteamiento de que todo aquel que empezara a fumar en los años setenta sabía que el tabaco podía causar cáncer y lo consumía bajo su única y exclusiva responsabilidad. Sin embargo, Proctor demuestra que las compañías conocían ya en los años sesenta el potencial cancerígeno del producto que vendían y se limitaron a mirar a otro lado, «por lo que deben asumir también su responsabilidad como empresas productoras», añade.

Proctor se limitó a estudiar la bibliografía científica que relaciona al tabaco con el riesgo de cáncer o de otras enfermedades potencialmente mortales y a ordenarla cronológicamente. «Ya a mediados de los años 50 existía un consenso en la comunidad científica de que el tabaco era perjudicial para la salud». Lejos de asumir esta visión científica, las empresas tabaqueras llegaron a contratar detectives para espiar a los investigadores sobre riesgos del tabaco y a financiar millonariamente estudios científicos que pudieran contrarrestar el énfasis creciente que la ciencia ponía en la peligrosidad del entonces tan rentable negocio.

Razonamientos ciegos

Mediante una propaganda perfectamente organizada, Proctor da cuenta de cómo las tabaqueras culparon del creciente índice de casos de cáncer de pulmón a la contaminación atmosférica, la manipulación de amianto e incluso la presencia de animales de compañía (concretamente pájaros) en el interior de los hogares. «Cuando las estrategias por contrarrestar el peso del consumo tabáquico sobre el cáncer empezaron a desmontarse, la industria cerró el frente médico y se dedicó a obstaculizar las prohibiciones o impedimentos legales al consumo de tabaco argumentando el libre derecho de los consumidores a elegir».

Según Proctor, «el hecho de que la gente creyera sus mentiras no significara que estuvieran diciendo la verdad». Todo cambió el día en que un consumidor denunció a los fabricantes de cigarrillos por venta de un artículo fraudulento. En los juicios, explica el conferenciante, los abogados de la industria sostienen que la evidencia científica que vincula el consumo de tabaco con el cáncer es muy reciente y exime de responsabilidad a las empresas con anterioridad a los anuncios públicos.

No obstante, Proctor lamenta el hecho de que «durante más de 40 años, muchos hombres y mujeres empezaran a fumar sin ninguna advertencia oficial del peligro que encierra el consumo reiterado de cigarrillos; no porque no se supiese, sino porque no interesaba a la industria que se supiera». La propaganda, ya en los años 80, apelaba a la propia experiencia de los consumidores.

Proctor mostró declaraciones que la industria ponía en boca de presuntos fumadores y en las que se hablaba de «abuelas que se conservan perfectamente fumando a los 82 años» o declaraciones en la línea de «llevo fumando toda mi vida y me encuentro perfectamente, contento y feliz». En el tramo final de su discurso, el conferenciante lamentó que un estilo propagandístico anticientífico como el empleado por la industria del tabaco fuera adoptada ahora por empresas acusadas de contribuir al calentamiento global para maquillar con falsos informes los efectos del cambio climático.

EL CASO HASSELRIIS

La popularidad no estrictamente científica que en los años 80 cobró en todo el mundo el movimiento ecologista obligó a empresas contaminantes a servirse de datos científicos para contrarrestar las opiniones infundadas o no verificables. En 1984, un ingeniero experto en combustión, Floyd Hasselriis, hizo público un estudio en el que demostraba la correlación inversa existente entre temperatura de combustión de los residuos de una incineradora y la concentración de dioxinas en las emisiones atmosféricas. A mayor temperatura de combustión menor, según el ingeniero, mayor era la energía consumida pero menor la concentración de dioxinas en el aire.

Puesto a prueba en un foro científico, el ingeniero aseguró que para elaborar sus gráficas sobre dioxinas había realizado una correlación matemática con 11 de los 16 datos publicados en un estudio sobre emisiones patrocinado por una incineradora canadiense. Un año más tarde, Barry Commoner, de la American Association for the Advancement of Science, reprodujo el experimento de Hasselriis y obtuvo resultados diferentes, que apuntaban más bien a que entre la temperatura de combustión y la concentración de dioxinas no existía ningún tipo de correlación.

Commoner quiso cotejar sus datos con los de Hasselriis, pero éste reconoció abrumado que no eran 11, sino cuatro, los datos correlacionados, y que sólo en dos casos pudo demostrarse su hipótesis de partida. ¿Error o negligencia? Con anterioridad a Hasselriis, industrias que exponían dioxinas a la atmósfera tuvieron que justificarse públicamente ante graves accidentes acaecidos en 1949 (Monsanto, en EEUU), 1953 (BASF, Alemania) y 1976 (ICMESA, en Italia).

En sendos casos las industrias escondieron el número real de trabajadores expuestos (y enfermos) incluyendo trabajadores no expuestos, con lo que se consiguió que no se encontraran diferencias significativas al comparar los dos grupos de trabajadores (tal como la propia BASF reconoció en 1994, habiéndose detectado entonces un aumento de hasta un 100% en la mortalidad por cáncer). Diluyendo el riesgo las compañías evitaban el pago millonario de compensaciones a los trabajadores enfermos, a expensas de «exhaustivos estudios epidemiológicos» que neutralizaban los datos de estudios científicos que avalan la toxicidad de las dioxinas.