El número de ludópatas aumenta en los últimos años, y desde hace meses la delegación avilesina de Jugadores Anónimos recibe más peticiones de ayuda. El colectivo atiende de media a quince personas al día. De ellas, siete «son chiquillos de poco más de 20 años». «Es evidente que se juega más en tiempos de crisis porque la gente está desesperada», afirma Luis, nombre falso del representante del colectivo en Avilés. Él también es jugador, aunque lleva años en proceso de rehabilitación. Las máquinas tragaperras, afirma Luis, se llevan el 63 por ciento de la recaudación por juegos de azar. En España se gastaron 26.000 millones de euros en 2007.

«Caí en el juego. Metía un euro en las tragaperras y me salían cuatro, así podía comprar tabaco. La bola se hizo cada día más grande, era dinero fácil», afirma Carlos, nombre ficticio de un avilesino de 23 años que desde hace meses lucha contra la adicción a los juegos de azar. Carlos es uno de tantos que ha hecho del juego su peor pesadilla. «Este año ya se ha vendido más del cincuenta por ciento de lotería que el año pasado por estas fechas, pero el dato que más nos preocupa es el incremento de juegos por internet. El bombardeo es continuo y la gente busca dinero rápido y fácil», añade Luis, orgulloso de ser jugador «porque si me olvido de que lo soy, puedo recaer. La adicción está ahí».

La ludopatía está considerada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) una enfermedad desde 1992. Afecta por igual a hombres y mujeres, si bien la cara más visible es la del género masculino. Las máquinas tragaperras, las quinielas, la lotería, los cupones, el bingo, el casino, los juegos de cartas y ahora también las apuestas por internet incitan al juego a cambio de dinero.

Quien padece esta patología sufre, según las OMS, un descontrol de sus impulsos. Colectivos como Jugadores Anónimos respaldan a los ludópatas. «Aquí la gente aprende a mirarse al espejo, afeitarse y no llorar de impotencia», explica Luis, quien es consciente de que la ludopatía va ligada a delitos. «El jugador sufre miserias y puede llegar a todo, al suicidio, a vivir entre rejas…», sentencia.

Ignacio, también nombre ficticio, sabe bien de lo que habla su compañero y ya amigo. «Empecé a jugar y llegó un momento que no podía parar. Al principio todo era muy bonito, era una persona solitaria y ante la máquina me sentía valiente. Caí muy joven, quizá porque manejaba poco dinero», afirma este hombre, trabajador de Arcelor, que conoció a la que hoy es su esposa en plena adicción a las máquinas tragaperras. «En casa nunca faltó para comer y jamás perdí un día de trabajo, pero llegué a gastar mucho dinero. Tenía varias tarjetas de crédito y me engañaba a mí mismo sacando dinero de una cuenta para meterlo en otra y que no se notara», añade.

Un buen día, Ignacio le confesó a su mujer su adicción. Estuvieron a punto de la separación. De eso hace la friolera de 22 años. Entonces acudió obligado a la sede de Jugadores Anónimos en Avilés. «Cuando crucé la puerta pasé mucha vergüenza y al principio sólo venía a calentar la silla. Aquí aprendí que era una enfermedad y cuando me convencí de que quería dejar de jugar tuvimos una hija», afirma, y sonríe. Con el apoyo del colectivo y de su esposa, Ignacio se alejó de las máquinas. Se refugió en la pesca.

«Empecé a utilizar el autobús de la empresa, que me dejaba a la puerta de casa, y no llevaba dinero», relata. Ignacio llegó a gastar 180.000 pesetas de entonces en las máquinas, aunque en Jugadores Anónimos prefieren no hablar de cantidades. «Para algunas personas gastar cinco euros ya es una barbaridad», argumentan. La valentía de Ignacio recibió el mejor de los piropos cuando su hija tenía apenas 5 años. «Entonces, me dijo: «Papá, ahora sí te quiero»», recuerda.

Ignacio aún participa en los talleres que cada martes y jueves celebra Jugadores Anónimos en Avilés. «Ahora no siento la necesidad de jugar, pero la máquina está ahí. Llevo muchas veinticuatro horas sin jugar, pero también llevaba un año sin fumar y un día cogí un cigarrillo. Sé que hay más vida detrás de la máquina y tengo a mi familia. A nivel personal, hasta me he puesto a estudiar. Saqué Maestría», concluye.

Carlos toma apuntes. Es más joven que Ignacio y la última vez que metió un euro en una máquina tragaperras está demasiado reciente. «Desde muy pequeño, con catorce o quince años, fui adicto a la droga. Dejé los estudios, posibles trabajos y me dejé influenciar por mis amigos. Tenía una venda en los ojos», afirma. En los últimos tres años encontró en las tragaperras la forma de conseguir dinero fácil. «Sacaba para un paquete de Chester. Luego, aunque no ganaba, el juego me gustaba. Llegué a ser convulsivo en todo, a robar a mi madre y a empeñar joyas. El cien por ciento de mi pensamiento estaba en las máquinas, las vigilaba y sólo por el sonido creía saber si podían dar premio o no», explica este joven avilesino, que intentó alejarse de la adicción por su cuenta. «Fui a un psicólogo y me aconsejó congelar las cuentas. Sólo me daban cuatro euros al día. Eso fue el desencadenante de broncas. Me echaron de casa, perdí buenos amigos y me quedé con los malos. Ahora tengo muchos altibajos, esto es más que un vicio», subraya, y añade: «Sé que gasté a mis padres y ahora me piden hechos. Tengo el apoyo de mi novia y aunque aún tengo apetencia, no quiero pasar mi vida frente a las máquinas, unos aparatos que deberían ilegalizar, igual que hacen con otras sustancias», afirma Carlos. Para él, veinticuatro horas sin jugar ya es una batalla ganada.

El portavoz de Jugadores Anónimos destaca que en el colectivo hay jugadores con todo tipo de perfiles. «La ludopatía es una enfermedad progresiva. El juego no es malo, se inventó para divertir, pero cada vez más la gente busca la panacea para sus problemas económicos», recalca Luis. Su frase se entrecorta. Suena entonces el teléfono de Jugadores Anónimos. Es un nuevo solicitante de ayuda. Vive en Tineo y las máquinas tragaperras ya se han comido su sueldo.