Ana María Braga es lideresa comunitaria en la ciudad brasileña de Fortaleza, en el barrio Morro do Ouro, una zona considerada marginal, con altos índices de violencia, prostitución y microtráfico. Un lugar alejado del atractivo turístico de la ciudad donde —asegura Braga— llegaron las personas expulsadas de otros rincones, ahora reconvertidos en lujosos hoteles a pie de playa. “En este territorio, en esta misma ciudad hay diferentes tipos de vulnerabilidades, como si fueran otros países, como si pasar de una acera a otra significara cambiar de realidad”.
Barrios como el de Morro do Ouro son lugares en los que existe un gran estigma hacia la comunidad y donde viven personas que son invisibles para la sociedad, expulsadas por un sistema que no respeta sus derechos básicos y que pretende crear unas políticas públicas sobre drogas sin tenerlas en cuenta. Son lugares donde no se suele poner el ojo y que sólo se nombran para alertar sobre lo peligrosos que son. Pero ¿acaso no viven personas que deberían gozar de los mismos derechos que el resto de la sociedad?
En estas comunidades y territorios el Estado comúnmente aparece mediante la represión de las fuerzas policiales, y no tanto con un acercamiento para dialogar sobre las necesidades. La solución no pasa por mandar a la policía y detener a quienes estén vendiendo droga o consumiéndola. En primer lugar, habría que diferenciar entre persona consumidora y traficante; y si esta tiene un consumo problemático, conversar con ella acerca de las opciones y tratamientos —siempre y cuando se adecuen a sus necesidades—, así como poner a su alcance métodos para la reducción de daños. Y, en segundo lugar, más que detener o encarcelar a quienes se dedican al microtráfico o venta al menudeo, deberíamos preguntarnos por qué se dedican a ello. ¿Es porque el sistema que las ha expulsado no les da otra alternativa?
Fuera de los circuitos sanitarios, educativos, culturales, laborales y de vivienda, muchas personas ven en el microtráfico la única vía de escape para subsistir. Otras muchas no, pero creo que primero es necesario garantizar los derechos fundamentales de toda la población y bajar las políticas públicas sobre drogas a los territorios, dialogar con las personas y las comunidades, crear espacios de mediación, entender las problemáticas y desde ahí construir juntas. En definitiva, diseñar y crear una política pública que realmente ponga en el centro a las personas, ya que se ha planteado y demostrado desde los propios territorios que las políticas de represión no solucionan ninguna problemática con respecto al tráfico de sustancias, sino al contrario, traen consigo más violencia y dolor. Luana Malheiro, cofundadora de la Red Latinoamericana y Caribeña de Personas que Usan Drogas (LANPUD) y de la Red Nacional de Feministas Antiprohibicionistas de Brasil (RENFA) cuenta que muchas de las personas que reciben en la red llegan con traumas históricos generados por la prohibición de las drogas, la violación sexual por parte de la policía y del entorno del microtráfico, o la retirada del derecho a la maternidad de las mujeres usuarias de sustancias. “Esto crea un dolor que lleva a que muchas de ellas caigan en un consumo más problemático, como una manera de aguantar la situación de violación constante que habita sus vidas”.
Una represión que aumentó con la guerra contra las drogas declarada por el expresidente estadounidense Richard Nixon en los años 70, y por la que proporcionó ayuda militar a los países productores y exportadores con el fin de luchar contra el cultivo y consumo de estas sustancias. Esto desencadenó un incremento de la violencia, especialmente contra los eslabones más bajos de la cadena, llevando a cabo operativos que no hacían —ni hacen— ningún efecto al circuito ilegal. Cómo escribe el periodista Guillermo Garat en este reportaje: “Producción, salud pública, violencia, inclusión; todo ha empeorado desde entonces”.
Colombia fue uno de los países que recibió mayor ayuda militar por parte de Estados Unidos para la guerra contra las drogas y que, lejos de acabar con ella, los cultivos de hoja de coca aumentaron en todo el país, como así lo hicieron las vulneraciones a los derechos humanos. Y aquí es esencial lo que dice Olga Quintero, lideresa campesina colombiana: «Lo primero que hay que decir es que una cosa es el negocio del narcotráfico y otra muy diferente los pequeños cultivadores de la hoja de coca que lo hacen por pura necesidad, entendida desde la visión del abandono estatal hacia el campo colombiano que lleva a un desconocimiento de la pobreza y una dejadez en materia de salud, educación, vivienda y trabajo digno».
En el caso de Colombia, quienes cultivan estas plantas, que luego son convertidas en sustancias psicoactivas, son campesinas y campesinos que no tienen otra manera de sobrevivir. Personas que viven en lugares alejados de los centros urbanos y a las que le gustaría tener otro tipo de cultivos, pero que les supone más pérdida que ganancia sacar la mercancía al centro urbano para venderla. Aquí, una sustitución de cultivos debe darse bajos unas condiciones óptimas de infraestructuras y servicios que garanticen la subsistencia de esos proyectos productivos. Algo que todavía es muy complicado dada la situación de seguridad que vive el país. En 2016, el acuerdo de paz firmado con las FARC-EP garantizó un punto sobre la sustitución de cultivos de uso ilícito. Sin embargo, además de que en la anterior etapa del gobierno de Iván Duque aumentaron los operativos de erradicación forzada por parte del Ejército —que incrementaron la violencia en los territorios— muchos liderazgos que defendían ese punto del acuerdo y la sustitución fueron asesinados, ya que no existe un interés de ciertos sectores en erradicar los cultivos. Además, el Gobierno no cumplió con la sustitución de quienes ya habían arrancado sus plantas.
Con esto no quiero dejar una visión paternalista sobre las personas que cultivan, consumen y trafican, pues no quiere decir que no lo vayan a hacer si sus derechos están garantizados —de hecho, hay quienes pertenecen a clases altas que lo hacen y no por ello son tratadas de “drogadictas” o “yonkis”, conceptos muy estigmatizantes—. La responsabilidad de todo Estado es asegurar que todas las personas tengan los mismos derechos, por esta razón los temas sobre drogas son también temas sobre derechos humanos. Porque quienes sufren las consecuencias de la guerra contra las drogas y la prohibición son personas a las continuamente se les vulneran sus derechos y que están en un círculo del que difícilmente podrán salir sin la garantía de unos servicios básicos.