Jugar no es malo. Más aún, el juego es parte del proceso de maduración y aprendizaje de las personas. El problema es cuando se convierte en un síndrome de dependencia conocido como ludopatía.

Se trata de una patología que desde 1992 es reconocida como una enfermedad por la Organización Mundial de la Salud.

El ludópata es aquella persona que tiene un impulso irreprimible de jugar, a pesar de ser consciente de las consecuencias personales, sociales y económicas de esa conducta.

Aunque no hay estadísticas oficiales al respecto, se estima que entre el 1% y el 3% de la población mundial es adicta al juego.

De esta población, entre 5 y 20 millones viven en América Latina.

«En Argentina, la ludopatía está creciendo muchísimo porque la oferta es impresionante. Hay bingos en todos los barrios. Es un negocio muy productivo para quien lo maneja», dijo Isabel Sánchez Sosa, directora y coordinadora de la Asociación de Jugadores Compulsivos de Argentina que fue creada hace 26 años, la primera en tratar esta enfermedad.

Luis, un argentino de 70 años, fue uno de sus primeros pacientes. Ya recuperado, le contó su historia a BBC Mundo.

«Mi historia empieza desde muy chico. Mi papá no sabía leer y yo, ya desde los ocho años, le leía las carreras de caballos y qué jockeys participaban en ellas.

En mi casa jugaban todos. Mi papá jugaba, mi hermano también, y yo también tomé esa desgracia.

Empecé a jugar a los trece o catorce años. Al principio me llevaba mi papá y jugaba con él.

En aquel entonces trabajaba como caddy en un campo de golf y con el dinero que sacaba jugaba dentro de mis posibilidades. Pero ya se me había despertado el «indio» como se dice.

A medida que fui creciendo, el juego me fue acompañando.

Luego vino el noviazgo y el casamiento.


La noche de bodas dejé a mi mujer sola y me fui a jugar
. No regresé hasta las siete de la mañana.

Empiezan los problemas

Mi mujer sabía que jugaba, pero en aquella época no había tanta información ni alarma. Jugar se consideraba más un entretenimiento.

Con el tiempo se descubrió que era una enfermedad incurable y progresiva.

Después de casarme empezaron a surgir los problemas porque me iba de casa y no volvía en dos días porque me quedaba jugando.

En mi casa éramos seis pero a la hora de la comida sólo ponían cinco sillas porque yo nunca estaba.

Mis hijos eran muy chicos y no se daban cuenta, aunque les faltaba la presencia del padre en la casa.

Empecé a jugar cada vez más hasta perder el primero de los tres negocios que tenía.


Lo que menos pierde un ludópata es plata. El jugador compulsivo pierde la familia, la dignidad, la noción de la realidad, los buenos amigos que no juegan y se van apartando de uno…

La situación se fue deteriorando hasta que llegó la separación.

La recuperación

Llegué al grupo de rehabilitación a través de un amigo que, ironías de la vida, no pudo parar de jugar y al final se suicidó.

Los primeros años fueron difíciles. Tuve varias recaídas. Pero ahora llevo 20 años sin jugar.

Estoy en una nueva relación, recuperé a mis hijos y estoy muy feliz.

Ahora que estoy bien no quisiera volver de vuelta a ese infierno para nada.

Alguna vez que me han entrado ganas he recordado cómo salía de las casas de juego: arruinado, sin ningún peso, he caminado hasta cincuenta cuadras porque hasta la plata del taxi me la gastaba. A veces estaba muerto de hambre porque no comía para tener más dinero para jugar.

Me acuerdo de eso y me horrorizo. Me da miedo volver a eso.

Antes el juego me agarraba de la nariz y me llevaba, pero ahora he recuperado la libertad y la dignidad.

Lo primero para recuperarse es aceptar que uno tiene el problema.»