Existe en Säo Paulo un campamento para los adictos al crack ubicado en el centro de la ciudad, cerca de la estación de la Luz. Conocido como ‘Cracolandia’ se ha convertido en la morada de drogadictos, en el punto de encuentro al que regresan después de deambular por las calles de la urbe solos o en pequeños grupos ajenos a la realidad que les rodea. Con el Mundial, un fuerte cordón policial se ocupa de la contención de estas almas. Esta semana, la seguridad se doblará por una visita real: el príncipe Enrique quiere conocer cracolandia y uno de los proyectos que la Prefectura de Säo Paulo desarrolla con los drogadictos.

Unas 100 o 200 personas, dependiendo del día, ocupan este descampado y otras 100 más pueden permanecer merodeando o tumbados por los alrededores de la famosa estación de la Luz, uno de los lugares clave para el Mundial. La suciedad y los colores de las tres tiendas de campaña que tienen algunos, los carros de reciclaje y la basura acumulada se mezclan en el tumulto del asentamiento.

Todos, más o menos, recuerdan las circunstancias que los condujeron hasta esta pesadilla. Joäo Soares, nombre falso de un ex drogadicto de la zona, llegó de Bahía hace cuatro años huyendo de unos ajustes de cuentas en su ciudad que habían acabado con la vida de cinco de sus primos. El regreso era imposible y las cosas se fueron poniendo difíciles en Säo Paulo cuando comenzó a perder un trabajo tras otro.

«Lo peor fue verme en la calle, sin nada. No entendía cómo había llegado a eso. En Bahía lo tenía todo: casa, moto, ropa de marca, mujeres… Y de repente, estaba tirado en la calle«, recuerda contento por mantenerse limpio, aunque sin poder sacudirse la tristeza que se le quedó pegada a los ojos, residuo de inconfesables vivencias callejeras.

Hay momentos que no ha podido olvidar, ni siquiera con la ayuda de la droga que durante dos años lo convirtió en un autómata, cómo fueron esas primeras horas interminables entre cartones. «Hasta el día de hoy recuerdo la primera noche que tuve que pasar en la calle. Eran las 10 de la noche y no tenía ni un real. Busqué y vi un grupo de personas cerca de la estación, me acerqué y ahí me quedé». Soares eligió para pasar sus primeros días en el asfalto una de las calles que componen cracolandia, lugar que terminaría conociendo muy bien.

Con 25 años, una situación deprimente y miedo al anochecer, el bahiano no aguantó y comenzó a drogarse la tercera noche que se vio obligado a dormir a la intemperie como si hubiera encontrado una salida. «Me drogaba porque así me olvidaba de todo, pero cuando se pasaba el efecto era peor porque veía que seguía en la calle, todo lo que había perdido y encima siendo un drogadicto».

Y así fue como la salida de João se convirtió en la entrada a las tinieblas de ‘Cracolandia’, donde hoy todo sigue pareciendo tan fuera de la realidad como rutinario. Las mañanas son frenéticas en el páramo ocupado. Grupos enteros se mueven al mismo tiempo de un lado para otro trazando rutas, en apariencia aleatorias, que evitan pisar a los que permanecen tumbados o sentados preparándose para fumar. La ansiedad por volver a drogarse o el nerviosismo de haberlo logrado les hace olvidarse del olor insorpotable que ha dejado su propia orina en los alrededores del campamento.

«Mi hijo no puede salir a jugar al parque que tenemos enfrente de casa, no sólo por lo que pueda ver, sino porque ellos hacen sus necesidades en cualquier lugar», asegura Carolina Monaco, vecina del edificio que al atardecer da sombra a Cracolandia. Ella llegó al barrio en 2007, justo un año antes de que los drogadictos se trasladaran aquí desde otra parte de Säo Paulo.

Mientras se arregla el cabello en la peluquería próxima al portal de su casa, reniega de una situación que se vuelve a ratos insostenible para los residentes del barrio. «Yo que trabajo y que pago mis impuestos tengo que soportar esto; y ellos, que viven así y se drogan, reciben todas las ayudas y las atenciones».

Esta paulista se refiere a los proyectos que cubren las necesidades de los drogadictos. En el descampado tienen la garantía de un par de comidas al día, varias iglesias se ocupan de darles desayuno y almuerzo; atención médica, la propia Prefectura envía a sanitarios que controlen su estado; y desde hace unos meses, trabajo a través del progama ‘Braços Abertos’ (Brazos Abiertos) de la Prefectura de Säo Paulo. El proyecto social, que visitará el príncipe Enrique este jueves con el prefecto de la ciudad, Fernando Haddad, ofrece cuatro horas de trabajo limpiando las calles y otras cuatro de formación a los adictos, les da alojamiento en un hotel que estaba abandonado y fue recuperado en el barrio para este fin, comida y remuneración equivalente a 15 reales (casi cinco euros) por día trabajado.

En el barrio, hay niños que juegan al fútbol ajenos a lo que ocurre a dos manzanas o sencillamente acostumbrados a ello. Actualmente, la zona se ha convertido en la más protegida de la ciudad. Para Ana Lucia Marques, portera del edificio en el que vive Carolina, «esto se pondrá mucho peor después del Mundial. Ahora estamos bien, hay policías por todas partes, pero ¿qué pasará después?». Aunque reconoce que no son violentos con los vecinos -«a nosotros parecen que nos reconocen»- no se libran de los pequeños robos. Sin embargo, no todos viven del pillaje, muchos reciclan basura que encuentran por las calles, normalmente cartón y latas.

Violencia y fantasmas

La violencia suele darse más entre ellos mismos, lo que tiene sentido cuando la única compañía que pueden procurar viviendo completamente al margen de la sociedad es la de otro adicto al crack. Y unas horas cerca de ‘cracolandia’ dan para comprobarlo. A seis manzanas de la zona, un joven desquiciado golpea sin control a una mujer con la mirada perdida. Forman parte de uno de esos pequeños grupos que bullen a veces por las calles buscando algo para reciclar que les dé algún beneficio para comprar más drogas.

Cuando las consiguen, incapaces de esperar, fuman en el primer lugar en el que pueden sentarse. Los efectos del crack, al principio, son sensación de poder, excitación, hiperactividad, insomnio, placer y pérdida de apetito. Todos están extremadamente delgados y la chica que es golpeada en medio de la calle no es una excepción. Cuando reacciona a las patadas furiosas del joven, se mueve, llora, grita y escapa, por fin, ayudada por otros adictos. Pero el chico no se resigna a soltar su presa y trata de alcanzarla, sin éxito, en dos ocasiones más sin dejar de mirar hacia los lados, hacia el resto de transeúntes, hacia los fantasmas que lo persiguen. Hay otros efectos del crack, como la paranoia.

En Cracolandia, durante las noches, el clima cambia y una falsa tranquilidad domina el ambiente. Sus habitantes miran sin ver, traspasan a la persona que tienen delante como si fuera transparente y detrás estuviera ocurriendo algo que les impidiera desviar la mirada. Pero en realidad no hay nada; sólo un ‘clic’ en su cabeza que lo detiene todo hasta que un movimiento o un sonido devuelve la conexión al cerebro y entonces el enjambre se activa y un trajín nervioso parece conectarlos de nuevo con hilos invisibles forzándoles a moverse unidos, pero sin reconocerse los unos a los otros.

Aquí sólo hay dos caminos: seguir drogándose, lo que implica estar siempre buscando la forma de conseguir una nueva dosis; o morirse, lo que va irremediablemente unido al primero. Pocos son los que encuentran un tercero: desintoxicarse. João Soares es uno de esos pocos que optan por la vía más difícil, pese a que muchas veces pensó que «la solución a este infierno era la muerte». Sin embargo, siempre le gustó escribir y su poesía terminó salvándole. «Los trabajadores de una ONG que grababan un documental sobre nosotros se me acercaron y se pusieron a hablar conmigo, después me pidieron que les leyera algunos de mis poemas», rememora Soares. Le invitaron a sumarse a un proyecto de desintoxicación en una casa y aceptó. Al día siguiente era Navidad y él sigue pensando que no pudo recibir mejor regalo navideño. Ahora sigue viviendo cerca de la estación, pero en una pensión que paga con su trabajo. João dejó todo atrás, especialmente esas horas nocturnas de insomnio.

Observar Cracolandia desde fuera es como entrar en un capítulo de Walking Dead, con el miedo de acercarse demasiado y que un pequeño descuido lo lleve a uno hacia el otro lado. El pavor viene de percibir tan de cerca lo que supone acabar en la calle, caer en el abismo, cuando todas las redes de seguridad -el trabajo, la casa, los amigos, la familia- fallan. Sea lo que sea, acercarse es meterse en una pesadilla hediondamente real. La irrealidad queda para ellos, atrapados en un momento, sin pasado ni futuro. Sólo existe una verdad, un único instante, cuando eres adicto al crack: volver a drogarse.