Nos movemos a través de una rueda de influencias y a cada paso que damos en alguna dirección, siempre contamos con el óbolo indirecto de algo o alguien que nos induce a seguirlo. La mayoría de las veces, por no decir todas, no somos conscientes de que estamos siendo mangoneados, llegando al punto extremo de que nos creemos a pies juntillas que somos nosotros, y únicamente nosotros, los que hemos tomado una decisión libremente, sin la presión ni el influjo de nada ni de nadie.

En aquellos momentos en los que no estamos decidiendo nada, mantenemos una conducta automática de la que tampoco tenemos conciencia, porque es la habitual y repetitiva que marca el ritmo de nuestras vidas. Lo más chocante es que al mismo tiempo que estamos siendo influenciados, también actuamos como potenciales agentes de influencia de los demás, cerrando un círculo que según el contexto, puede resultar diabólico.

No se trata de que nos dejemos llevar sin ton ni son por el prójimo, la publicidad, las pro-mociones, la familia o el tendero de la esquina que me cae simpático, la cuestión es mucho más compleja. A la hora de tomar una decisión o encaminar nuestros pasos hacia alguna meta, calibramos concienzudamente los pros y los contras basándonos en la experiencia o los conocimientos de otros, que pueden estar representados por expertos o cantamañanas, pero que nos convencen por alguna razón. Por ese motivo tiene tanta importancia el espejo en que nos miramos a la hora de emprender nuevos proyectos, porque si damos con un buen agente de influencia tendremos una probabilidad de éxito mucho mayor que si con quien nos tropezamos es con el soplagaitas de turno, que encandila pero carece de valor intrínseco. La fórmula que usualmente se suele seguir, es mirarse en los espejos donde lo hace la gran mayoría de nuestros iguales, pero el riesgo en este posicionamiento es que las mayorías también son susceptibles de equivocarse como los que más.

Ser crítico con las decisiones y los comportamientos propios no es fácil, sobre todo por-que solemos pensar que los errores los comenten los demás, los nuestros representan únicamente fallos en la elección de la influencia, con lo que compensamos rápidamente la supuesta equivocación. Posiblemente la mejor forma de afrontar las influencias es mirar con ojos críticos y plena conciencia, pero ese trabajo lo solemos realizar solamente cuando lo que nos estamos jugando es fundamental para nuestro futuro y las consecuencias son consideradas por nosotros mismos, más que esenciales. El caso más ejemplar es cuando somos tentados a cometer una acción ilegal o fuera de la norma social, y escudriñamos con escrupuloso recelo las consecuencias, sopesando los beneficios y maleficios de la actuación que vamos a llevar a cabo.

De todos es sabido que uno de los influjos más multitudinarios se asienta en los medios, donde la televisión es la reina indiscutible. En los últimos tiempos las series de televisión han calado profundamente en las audiencias y consiguen llegar a ser de “culto”. Un ejemplo sobresaliente lo encontramos en la serie “Breaking Bad”, que ha vuelto a poner en candelero el mundo de las drogas en el más histriónico de los planos, donde juegan un papel estelar los traficantes, el dinero y los adictos en un entramado sofisticado de entresijos personales a través de un enfermo terminal.

Dentro de su hiperrealismo se entrecruzan escenas muy elaboradas de cómo “cocinar” metanfetamina en una caravana con algunas nociones de química, de cómo se gana dinero a espuertas o de cómo inyectarse heroína siendo un principiante, todas ellas enseñanzas inservibles para la prevención y promocionales para la ejecución de comportamientos de alto riesgo. Queda patente que ésta puede ser una forma de influencia incontrolable para un gran sector de la población joven, que puede pensar que canalizar sus esfuerzos en estas hazañas le reportaría pingües beneficios.