Yana tiene 17 años, está embarazada y llega a la consulta a punto de tener a su bebé. Está horrorizada porque en el hospital donde se atiende le dijeron que podrían quitarle a su niña si en el análisis de control salía positivo su consumo de cocaína, pero nadie le ofreció ayuda.
Manuela, de 39 años, llega al grupo terapéutico habiendo perdido un embarazo muy avanzado. No pudo inscribir el nacimiento de su bebé ni despedirlo. No se atrevió a preguntar si su adicción tuvo que ver con esa terrible desgracia, pero ya carga con una culpa infinita y sin remedio.
Juana, de 31 años, madre de mellizos de 4, está a punto de perder la tutela de sus hijos porque no logra frenar el consumo de pasta base y los expone, sin quererlo, a situaciones de riesgo.
Santina, de 34 años, madre de siete hijos y consumidora diaria de alcohol, enfrentó la intervención del Estado luego de que su bebé sufriera un traumatismo cerebral al caer por la escalera. Tras la internación del niño, se determinó la tutela estatal de todos sus hijos, quienes fueron separados y derivados a distintos hogares.
Estas mujeres tienen mucho más en común que el consumo de sustancias psicoactivas y la maternidad. Cargan en sus espaldas el peso múltiple del estigma en todas sus vertientes: “malas madres”, “irresponsables”, “prostitutas”, “fiesteras”. Estas son solo algunas de las (más suaves) etiquetas que muchas veces se traducen en violencia y maltrato por parte de las instituciones que intervienen en sus vidas para “ponerlas en orden”.
Así, suelen llegar a la consulta con unos mecanismos de defensa tan exacerbados que lograr su confianza es una tarea minuciosa, lenta, puesta a prueba una y otra vez. Su autoestima e identidad suelen haber incorporado estas sentencias y, entonces, a su propia fragilidad se le suelen agregar autolesiones, depresión, disociación afectiva, trauma, violencia y autoestigma. De este modo, se va conformando una gran rueda que se retroalimenta y refuerza la creencia, profundamente arraigada en su psiquismo, de que merecen un destino de exclusión y castigo. Así, el circuito culpa-consumo-castigo se proyecta al infinito, dejándolas al borde del abismo.
La recuperación es más que dejar de consumir alcohol u otras sustancias. Es más que someterse a un tratamiento para el trastorno por uso de sustancias. Se trata de un proceso de largo plazo que implica aprender a vivir la vida y resolver los problemas, sin alcohol u otras drogas. Pero para que haya un camino posible de recuperación tiene que haber acceso a cuidados que respondan a las necesidades de quienes están padeciendo. Maternidad y recuperación han sido, históricamente, significantes ajenos entre sí, conceptualizados en caminos paralelos que rara vez se entrecruzan. Maternar y atravesar un proceso de recuperación no deberían pensarse como realidades incompatibles, sino como fuerzas que pueden impulsarse entre sí.
Desde sus inicios, los tratamientos para el trastorno por uso de sustancias han sido diseñados pensando en los hombres. Las investigaciones en adicciones se centraron durante décadas en hombres, y los abordajes terapéuticos aún reflejan ampliamente ese sesgo. Así, en todo el mundo, la estructura de gran parte de los programas está pensada para individuos que pueden «desvincularse» de su contexto para internarse, recibir tratamiento intensivo y luego “reintegrarse” a la escena del mundo. Sin embargo, para muchas mujeres, especialmente madres, pero también cuidadoras, esta desvinculación no es posible.
Los estudios han demostrado que las mujeres que consumen sustancias enfrentan mayores barreras para acceder a tratamiento que los hombres. La falta de acceso a servicios de salud mental y apoyo psicosocial, la escasez de recursos especializados en salud materna y el temor a la judicialización y a la pérdida de la custodia de los hijos dificultan aún más la posibilidad de pedir ayuda. Además, muchas de estas mujeres son víctimas de violencia de género, lo que agrava su vulnerabilidad y refuerza el círculo de exclusión.
Cuando una mujer está embarazada o es madre, la brecha en el acceso a la atención se amplía. Se espera que, de manera espontánea y sin apoyo suficiente, “corrija” su consumo para cumplir con un ideal de maternidad que no admite fallas. Sin embargo, los espacios de tratamiento rara vez están preparados para ofrecer atención integral a madres. Son pocos los programas que incluyen perspectiva de género y que brindan alternativas para que las mujeres puedan tratarse sin verse obligadas a separarse de sus hijos. El resultado es que muchas abandonan los tratamientos o ni siquiera intentan comenzarlos. Pero luego el estigma social se refuerza (¡una vez más!): “negligentes”, “incapaces”, “egoístas”, “locas”, “fracasadas”.
Esto no es un problema menor: diversos organismos internacionales, como la UNODC, la CICAD-OEA, y ONU Mujeres, han señalado que los modelos tradicionales de tratamiento no solo perpetúan la exclusión de las mujeres con trastorno por uso de sustancias, sino que, en muchos casos, contribuyen a profundizar su vulnerabilidad.
Para que la recuperación sea una posibilidad real, es urgente reformular los modelos de atención y adaptarlos a las necesidades de las mujeres que consumen sustancias, especialmente aquellas que son madres. Algunas de las buenas prácticas y recomendaciones que la evidencia señala incluyen:
- Enfoques con perspectiva de género: Implementar programas que reconozcan las diferencias en los patrones de consumo, las experiencias de violencia y las responsabilidades de cuidado.
- Tratamientos con opciones de cuidado infantil: Crear espacios donde las mujeres puedan recibir atención sin verse obligadas a separarse de sus hijos.
- Alternativas a la judicialización: Evitar que el acceso a tratamiento implique, de manera automática, la pérdida de la patria potestad. En su lugar, fortalecer redes de apoyo comunitarias.
- Programas de reducción de daños adaptados a mujeres embarazadas y madres: En lugar de centrarse únicamente en la abstinencia, ofrecer herramientas que les permitan mejorar su calidad de vida y la de sus hijos.
- Capacitación a profesionales de la salud y del sistema judicial: Desarrollar protocolos de atención que minimicen el estigma y garanticen un abordaje basado en derechos.
- Redes de apoyo comunitarias: Promover espacios donde otras mujeres en recuperación puedan acompañar y sostener el proceso de quienes recién comienzan.
El mundo se encona con las madres consumidoras. Son el chivo expiatorio despiadado de toda la injusticia social. Se les exige perfección, instinto, sacrificio absoluto, y cuando no cumplen con ese mandato inalcanzable, la sociedad no vacila en castigarlas. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de juicios hubiera redes de apoyo? ¿Si en vez de exclusión encontraran espacios de tratamiento que comprendan su realidad? ¿Por qué no dejar de ver la maternidad como un factor estigmatizante y empezar a reconocerla como un motor de recuperación? En contextos actuales donde la perspectiva de género ha vuelto a ser eje de cuestionamientos políticos e ideológicos y se han fragilizado los derechos adquiridos, se impone la necesidad de una práctica donde la ética no sea una consigna vacía, sino el principio rector que garantice intervenciones libres de estigma y fundamentadas en el derecho a la salud y a la recuperación.
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