Bueno, diréis, a esta gente se le está yendo definitivamente la cabeza… ¿Qué diantres tendrán que ver estos temas entre sí para lanzar este titulito? Lo cierto es que nos encanta estar “cuerd@s de atar” (dadle una vueltita al término, que es interesante…) y plantear, tal como hacíamos en la breve comparación entre la educación afectivo-sexual y la educación sobre drogas (ver aquí), algunos paralelismos reveladores.

España 2019: habrá quienes consideren, todavía mucha gente, seguro, y herencia del nacionalcatolicismo mediante, que un señor con alzacuellos es la persona más adecuada para teorizar y aconsejar sobre las cuitas y desvelos conyugales. Sospechamos que muchas de las futuras personas casadas, sean creyentes o no, ya no están tan convencidas de esto, aunque lo consideren como un trámite si se trata de emular el boato que nos venden las revistas “rosas”, cuya salud económica es inversamente proporcional a la salud mental de un país.

Si no es vuestro caso, ni una cosa ni la otra, pero todavía os estáis preguntando que demonios (Ave María Purísima) hace Consumo ConCiencia hablando de esto, os invitamos a reflexionar sobre el hecho de que la mayoría de la educación sobre drogas (el grueso a nivel institucional) de eso que mal llamamos “prevención”, la lleven a cabo personas que se enorgullecen y consideran la cualidad óptima para el desempeño de su trabajo el hecho de ser vírgenes, célibes y, por qué no decirlo, un poquito inquisitoriales; psicoactivamente hablando, claro. Como es lógico, esto sólo tiene sentido si se considera que todo lo que tienes que saber y decir, respecto a las ilegales, claro, es NO, como nuestra querida Nancy.

Así es. Esto resulta “comprensible” sólo teniendo en cuenta el análisis, por ejemplo, del Grupo IGIA, respecto a que “las campañas supuestamente preventivas son la expresión hecha discurso de los criterios políticos penalizadores con los que se está afrontando el tema” y entender, por tanto, que el enfoque dominante en la “prevención” es una extensión de la doctrina prohibicionista.[1]

Much@s estaréis pensando que la valoración sobre el celibato psicoactivo no es exacta, y efectivamente no lo es, pero escribir artículos que provoquen la reflexión con la premura a la que nos vemos obligad@s exige siempre un componente de simplificación importante. Desarrollando algo más el tema, sin embargo, vemos que, claro, hay“preventólogo@s” (“drogabusólog@s” como los llama nuestro querido Eduardo, el Hidalgo de la triste figura) que sí reconocen alguna “canita al aire” en su juventud, pero que ahora se erigen en garantes de que las generaciones subsiguientes no tengan derecho a experimentar como ell@s lo hicieron.[2]

 

También podríamos hablar del modelo de “educador/a” que parece haber saltado desde los diez años directamente hasta los cuarenta, y que, entre suspiros por la degeneración de esta juventud de hoy día, abronca sistemáticamente a las criaturas adolescentes por estar más interesadas en su apertura al mundo en términos relacionales (salpimentada o no con el uso de sustancias) que en los logaritmos neperianos y en el sujeto, el verbo y el complemento directo, como Dios manda.

En cualquiera de los casos, se suele producir (afortunadamente no siempre) una mixtura entre el pensamiento normativo-prohibicionista asumido, una ignorancia inducida (y, en parte, aceptada) y un tono condescendiente a la hora de dirigirse a las y los adolescentes que, ya perdonaréis, a algun@s no sólo nos repatea los higadillos sino que nos parece muy pobre educativamente hablando; por ser suave con el calificativo.

Por otro lado, confiamos en que esta crítica a las exhibiciones orgullosas de castidad (falsas, insistimos, referidas sólo a las drogas proscritas) en absoluto se confunda con una insinuación de que haber consumido sustancias varias convierte a nadie en conocedor del tema y, ni mucho menos, que le otorga capacidad de educar sobre él, del mismo modo que haber follado mucho en baños de discotecas no convierte a alguien en sexólog@ (esto es muy obvio, ¿no?). Por supuesto, hacen falta muchos cientos de horas de investigación, de lectura, de escuchar experiencias y también de entender el pulso de la calle para saber mínimamente de esto, como de cualquier otro tema.

Ahora bien, según nuestra irritante simplificación, estaréis pensando ¿por qué parece que analizáis el uso de drogas como simple experimentación infanto-juvenil, voto a bríos? Pues toda la razón tiene esa crítica, pero dadnos tiempo porque en absoluto es esa nuestra visión, y a ello vamos en lo que sigue.

Como hemos repetido en múltiples espacios, siempre con riesgo de linchamiento público, no sólo es obvio que en ningún momento de la historia ni en ningún lugar del mundo ha existido una comunidad humana que no haya utilizado sustancias psicoactivas, sino que esta realidad antropológicamente incontestable se mantiene hoy en día. Así, las seguimos usando cotidianamente todas las personas sin excepción, bien sea para sedarnos o relajarnos, para mitigar el dolor, para estimularnos, para evadirnos de una realidad hostil, para romper la rutina psíquica, para generar contacto o empatía, etc., y tanto las legales (alcohol, tabaco, diacepam (Valium), loracepam (Orfidal), paracetamol (Termalgin), café, cacao, sildenafilo (Viagra), fluoxetina (Prozac) etc.), como las ilegales (cannabis, cocaína, MDMA, LSD, hongos psilocibios, etc.)

Por tanto, analizar el asunto del consumo como locurillas de juventud y centrar la discusión en los modos de encauzarlas correctamente no es que sea pobre, es que es paupérrimo, tanto como lo sería decir que nuestras conductas sexuales son cosa de ardores juveniles. De modo que la propuesta sensata no puede ser sino la de ponernos “pinkfloydian@s” y derribar el Muro prohibicionista a patadas, lo que exige desmontar, deconstruir toda la delirante estructura mental, de “conocimiento” que en tan pocas décadas ha instalado en el imaginario.

La reconstrucción, insistimos, nos obliga a saber más sobre drogas, a aprender lo máximo sobre este amplísimo tema, sobre historia, sobre economía-política y sociología (para entender de dónde venimos y por qué) y, al tiempo, a ampliar nuestros conocimientos farmacológicos en un, ya idílico, horizonte abierto, libre de prejuicios e ideas falsas y lleno de colorido. Donde no se admitan esquemas delirantes del tipo “droga (ilegal) caca”, “alcohol, todo bien” (excepto con el uniforme preventológico y al hablar sobre y con l@s jóvenes) y “Tramadol, Lyrica, Rubifén o Risperdal, estupendo” (esto último, ¡sobre todo! con el uniforme preventológico puesto), y que esto sea sustituido por conocimiento de verdad, por reflexión (duele esto de pensar, pero hay que hacerlo…) y por la voluntad de convertir este enorme manicomio al que llamamos sociedad en un lugar más amable y más sensato.

[1] González Zorrilla, C. et. al., Repensar las drogas, Grupo IGIA, Barcelona, 1989

[2] Eduardo Hidalgo, autor de media docena de libros y de innumerables artículos, es a nuestro juicio el tipo que más sabe de drogas de este país. Sí, sí, sobre drogas y no contra las drogas, desde todos los planos científicos. Y, por cierto, licencia hecha, hay que decir que de triste tiene más bien poco…