La novedad es siempre algo complejo.
Por un lado, despierta interés y conecta especialmente con las nuevas generaciones, en buena medida porque se distancia de lo que hasta entonces era considerado “tradicional”. Por otro lado, precisamente por su carácter transgresor, suele suscitar desconfianza y críticas entre sectores más conservadores o entre quienes prefieren mantener el statu quo. Esto ocurre en todos los ámbitos sociales, pero cuando la novedad se relaciona con la tecnología, las reacciones suelen ser todavía más intensas.
Hace más de dos mil trescientos años, allá por el 370 a.C., Platón escribió uno de sus diálogos filosóficos más famosos, Fedro. En él recoge algunas de las ideas atribuidas a Sócrates respecto de la retórica y la escritura. En ese texto, Sócrates narra el mito egipcio de Theuth, el dios que inventó la escritura, quien presenta su creación al rey Thamus. Sin embargo, el rey rechaza la escritura, advirtiendo que lejos de fortalecer la memoria, provocará el olvido, pues las personas confiarán en lo escrito en lugar de ejercitar su mente. Según Sócrates, la escritura da la apariencia de sabiduría, pero no su realidad, ya que el texto no puede defenderse ni responder a preguntas como lo haría una persona en un diálogo.
A día de hoy sabemos que la escritura no solo nos hace más sabios, sino que es una herramienta fundamental para el desarrollo del pensamiento crítico, a pesar de los recelos que despertara otra. Y bajo este mismo principio hay quien actualmente habla de “las pantallas” como esa reencarnación de la preocupación socrática por el olvido y el ejercicio mental. En el mundo académico, cuando hablamos de pantallas nos referimos a cualquier dispositivo tecnológico que para su consumo o utilización -fundamentalmente audiovisual- necesitamos hacerlo a través de una pantalla. En este amplio abanico de gadgets nos encontramos fundamentalmente con televisiones, tablets, videoconsolas, ordenadores y móviles (smartphones).
Tradicionalmente el foco en la investigación se ha centrado en la variable “tiempo de pantalla” para medir el daño que un uso inadecuado de las pantallas puede producir en poblaciones vulnerables. Dada la amplia variabilidad de conductas posibles online, así como tipo de contenidos y variables moduladoras que están relacionadas con las pantallas, centrarnos únicamente en el tiempo de uso es reduccionista. La evidencia científica más reciente, incluyendo revisiones sistemáticas y meta-análisis, muestra que el impacto del uso de televisores, tablets, videoconsolas y ordenadores en la infancia y la adolescencia es generalmente pequeño pero significativo y muy variable según el dispositivo, el contenido, la edad y el contexto. En términos físicos, por ejemplo, un uso prolongado de televisión y ordenadores suele vincularse a mayor sedentarismo y riesgo de obesidad, así como a hábitos alimentarios poco saludables. Desde el punto de vista cognitivo, en los más pequeños (menores de 6 años), el exceso de pantalla puede retrasar el desarrollo del lenguaje, perjudicar la autorregulación emocional y empeorar la tolerancia a la frustración. En cuanto a la salud mental, se encuentra una correlación pequeña pero consistente con síntomas de depresión, menor bienestar emocional y ansiedad, mediada en parte por alteraciones del sueño y la falta de actividad física.
De todos los aparatos con pantalla al alcance de los más jóvenes, el que más debería preocuparnos es, a mi juicio, el teléfono móvil. Ese pequeño “teléfono” que irónicamente dejó de utilizarse para llamar hace ya tiempo por considerarse invasivo, sobre todo entre las nuevas generaciones, es a todos los efectos un ordenador en miniatura con acceso inmediato a cualquier tipo de recurso, contenido o información online. Más allá de los consabidos riesgos que en estas edades podemos encontrarnos en internet (grooming, sexting, etc.), el tiempo de uso no es necesariamente la variable más relevante sobre la que tenemos que incidir. Obviamente tenemos recomendaciones generales como la no exposición a pantallas antes de los 3 años y tiempos razonables de exposición a partir de entonces y dentro de esos márgenes la situación se presupone controlada. Pero más allá de todo esto, personalmente me gustaría centrar la importancia de este artículo en el contenido. ¿Qué están consumiendo los menores a través del móvil?
En España, 9 de cada 10 niños, niñas y adolescentes entre 9 y 16 años es usuario de alguna red social. El 67% usa las redes a diario y, de media, a los 10 años ya tienen un teléfono móvil propio. A la vista de estos datos el análisis del uso que los menores realizan de este dispositivo es más necesario que nunca. Precisamente, dada su versatilidad y facilidad de acceso en cualquier lugar, el móvil ya forma parte indisociable de nuestro funcionamiento diario como adultos. Cada vez es más habitual ver a bebés delante de una pantalla en un bar mientras los padres charlan tranquilamente, niñas en la sala de espera del médico viendo Instagram o niños deslizando el dedo por la pantalla sentados en el carro del supermercado. En el mundo de la crianza ya existen evidencias significativas de cómo los padres y madres que utilizan el móvil como un “chupete digital” para calmar las rabietas de sus hijos están perjudicando el desarrollo de habilidades de autorregulación en el menor, desembocando en un peor control emocional y manejo disfuncional de la ira.
La mayoría de las veces, los recursos a los que se acceden son los que se presentan en las redes sociales. YouTube, WhatsApp, Instagram o TikTok son las plataformas más utilizadas sobre todo en edades tempranas, con un amplio abanico de contenidos a su alcance. Del mismo modo que en el mundo de la nutrición hablamos de “comida basura” para referirnos a aquellos productos diseñados para ser atractivos al gusto pero que aportan muchas calorías con pocos nutrientes beneficiosos, en el mundo digital nos encontramos con cantidades ingentes de contenido digital basura. Dado que no es lo mismo que una niña de 4 años vea un vídeo de 30 minutos en YouTube de un documental de animales a que vea 30 vídeos aleatorios en TikTok de 1 minuto, y siguiendo el paralelismo nutritivo, he querido acuñar el concepto de “contenidos vacíos”.
Podríamos definir los contenidos vacíos como aquellos contenidos digitales que captan la atención inmediata pero carecen de valor sustancial en términos informativos, formativos o reflexivos. Su consumo continuado no solo deteriora funciones ejecutivas clave como la atención sostenida y el pensamiento crítico, sino que también afecta negativamente a la regulación emocional, reduce la tolerancia al aburrimiento y promueve un patrón de búsqueda compulsiva de estímulos inmediatos, rápidos y superficiales.
Es importante distinguir los contenidos vacíos de aquellos contenidos de entretenimiento. Mientras que los primeros ofrecen una estimulación rápida y superficial sin apenas huella cognitiva o emocional, el entretenimiento puede cumplir funciones psicológicas valiosas: promueve la desconexión saludable, favorece el bienestar emocional, estimula la creatividad o genera cohesión social cuando es compartido. La clave diferenciadora no está tanto en la categoría del contenido (informativo, formativo o lúdico), sino en la profundidad del procesamiento que promueve y en la capacidad que tiene para generar aprendizajes, emociones complejas o reflexiones posteriores.
Ahora bien, igual que no es perjudicial comerse una hamburguesa de vez en cuando o que un niño coma chucherías en un cumpleaños, el consumo ocasional de contenidos vacíos no representa un problema en sí mismo. Puede ser incluso funcional si se realiza de manera consciente, dosificada y en equilibrio con otros tipos de contenidos que favorezcan el desarrollo cognitivo, emocional y social. Además, el tipo de contenido debe ser siempre adecuado a la edad y al momento evolutivo. Una niña de cuatro años, por ejemplo, no debería estar expuesta a plataformas como TikTok, donde predominan contenidos acelerados y poco filtrados, pero sí podría beneficiarse de ver dibujos animados como Bluey, que promueven la imaginación, la empatía y el aprendizaje emocional.
Esta dinámica de consumo de contenidos vacíos contribuye a lo que podemos denominar obesidad cognitiva: un fenómeno caracterizado por la acumulación excesiva de información o estímulos que saturan la mente sin nutrirla intelectualmente ni emocionalmente. Al igual que la obesidad física resulta de la ingesta habitual de calorías vacías que sobrecargan el organismo sin aportar nutrientes esenciales, la obesidad cognitiva refleja una mente repleta de estímulos, pero empobrecida en recursos para pensar, concentrarse o gestionar emociones de forma saludable.
En definitiva, la cuestión no es demonizar las pantallas ni los móviles, del mismo modo que no culpamos al cuchillo por el uso que hagamos de él. La tecnología es una herramienta y, como tal, su impacto dependerá siempre del uso que le demos, de la educación que brindemos sobre ella y del sentido crítico que seamos capaces de desarrollar en quienes la utilizan. Sin embargo, si permitimos que nuestros hijos y también nosotros mismos conviertan el consumo de contenidos vacíos en un hábito cotidiano y automático, no deberíamos sorprendernos cuando sus mentes se parezcan a un estómago saciado de bollería: lleno, pero desnutrido.
La pregunta, entonces, no es cuánto tiempo pasamos frente a una pantalla, sino de qué la estamos llenando. Quizá hoy Platón y Sócrates advertirían, no ya del riesgo de olvidar por confiar en lo escrito, sino del riesgo de dejar de pensar por vivir permanentemente distraídos. Y es que más que nunca, la verdadera sabiduría no está en tener acceso a toda la información, sino en saber detenerse, elegir bien y preguntarse por qué consumimos lo que consumimos.