Trabajar como terapeuta en la deshabituación de drogadicciones implica enfrentarse a las creencias que los pacientes tienen sobre las drogas y el estigma que las rodea. Ideas que condicionan de forma relevante sus pensamientos y conductas.

Como médico especializado en conductas adictivas, a menudo recibo a residentes de medicina familiar. Mi tarea es ayudarlos a familiarizarse con el mundo de las adicciones y guiarlos durante las pocas semanas que dura su formación en la Unidad. Es frecuente que, tras pasar varios días atendiendo a la diversidad de pacientes de un consultorio público, verbalicen una idea ingenua y sincera.

“Pensaba que los pacientes eran… de otro tipo”

La clase de comentario que siempre da pie a iniciar una conversación fundamental: ¿Qué entendemos por adicto? Llevándolo al extremo. ¿Qué imagen evoca la palabra “yonki”?

La idea de yonki es particularmente interesante.

Este término, claramente despectivo, proviene del inglés  “junkie”, que a su vez viene de “junk”;  chatarra o basura. En definitiva: amasijo inútil, deshecho. Sin valor.

La propia palabra tiene sus ecos en las variantes latinoamericanas. Por ejemplo, en Argentina se habla de “fisura”, o “fisurado” para hablar de esas personas cuyo imaginario remite a las primeras temporadas de la serie Callejeros.

Es fácil trazar los orígenes culturales del icono.

En los años ochenta, el arquetipo compartido del yonki venía dibujado por la estela mediática que dejaba la epidemia de heroína. De esta forma, resultaba fácil pensar en jeringuillas, descampados y marginalidad. La llamada “ estética quinqui”

Cuarenta años después, el inconsciente colectivo ha suavizado la imagen del adicto, aunque sigue presentando una percepción estereotipada. Nuestra mente funciona con esquemas que atajan y resumen la agobiante realidad, llena de matices y grises.  Y nada más tranquilizador que meter a todo un colectivo en un mismo saco.

¿Cuál es el perfil de adicto, entonces?
Mi experiencia profesional me ha mostrado que el perfil es, en realidad, cualquier persona. Aunque haya patrones comunes, poblaciones homogéneas o factores de riesgo compartidos, he tratado pacientes de todo tipo que han desafiado el estereotipo del «yonki»

Esta deconstrucción es un paso importante, pero no es común en la sociedad.

Nuestra cultura y nuestra experiencia personal con las drogas dan forma a nuestras ideas y comportamientos hacia ellas, y más importante todavía, nuestra forma de tratar y hablar de quienes las consumen. Especialmente de aquellos cuyo consumo ha superado los niveles de la patología, los adictos.

Estos prejuicios afectan a los profesionales, a los políticos (y sus acciones gubernamentales) y en último término, afectan al propio adicto incluso antes de comenzar su proceso terapéutico.

Aquí entra el ideal platónico del yonki: ese monstruo al que nadie quiere parecerse, pero cuya figura, lejos de tener valor terapéutico, se convierte en un referente distorsionado. Un referente tan adverso e idealizado que permite distanciarse del desastre y mantener los mismos patrones de conducta aunque sean nocivos.

Pensar que las adicciones son exclusivas de quienes «tocan fondo» permite a muchos seguir negando su condición.

¡Cuántas veces habré escuchado de mis pacientes que ellos no son alcohólicos porque no vuelven a casa a cuatro patas ni han sufrido accidentes de tráfico graves!

Todo lo que no sean situaciones extremas e intoxicaciones extravagantes debe ser más digerible. Más aceptable. Porque si no se llega al extremo, psicológicamente se pueden justificar las faltas menores. Como cuando detienen a un evasor fiscal y exclama sorprendido “¡Pero si yo no he matado a nadie!”, como si los únicos crímenes relevantes fueran los de sangre.

Esta distorsión en la percepción social de las adicciones impide a la persona reconocer conductas peligrosas y alarga el proceso de autodestrucción. Retrasa en definitiva el diagnóstico y el tratamiento, haciendo que la terapia llegue tarde cuando las termitas de la adicción ya han carcomido las partes vitales del organismo.

Poner el foco en los casos más extremos y visibles —el heroinómano en la calle, el cocainómano en el baño, el alcohólico en la esquina—, sirve para ignorar la presencia silenciosa de las conductas adictivas problemáticas en contextos más cotidianos y aceptados: el trabajador que empieza su jornada con tres cervezas y un carajillo en el cuerpo, el adolescente que suma 11 horas de móvil entre entretenimiento pasivo a dosis de 10 segundos y búsqueda de validación a través de sus fotos, el joven que apuesta veinte euros todos los días (y cien en ocasiones especiales) al deporte rey, la mujer a la que resulta imposible dormir o relajarse sin tomar su pastilla y fumarse tres canutos…

Y ninguno de ellos es considerado un yonki.
A menudo, el rechazo hacia el concepto de adicto refleja un miedo y una negación hacia nuestra propia vulnerabilidad.

Parte del trauma que supone verse arrollado por una adicción es darse cuenta de que has perdido el control de tu vida y que la sustancia (o la conducta) te ha ganado el pulso con demasiada ventaja. Y nadie acepta gustoso el fracaso.

Además, el  término “yonki” (o el equivalente para otras drogas, como “borracho” “fumeta”) no solo describe, sino que sentencia. La etiqueta habla de una identidad interiorizada. No sufres una adicción, sino que eres un drogadicto. Y por ende, vales menos que un ser humano promedio. Perteneces al estrato de los parias. Los insalvables.
Normal que nadie quiera emplearlo para sí mismo y mantenga esa caricatura en un estatus inaccesible. Así se urde la trampa psicológica y las creencias normalizadoras

“No estoy enganchado, solo lo uso para relajarme»,
«Puedo dejarlo cuando quiera».
“Hay gente mucho peor que yo”

Y por encima de todo, “Yo no soy ningún yonki”

Es frecuente escuchar a los pacientes en su primera consulta decir que son personas normales. Cuando les pregunto si consideran a los adictos menos que normales, surge un incómodo silencio. Y sé de qué están hablando. De la otredad. De colocar la figura del adicto fuera del sistema. De creer que el yonki es siempre otro.

Por alimentar el tópico, he podido atender a pacientes que encajaban en el peor estereotipo de yonki (consumidor de heroína y alcohol en grandes cantidades, situación de sinhogarismo, precariedad, mala higiene…) y ni siquiera ellos se consideran a sí mismo yonkis porque conocen casos mucho más grave. ¿De qué sirve entonces la figura del yonki? Pues de horizonte inalcanzable: ese que por mucho que camines y avances, siempre te quedará lejos.

La sociedad acepta y hasta fomenta ciertas conductas adictivas en nombre del éxito, (Ser un adicto al trabajo está bien aunque no veas a tus hijos), el entretenimiento (Fin de semana de ver series en atracón, sin pensar”) o el bienestar (Date un capricho que te lo has ganado. Pilla medio gramo)

Pero cuando el control se pierde, la línea entre un hábito y una adicción se vuelve difusa. Queda entonces un panorama extraño. En un extremo, los vicios aceptables, y en otro, las adicciones destructivas. Y en medio, un desierto ignoto donde nadie sabe muy bien situarse.

Por eso es fundamental entender la adicción como un espectro de conductas, donde lo importante es la relación problemática con la sustancia o la conducta.
La pregunta no es si uno es adicto o no, sino cuántas veces ha intentado dejarlo y no ha podido, cuántas personas de su entorno ya le han advertido sobre sus excesos, o cómo se siente cuando el deseo se apodera de él y no tiene acceso al estímulo.

Cambiando el discurso individual terminará por cambiar también la conciencia colectiva.

Aceptar que nadie está exento del riesgo de una adicción implica reconocer que no se trata de una anomalía minoritaria, sino de la manifestación de un sistema que fomenta el consumo y la satisfacción inmediata. Sobre esta comprensión nace la empatía y se diluye el tabú.

Al comprender que la adicción no es una cuestión de extremos maniqueos (o controlado y funcional, o totalmente descontrolado y marginal), sino que existen en el espectro de conductas, nos daremos cuenta de que, quizá, el concepto de yonki no tenga demasiada utilidad terapéutica.

Si el yonki siempre es otro, tal vez, nadie sea un yonki.