El abuso insistente de alcohol y el incremento sin límites del consumo de cannabis constituyen los principales rasgos del consumo adolescente de drogas en nuestro país. Consumos que atraen la atención de tantos adolescentes que una sociedad madura difícilmente puede darle la espalda a este fenómeno. Algunos datos pueden ayudarnos a situar el fenómeno. Desde la década de los noventa, cada dos años se realiza en nuestro país una encuesta oficial sobre el consumo de drogas entre escolares de 14 a 18 años. Los datos que ofrecen estas encuestas dibujan un perfil bastante nítido sobre el modo en que tales consumos evolucionan. El último estudio conocido, realizado con más de 25.770 adolescentes, presenta una situación ante la que resulta difícil permanecer impasible. Así, los datos muestran un descenso en el consumo habitual de alcohol (que se mantiene, no obstante, en el 55%), de tabaco (que ronda el 29%, siendo del 33,1% entre las chicas, que definitivamente toman la delantera a los chicos) y de drogas de síntesis (que es del 1,7%). Logros nada desdeñables, a pesar de los elevados consumos que reflejan, particularmente de alcohol y tabaco. La evolución positiva del consumo de estas tres sustancias permite esperar una relación más reflexiva con las drogas por parte de los actuales adolescentes.

Sin embargo, para completar el cuadro es preciso prestar atención también a la otra cara de la realidad: la representada por la negativa evolución del consumo de cannabis y de cocaína. Centrémonos en la primera de estas dos sustancias. En la anterior encuesta nacional publicada, declaraban ser consumidores de derivados del cannabis (hachís, fundamentalmente) el 19,4% de los adolescentes escolarizados de 14 a 18 años. Una cifra a todas luces inquietante, al tratarse de personas en pleno proceso de maduración psicosocial y fisiológica. Un proceso que puede verse condicionado no sólo por el impacto psicoactivo de las drogas, sino por el riesgo de que, desde una etapa evolutiva tan precoz, el recurso a las drogas se convierta en un pilar básico de su estilo de vida y diversión. Bien, pues resulta que en la última encuesta que venimos comentando, el porcentaje de consumidores habituales de cannabis ha ascendido al 22% de los adolescentes de las mencionadas edades (el 25% entre los chicos, uno de cada cuatro). Una proporción, por tanto, elevada, que además se incrementa año tras año sin que resulte fácil adivinar su punto final.

Por otra parte, la experiencia cotidiana y la investigación muestran que nuestros adolescentes salen las noches de los fines de semana con la frecuencia y la duración que ellos mismos deciden, sin que los adultos responsables de su educación se sientan capaces de poner freno a tal situación. Los datos del estudio mencionado muestran que el 30% de los escolares encuestados sale las noches de todos los fines de semana; porcentaje que ya a los 14 años es del 17%. Organizan, pues, sus derivas nocturnas a una edad en la que aún son incapaces de gestionar el significado y los riesgos de tales experiencias. Si a esta llamativa situación que la inercia social ha terminado dando por buena le unimos la constatable permisividad en torno al cannabis, podremos entender mejor las peripecias actuales de tantos adolescentes.

¿Qué porcentaje de adolescentes porreros está nuestra sociedad dispuesta a aceptar antes de reaccionar? ¿No será momento ya de reflexionar sobre lo que estamos haciendo mal para que a edades tan tempranas el consumo de porros resulte una conducta atractiva para tantos adolescentes? ¿Qué mensajes les estamos transmitiendo sobre ésta y otras sustancias? ¿Su supuesta inocuidad? ¿Es realmente inocuo el consumo de hachís para un adolescente de 15 años en plena brega con su incipiente identidad? ¿Es el callejeo nocturno la experiencia más edificante que nuestra sociedad puede proponer a adolescentes de 14 y 15 años? ¿Es inevitable permanecer como espectadores indiferentes ante tamaño despropósito? ¿Tiene esto algo que ver con la libertad y el progresismo, o es sólo la enésima versión del desvarío moral de nuestro tiempo?

Los motivos de tal situación son muchos y variados. Sólo señalaremos uno de ellos, sobre el que existe un creciente acuerdo entre profesionales, investigadores y personas de sentido común. Y no es otro que la paradójica permisividad con la que la sociedad adulta de nuestro país asume experiencias como la que venimos comentando. Permisividad que es difícil no relacionar con el desconcierto que invade a tantos adultos a la hora de poner límites a los comportamientos adolescentes. Y es que términos como «límite», «disciplina», «norma», «autoridad» padecen hoy en día un completo desprestigio. Y, sin embargo, hacen referencia a dinámicas familiares y sociales que la psicología y la sociología muestran como imprescindibles para la socialización equilibrada de los adolescentes.

Por el contrario, términos como «tolerancia», «permisividad» y otros ocupan puestos destacados en la terminología actual, y lo hacen además con significados considerablemente contradictorios. Una situación que recuerda el célebre pasaje de «Alicia en el país de las maravillas»: «Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos. «La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes». «La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda… eso es todo».

Así nos va. A lo mejor la búsqueda de soluciones racionales a este fenómeno comienza por descargar de ideología el diccionario y recuperar el sentido de las palabras.

Firmado: Juan Carlos Melero

Publicado originalmente en el periódico EL CORREO ESPAÑOL 30/04/2004