Existe una paradoja preocupante en salud mental y que parece que pasa inadvertida para profesionales, académicos, servicios y comunidad científica, precisamente alrededor de lo que conocemos como salud mental: aunque los trastornos por consumo de sustancias están definidos desde hace años como entidades clínicas, es decir presentan un conjunto de síntomas, signos y características que permiten identificarlos y clasificarlos como condiciones específicas de salud mental y están claramente reconocidos y definidos como problemas de salud mental en manuales diagnósticos como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la American Psychiatric Association y en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud, persiste una tendencia a separarlos del resto de los trastornos mentales, tanto en el lenguaje cotidiano como en la práctica profesional.

Es bastante habitual escuchar expresiones como salud mental y adicciones o salud mental y drogodependencias, como si los trastornos por consumo de sustancias no fueran, de hecho, problemas de salud mental o no pudieran ser incluidos dentro del conjunto de los problemas de salud mental de forma equivalente al resto. Podría parecer que las drogodependencias presentan procesos, casuísticas o mecanismos subyacentes que los pudieran diferenciar tanto del resto de los trastornos mentales como para no ser incluidos de la misma forma que los demás, pero lo cierto es que nosológicamente no existe más o menos diferencia de los trastornos por consumo de sustancias respecto otro tipo de trastornos mentales, en relación a los criterios para ser incluidos en el conjunto de los trastornos de salud mental.

Pudiera parecer que la distinción que separa las drogodependencias de la salud mental es arbitraria, o como mínimo anacrónica: fruto de la historia del desarrollo de los servicios especializados en drogodependencias basado en el asociacionismo y en el rechazo comunitario ante el problema de “la droga” propio de décadas pasadas. Esta nomenclatura es hoy en día inexacta y corre el riesgo de ser perjudicial por el sutil lenguaje estigmatizante que oculta.

Por poner un ejemplo, los trastornos de la conducta alimentaria incluyen diferentes entidades diagnósticas y requieren de tratamientos específicos en servicios especializados, pero probablemente nadie se imaginará una nomenclatura que defina la salud mental y los trastornos de la conducta alimentaria porque se entiende que los segundos están ubicados en el conjunto que representan los primeros. En cambio esta diferenciación, salud mental y adicciones, innecesaria y estigmatizante sigue presente, normalizada (en el sentido de cotidiana, incorporada, no discutida) cuando se trata de drogodependencias.

Esta separación, que también ocurre a nivel internacional, no se limita al lenguaje ya que influye en la organización de las instituciones que prestan servicios de salud mental (incluidas las drogodependencias, por supuesto). Tomando como ejemplo el caso de Cataluña, la red de servicios de salud mental excluye los servicios de drogodependencias, que se organizan en una red diferenciada (la Red de Atención a las Drogodependencias). Y aunque las redes estén conformadas por servicios especializados coordinados en un intento de promover una atención integral, se sigue hablando de una red de salud mental y adicciones. ¿Por qué motivo? ¿es simplemente por una cuestión organizativa consecuencia de haber heredado las antiguas redes de atención a los drogodependientes de los años noventa? Como decíamos, también existen otras unidades o servicios especializados dirigidos a tratar otros trastornos mentales, pero no se diferencia terminológicamente en la definición de una salud mental que los incluya. En el caso de las drogodependencias, al mantener esta nomenclatura, se refuerza la idea de que los trastornos por consumo de sustancias son diferentes: son como un patito feo de los trastornos mentales. Los patitos amarillos esbeltos y bonitos toleran que el patito gris y torpe acompañe al resto porque su mamá así los obliga, pero debe quedar claro que son diferentes. En cierta forma, parece que las adicciones a drogas no sean dignas de ser consideradas problemas de salud mental, como mínimo que no lo sean al mismo nivel que el resto de los trastornos mentales.

Ese hecho genera mucha confusión entre la población general y también entre los profesionales. No es difícil escuchar especialistas decir frases como este paciente presenta adicción al alcohol, pero también tiene un problema de salud mental o cada vez más atendemos en nuestro servicio especializado en drogodependencias a más gente con problemas de salud mental (¡como si las drogodependencias no lo fueran!), y parece que todo el mundo sobreentiende que una cosa es un problema de salud mental, considerado como algo genérico, que a su vez es algo distinto de lo que es una drogodependencia.

En un momento histórico en el que se tiene tanto en cuenta el lenguaje, que debe ser centrado en la persona para no generar estigmatización, parece sorprendente que se obvie este sinsentido conceptual que sigue estigmatizando a las personas drogodependientes: los patitos feos de la salud mental.

El estigma es una asignación o etiqueta que otros, dentro de un sistema de relaciones de poder, imponen a una persona o grupo y además disminuye el valor de una persona en el grupo social al que pertenece. En el caso de las drogodependencias, esta utilización del lenguaje genera discriminación respecto la salud mental y una nomenclatura organizacional y técnica que potencia la diferenciación, contribuye a perpetuar esta exclusión, no solo de la sociedad en general, sino incluso dentro del mismo sistema de salud que debería estar abogando por la inclusión y el tratamiento equitativo.

En un momento en el que la sensibilización por la salud mental ha aumentado notablemente, es hora de reconocer que los trastornos por consumo de sustancias son, sin lugar a duda, un problema de salud mental. Hablar de salud mental incluye el uso que hacemos de las drogas y los problemas que se les pueden asociar, incluidas las drogodependencias. Los trastornos por consumo de sustancias son reconocidos problemas de salud mental. Debemos revisar nuestro lenguaje, nuestras prácticas y la denominación de nuestros servicios para asegurarnos de que no estemos, inadvertidamente, reforzando un estigma que dificulta el acceso a una mejor salud mental para todos los que lo necesitan.

La integración de los trastornos por consumo de sustancias en el discurso de la salud mental podría ser un siguiente paso hacia la normalización de estos problemas como lo que son: problemas de salud. Es imperativo que cambiemos nuestra perspectiva sobre los trastornos por consumo de sustancias y su relación con la salud mental. La lucha contra el estigma no solo es una cuestión de lenguaje, sino también de práctica y política -la política que hacemos cada día cuando nos expresamos, cuando interaccionamos los unos con las otras y les otres (¿verdad que sí es importante el lenguaje que usamos?). Al reconocer que las adicciones son parte integral de la salud mental, podemos trabajar hacia un sistema de atención más inclusivo y equitativo que beneficie a todos los que enfrentan estos retos. Solo así podremos construir un futuro en el que cada individuo reciba el respeto y la atención que merece, independientemente de la naturaleza de su afección, de su trastorno, de su problema… en definitiva, de su lucha.

Debemos recordar que la salud mental es un continuo, y los trastornos por consumo de sustancias son una manifestación de este espectro. El lenguaje crea realidad y la pedagogía que los profesionales especializados hacemos en relación con la población general es muy importante en la sensibilización de la comunidad y contribuye en derribar las barreras que perpetúan el estigma. Son las nuevas necesidades que debemos enfrentar colectivamente, reconociendo que la salud mental abarca una amplia gama de experiencias humanas e incluyen las que se relacionan con el consumo de drogas. Reconocer la interconexión de estos trastornos no solo es un acto de justicia, sino también un paso crucial hacia una sociedad más saludable y equitativa.