«Esa tendencia a poner el acento en el misterio de la condición humana en singular
y no en plural, en las condiciones, que no son misteriosas sino concretas.»
Belén Gopegui. Existiríamos el mar.

Chivos expiatorios, rituales y convivencia

En épocas de incertidumbre se activa con facilidad la búsqueda de chivos expiatorios, en un intento de apaciguar una sensación incómoda de amenaza. Le ha tocado ahora el turno al botellón, una práctica ya veterana que parece haber experimentado cierto auge bajo la pandemia, y cuyo tratamiento mediático encaja como un guante en «la sociedad del espectáculo» descrita ya en 1967 por Guy Debord[1]. Una sociedad que, dicho sea de paso, invisibiliza a la elevada proporción de jóvenes que viven su ocio con otros estilos y formatos. Jóvenes que no dan juego, cabría ironizar.

En un confinamiento inédito del que derivaron un sinfín de restricciones, no siempre coherentes, se fue fraguando cierto afán de transgresión que, más que cuestionar las instituciones, pretendía burlar la supervisión adulta para centrarse en su propósito real: divertirse en común. Como escribe Byung-Chul Han (2021)[2], «lo cíclico de la fiesta viene de que los hombres sienten periódicamente la necesidad de congregarse, ya que su esencia es la colectividad.» Una dinámica no exenta de conflictos, dado que pone sobre la mesa la necesidad de conciliar intereses diversos y a veces divergentes (el descanso, la fiesta, etc.) Lo cual sitúa el asunto del botellón ante su principal desafío: una cuestión de convivencia.

Nada nuevo bajo la luna

No está de más recordar que ya antes de la pandemia se hacía botellón: 42 de cada 100 jóvenes de 15-24 años (46,5 % de hombres y 37,2 % de mujeres) lo habría practicado en los doce meses anteriores según el último EDADES[3] publicado, cuyo trabajo de campo se realizó entre febrero y marzo de 2020. El último ESTUDES[4] (consumos de drogas entre estudiantes de 14-18 años), cuyo trabajo de campo se realizó entre febrero y abril de 2019, encontró que algo más de la mitad (51,3 %) había hecho botellón el año anterior (53,8 % de las chicas y 48,6 % de los chicos). Porcentajes que se reducen sensiblemente si tomamos como referencia los 30 días anteriores a la encuesta (22,6 %, siendo entre las chicas el 23 % y entre los chicos el 22,1 %).

Lo novedoso es que, obviando los conocidos usos y costumbres de la sociedad adulta, que también ponen a prueba la paciencia del vecindario en su terraceo diurno y nocturno, proyectamos sobre la gente joven la rabia y el desconcierto provocados por la pandemia. Sin demasiados matices, sin hacer el esfuerzo de escuchar los significados de la conducta denunciada.

Sin contexto cualquier conducta parece excéntrica

Dada la presencia del botellón anterior a la pandemia, y teniendo en cuenta lo agudo del confinamiento y las posteriores restricciones, cierta efervescencia de esta práctica parecía más que probable. Como respuesta al deseo de no ver cancelada la vida cotidiana, y al impacto de una gavilla de factores que, si bien ya existían, se han visto agudizados, dando más empuje, si cabe, a la búsqueda de diversión:

  • incertidumbre como seña de identidad de una época que, aunque no solo afecta a la gente joven, tiene sobre ella un efecto particularmente frustrante;
  • precariedad rampante, con estudios que se prolongan sine die, tasas elevadas de desempleo, imposibilidad práctica de emanciparse dados los precios del alquiler de vivienda;
  • malestar emocional como una de las consecuencias graves de la pandemia, que parece mantenerse en el tiempo.

Sobre este telón de fondo emerge el confinamiento, las limitaciones, cierto afán persecutorio de la sociedad adulta… Que en tales circunstancias se produzcan descargas como la que el botellón representa no parece especialmente extravagante.

Responder con equilibrio y honestidad

No suele ser buena idea dejarse llevar por el fragor del momento para exigir medidas que resuelvan de inmediato los problemas. Mejor haríamos como sociedad adulta tratando de conocer el fenómeno del botellón en toda su complejidad en vez de pretender sacudírnoslo de encima recurriendo al fácil expediente de su demonización. Entender, que no es solo cuantificar, sino, además, entrar al corazón de la experiencia: qué se espera de ella, qué se consigue, qué aporta, por qué se repite… Como escribe Edgar Morin (2020)[5], «necesitamos un modo de conocimiento y de pensamiento capaz de responder a los desafíos de las complejidades y de las incertidumbres.» Simplificar no sirve de gran cosa.

Lo que parece claro es que el mero control policial no es una solución a fenómenos sociales complejos como el que nos ocupa. Se pueden esbozar algunas otras propuestas, aunque ninguna, me temo, a corto plazo:

  • para quienes creemos en las posibilidades de la educación, este fenómeno es una ocasión excepcional para abordar con adolescentes valores como la empatía;
  • un compromiso de los medios de comunicación para dejar de escarbar morbosamente en el asunto ayudaría a restarle algunas toneladas de atractivo;
  • coherencia adulta en las medidas; es bastante cuestionable, por ejemplo, que las sociedades gastronómicas hayan podido abrir cuando aún las lonjas juveniles permanecían cerradas; como lo es la invasión por terrazas del espacio público frente a la dificultad juvenil para el encuentro;
  • hacer una apuesta más contundente por aplicar medidas orientadas a favorecer la emancipación juvenil, tratando de evitar estancamientos que conviertan la vida en un eterno presente.

Poco a poco, las aguas irán volviendo a su cauce. Ojalá hayamos aprendido a afrontar estos fenómenos sociales con una mayor racionalidad.

[1] Debord, Guy (2005). La sociedad del espectáculo. Pre-Textos: Valencia.

[2] Han, Byung-Chul (2021). La desaparición de los rituales: una topología del presente. Herder: Barcelona.

[3] OEDA (2021). EDADES 2019/2020. Encuesta sobre alcohol y otras drogas en España. DGPNSD: Madrid.

[4] OEDA (2020). Informe 2020. Alcohol, tabaco y drogas ilegales en España. DGPNSD: Madrid.

[5] Morin, E. (2020). Cambiemos de vía: lecciones de la pandemia. Paidós: Barcelona.