Dicen los médicos y enfermeros fumadores que su sensación personal al encender un pitillo se parece, a menudo, a la que cruza la mente de un profesor de autoescuela que disfruta saltándose las normas de circulación. Nadie conoce mejor que ellos las perniciosas consecuencias del tabaco sobre la salud y, medio en serio medio en broma, es frecuente que el paciente que pasa por la consulta salga del centro sanitario tras escuchar la recomendación -cuando no la orden- de que debe abandonar el hábito.

«El mejor consejo que puede dar un médico es dejar de fumar, no decir a su paciente que deje de fumar». Ignacio de Grandas sabe de qué habla. Este neumólogo del hospital Gómez Ulla dirige la comisión de tabaquismo de la Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica y, por su trabajo, ha observado los desastres de la nicotina y el alquitrán en el ser humano.

Una encuesta elaborada por esta entidad entre el personal sanitario español ofrece datos alarmantes en cuanto a la incidencia del tabaquismo en la profesión. El porcentaje de trabajadores sanitarios adictos al tabaco (38,9%) supera en tres puntos al de la población general, aunque es el sector de la enfermería el que desequilibra la estadística: son menos los médicos que fuman, pero el porcentaje de enfermeras es 14 puntos más alto que el del total de las mujeres que cogen un cigarro.

Son datos que preocupan a Ignacio de Grandas y que demuestran que la información no siempre basta, como asegura el catedrático de Educación para la Salud Jesús Sánchez Martos, que hace cuatro años dejó el vicio. Curiosamente, los estudios internos demuestran que quienes atienden las partes del cuerpo más afectadas por los componentes del tabaco -pulmones y corazón- dependen menos del pitillo que los de otras especialidades.

«Pero todos ellos saben que el tabaco tiene un poder de adicción cinco veces mayor que la heroína y que la nicotina está detrás de las enfermedades que ocupan los primeros lugares de la lista de causas de muerte», añade el catedrático de la Universidad Complutense. Unas 390.000 personas mueren cada año en los países de la Unión Europea -unas 40.000, en España- por males directamente relacionados con el tabaquismo.

Patricia Santos es enfermera en un centro de atención primaria en Vigo. Fuma desde los 17 años y, salvo cortos periodos de abstinencia mal llevada, ha mantenido el hábito hasta llegar a los 39. «Somos débiles y, en lo que toca al tabaco, yo soy la más débil del mundo. Sé que no debería fumar y he intentado dejarlo, por activa y por pasiva: he probado de todo, cursos, parches, hasta fui a un balneario. Lo pasé bien, pero sigo con el cigarrillo».

A su juicio, la incidencia del tabaquismo en el sector de Enfermería tiene diversos motivos, «no justificaciones». «Hay mucha gente joven, los turnos, la inestabilidad laboral Hay gente que trabaja en sitios peores y no fuma, pero la realidad es esa». Ignacio de Grandas comprende los motivos aducidos por Patricia Santos, aunque insiste en que el personal sanitario debe «predicar con el ejemplo, y no lo hacemos».

Por el contrario, el catedrático Sánchez Martos sostiene que apelar al sistema de turnos o a la eventualidad del empleo «pueden servir para una autojustificación personal y poco más». ¿Qué dirían entonces el camionero que pasa horas al volante, el albañil o el minero? Pero como dice Santos, «somos débiles», y eso lo ha podido comprobar Rafael Sánchez, que ha organizado cursillos para renunciar al pitillo entre médicos y enfermeras sevillanas.

«Asustar, por ejemplo, con los efectos del alquitrán sobre el organismo suele ser una buena herramienta para empezar. No quieres aterrorizar a la gente, pero es bueno hablar claro. Pero, ¿qué le vas a contar a un cirujano que lo ve a diario y, pese a todo, devora un paquete cada jornada?», se pregunta Sánchez. «Lo peor es que quienes recaen se quedan con cargo de conciencia y les cuesta volver a los cursos», concluye.

La cuestión es que «no se hace lo suficiente para combatir el consumo de tabaco ni para favorecer el abandono del hábito», se lamenta De Grandas. Se sigue fumando en los hospitales, como se fuma en los centros educativos, pese a que está prohibido de forma taxativa. Escaleras humeantes donde pacientes y familiares dejan pasar, junto a los médicos que les atienden, unos segundos para apagar su ansia.

Javier Cavero es un laringetomizado burgalés a quien el abuso del pitillo le causó un daño irreparable. A través del teléfono, su voz suena metálica y extraña, cuando recuerda los tiempos en los que compartía pitillos con el médico de cabecera. Era la década de los 70 y a nadie le importaban los males de la nicotina. «Él fumaba más que yo; de vez en cuando le veo y me saluda. Tiene la voz de antes, y yo no».

Un camino muy largo

«La sociedad tiene que reflexionar y tomar medidas cuanto antes», reclama Jesús Sánchez Martos, e Ignacio de Grandas secunda esta afirmación, porque va a ser «un camino muy largo». El tabaco es, con el alcohol, la droga más accesible y dañina. Y barata, comparada con los estupefacientes ilegales. Un informe del Ministerio de Sanidad revela que cada vez que el precio de la cajetilla aumenta un 10%, el porcentaje de consumidores baja un 4%, especialmente entre jóvenes y adolescentes con menor capacidad adquisitiva.

Desde el otro lado de la barrera, el Club de Fumadores para la Tolerancia aboga por las campañas para desengancharse del tabaco, pero rechaza que el «paradójico dato» sobre el personal sanitario adicto se convierta en un arma más para «acosar al fumador», critica Álvaro Garrido. A su juicio, medidas como la subida del tabaco o «el arrinconamiento vulneran el derecho de una persona a fumar. Abusar es malo, pero eso no significa que se deba inculcar un sentimiento de vergüenza en la persona que fuma».