El 20 de febrero nació mi padre y no lo celebro. Esa fecha en el calendario quedó en un segundo plano hace ya casi tres décadas. Celebro el 13 de abril: el día en que mi padre decidió volver a nacer, cambiar de vida y empezar de nuevo. Dejó atrás años oscuros marcados por la adicción y eligió vivir. Desde entonces, cada 13 de abril conmemoro, no solo su recuperación, sino también su coraje.

Mi padre lleva 29 años en recuperación. Y digo «en recuperación», no «curado», porque la adicción no desaparece: se aprende a convivir con ella, a reconocerla, a sostenerse sobre herramientas que uno mismo va construyendo con enorme esfuerzo. La recuperación no es un destino, es un camino diario, un ejercicio profundo de voluntad, humildad y compromiso personal. Así lo he entendido. Cada día, mi padre decide seguir adelante, levantarse cuando se tropieza y vivir con una pasión inmensa todo lo que hace. Y cuando digo todo, es todo.

He crecido muy cerca de esta enfermedad. Aunque yo no he sido adicta, la he vivido en segunda persona, que no es lo mismo que experimentarla en primera, pero tampoco es quedarse fuera. La adicción atravesó nuestra vida familiar. Hoy en día tengo personas muy cercanas que están iniciando tratamiento o considerando dar ese paso. Mi historia se entrelaza inevitablemente con la de ellas.

Mi padre siempre me habló claro y sin tapujos sobre su enfermedad. Incluso ahora, cuando compartimos tiempo a solas, le sigo haciendo preguntas. Él me responde con una honestidad brutal, con el peso de quien ha mirado al abismo y ha decidido regresar. Me habla de sus ingresos, de las interminables terapias, de las relaciones personales antes, durante y después del tratamiento. Hablamos del sentimiento de culpa, de la evolución emocional, de lo que uno pierde y, también, de lo que puede ganar si logra mantenerse firme. Siempre me recuerda algo —que aún hoy me impacta—: que, de no haberse tratado, estaría muerto.

Tiene un don natural: el de ayudar y empatizar con quienes atraviesan esta batalla. No lo hace desde la teoría, sino desde la experiencia, desde la herida convertida en sabiduría. Porque 29 años de camino no solo te convierten en veterano, también en espejo, en sostén, en guía para otros que hoy apenas comienzan.

Lo que más me conmueve de su historia no son los años en recuperación, sino un momento muy concreto que él suele contar con serenidad: una noche, al llegar a casa, nos vio dormidos a mi hermano y a mí. Y en ese instante entendió que no quería dejarnos huérfanos. Que si alguna vez faltaba, fuera por la vida misma y no por la adicción. Ese gesto de amor silencioso, esa decisión íntima y profunda, cambió su destino. Y también el mío.

Reconozco que su carácter no es fácil. A veces lo llamo, con todo mi amor, “salvaje”, porque conserva esa vena rebelde, libre, incontrolable; como si llevara dentro una brújula que solo él entiende. Es la persona que más quiero y admiro, incluso —o quizá precisamente— con todos sus defectos. Nuestra relación es intensa, real, imperfecta y profundamente verdadera.

Recuerdo las visitas de los domingos al centro donde estaba ingresado. Había jardines, una pista de fútbol, otros niños visitando a sus padres. Recuerdo sus abrazos, tan fuertes que parecía que quisiera absorbernos la vida entera. Abrazos que eran una forma de pedirnos perdón, por sus ausencias, por el daño causado, por los vacíos.

En una de esas visitas le regalé una pulsera de hilo de colores. Algún 13 de abril he repetido ese gesto, como símbolo de que seguimos aquí. Juntos. Celebrando.

Hoy tengo 34 años. Tras años de terapia —con el mejor de todos, el Dr. Fleitas, a quien siempre agradeceré su acompañamiento— he enfrentado mis miedos, mi lado oscuro y también mi impulso de cuidadora empedernida, esa parte que amo y que al mismo tiempo detesto de mí. He trabajado mi historia hasta comprender que ya no quiero vivir solo para sostener a otros: quiero acompañar desde un lugar nuevo, profesional, cuidado y libre. Por ese mismo motivo, dejé atrás mi trabajo y ahora estudio psicología para llevar a cabo, no solo mi objetivo profesional, sino también una parte de mi historia que este trastorno me ha hecho entender y ser.

A lo largo de los años, mi manera de pensar sobre esta enfermedad ha cambiado profundamente. Al principio, desde la ignorancia, creía que la adicción era simplemente una cuestión de fuerza de voluntad. Incluso, en ciertos momentos, pensé que las personas adictas eran egoístas, incapaces de empatizar o de ver el sufrimiento que provocaban a su alrededor. No entendía cómo alguien que decidía tratarse podía recaer, ni cómo les pesaba más la adicción que su propia vida. Me costaba aceptar que el amor no fuera suficiente motivo para dejar de consumir.

Pero con el tiempo, con los testimonios de personas cercanas, con mi creciente inquietud por entender este trastorno en profundidad y, sobre todo, ahora que estudio el funcionamiento del cerebro y el comportamiento humano, he comprendido que esta lucha entre la razón y la adicción es una de las guerras más duras que puede librar una persona. Que una recaída no significa volver a empezar de cero, sino continuar un proceso largo, complejo y profundamente humano.

También he aprendido algo que me emociona reconocer: mi padre sigue tratándose. Aunque lleva 29 años en serenidad, sigue yendo a terapia, acude a sus visitas médicas y no baja la guardia. Ha aprendido a ser constante, a sostener su compromiso, incluso cuando el entorno cree que “ya está bien”. Porque él sabe —como muchos— que la adicción no se cura, se cuida.

Hace poco, tomando un café con el padre de mi mejor amiga Eva —un hombre muy inteligente y sensible— hablábamos de juicios y prejuicios. Me dijo una frase que se me quedó grabada:

“No tenemos que juzgar a las personas, tenemos que juzgar los actos de las personas”.

Desde entonces, cuando hablo sobre adicciones, siempre vuelvo a esa frase. Porque no hay que juzgar al adicto: hay que juzgar la adicción. La adicción es una enfermedad real, compleja, dolorosa. No es un fallo moral. Y si bien puede causar daño, ese daño no define a la persona.

Cada persona adicta en tratamiento es un testimonio de coraje. Cada familia que acompaña, un acto de amor invisible. Y cada profesional que sostiene el proceso, una pieza clave del puzzle.

Hace poco mi padre me mandó un enlace. En él, Aimar Bretos entrevistaba en Hora 25 al Dr. Luis Carrascal, especialista en adicciones y fundador de Hay Salida. Escucharlo fue emocionante. Él fue uno de los profesionales que trató a mi padre. Oír su voz me conmovió más de lo que imaginaba.

En la entrevista, Carrascal hablaba de la dignidad de la persona más allá de su adicción, del acompañamiento humano y de que siempre —siempre— hay posibilidad de salir si se encuentra el sentido. Y también dijo algo que me resonó profundamente, algo que me ayudó a seguir comprendiendo esta enfermedad desde dentro: que muchas veces, detrás de una adicción, hay un trauma temprano, no siempre visible, no siempre reconocido. Un abandono, un abuso, una carencia afectiva que deja una herida profunda y que convierte a la sustancia en una forma de regular el dolor, de calmar el vacío, de sobrevivir emocionalmente.

El doctor explicaba que la adicción no es solo una conducta impulsiva o destructiva: es también un intento desesperado de estabilizar una vida emocional desbordada. Y que el tratamiento no es solo dejar de consumir, sino aprender a sostenerse emocionalmente sin esa sustancia. 

Entonces pensé en Viktor Frankl y cómo escribió en El hombre en busca de sentido (1946):

“A quien tiene un porqué para vivir, podrá soportar casi cualquier cómo”.

Mi padre encontró su porqué: nosotros, su familia, su deseo de volver a ser. Ese sentido fue más fuerte que cualquier sustancia.

Este texto nace del deseo de compartir una historia real, vivida muy de cerca. Una mirada honesta, empática y agradecida hacia quienes enfrentan la adicción y hacia quienes les acompañan. Detrás de cada proceso hay una persona que lucha por reconstruirse y, casi siempre, otra a su lado que también necesita ser vista, comprendida y sostenida.

Quiero aprovechar este texto para agradecer a todos los profesionales, compañeros y familiares que acompañaron a mi padre. Ellos forman parte de su historia y, también, de la mía.

El 13 de abril seguimos celebrando la vida. Y yo sigo eligiendo creer en las segundas oportunidades. Sigo eligiendo acompañar desde el amor, el conocimiento y la verdad.

Porque cada día, como él me ha enseñado, es el día que se elige vivir.