Sobre qué podemos trabajar para prevenir y tratar las adicciones. O el sobredimensionamiento de las modificaciones cerebrales

Que las sustancias adictivas, su consumo reiterado, frecuente y en dosis altas, provocan cambios en el funcionamiento cerebral, resulta innegable. También provocan modificaciones en el cerebro la ingestión de alimentos, la contaminación del aire, el ejercicio físico intenso y no digamos los deportes con altas posibilidades de contacto físico entre los jugadores… Siguiendo a Hammer et al. (2013): “Toda experiencia modifica el cerebro, desde aprender un nuevo idioma a recorrer una nueva ciudad. Es cierto que no todo cambio cerebral es igual. En la adicción, la activación intensa de algunos sistemas en el cerebro hace difícil que los consumidores abandonen el uso. Factores genéticos pueden influenciar la intensidad y calidad de los efectos subjetivos de la droga, así como la potencia del craving y la severidad de los síntomas de abstinencia. En los usuarios vulnerables, las sustancias asumen propiedades como incentivo que semejan las de los alimentos y el sexo.”

Pero, como afirma Levy (2013) “la disfunción neuropsicológica que acompaña la adicción no es suficiente para considerarla una enfermedad… el adicto en abstinencia sufre de una patología, pero el adicto que está consumiendo, no. Un adicto puede sufrir una reducción en sus capacidades, provocada por una disfunción del sistema dopaminérgico y aun así ser capaz de mantener homeostasis… Declarar que la adicción no es una enfermedad del cerebro nos permite resituar al adicto en su medio social. Sufre de un trastorno sólo si su cerebro es disfuncional de alguna manera y bajo ciertas condiciones sociales.”

Sin entrar en discusión acerca de las diferencias que la evidencia científica señala entre el grado o la persistencia de las modificaciones provocadas por algunas sustancias adictivas y las de los otros ejemplos mencionados, lo más relevante es considerar qué nos aporta el conocimiento de tales modificaciones. Y qué propicia el comportamiento de consumo, desde otros ámbitos que no provienen del funcionamiento cerebral. En el caso del consumo de drogas, estos elementos se ligan a lo emocional, lo conductual, lo social y lo cultural.

Por lo mismo, resulta muy importante que no nos concentremos únicamente en lo cerebral para pensar en el consumo de drogas, su definición y las respuestas preventivas y de tratamiento a las adicciones que se plantean como respuestas. En efecto, sobredimensionar cualquiera de los elementos lleva a minusvalorar los demás. En el caso de los cambios cerebrales, llegan a ser colocados como el único factor mediante el cual se define la adicción, como lo hace el National Institute of Drug Abuse de EUA: “La adicción se define como una enfermedad del cerebro crónica y recurrente… debido a que las drogas cambian el cerebro: cambian su estructura y la forma en que trabaja. Estos cambios pueden ser duraderos y conducir a comportamientos dañinos como los que se observan en personas que abusan de drogas.” (NIDA, 2007:5)

Sin embargo, aun uno de los propulsores de esta definición reconoce que: “No sólo la enfermedad cerebral debe ser tratada, sino los componentes comportamentales y sociales, de la misma manera que en otras enfermedades cerebrales, entre las que se encuentran el derrame cerebral, la esquizofrenia y Alzheimer.” (Leshner, 1997). De manera semejante, el DSM-5 (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, 5th Edition) utiliza para definir la adicción criterios relacionados con el comportamiento y no elementos biológicos. Sólo el criterio 4, de los 11 enlistados, relacionado con la urgencia por consumir, puede atribuirse a la activación de estructuras cerebrales específicas del sistema de recompensa.

La preferencia por aceptar las adicciones como enfermedad cerebral podría explicarse mediante, al menos, dos consideraciones. Por una parte, basarse en ella puede justificar que nos alejemos de abordajes moralistas, que unían -y continúan uniendo- el comportamiento adictivo a la noción de vicio o de carencia de voluntad por parte de la persona consumidora; la tecnología desarrollada en las últimas décadas permite “ver” las modificaciones cerebrales y fortalece así la definición del adicto como un enfermo, que requiere un tratamiento médico y la administración de sustancias para modificar la frecuencia, sustituir la vía de administración o mantener su adicción, pero a través de sustancias controladas y suministradas por personal de salud.

Por otra parte, esta preeminencia de los efectos en el cerebro, refuerza la relevancia que como sociedad acordamos a la investigación desde las ciencias básicas, a lo que emana de un laboratorio de neurociencias, mientras que la cultura contemporánea dota de una menor consideración de Ciencias a las humanas y sociales… Esto se relaciona con lo que afirman Hammer et al. de que resulta considerablemente más fácil obtener financiamiento para investigaciones relacionadas con biomedicina que a aquéllas en las que los investigadores desean estudiar el contexto (Hammer, 2013). Y de las ciencias sociales, la mayor relevancia parece ser otorgada a los resultados de estudios cuantitativos, que hablan de porcentajes, cuanto más decimales tengan, mejor. Poco importa que muchos de estos costosos -y voluminosos- estudios epidemiológicos sólo sean presentados ante la comunidad científica y ante la prensa, muchas veces con resultados maquillados, para observar que cada vez se va reduciendo la edad de inicio de los usuarios e incrementando la frecuencia de consumo. Escasas son las conclusiones extraídas y menores aún las recomendaciones que emanan de esas cifras, para incidir en políticas públicas.

No podemos criticar que se hayan abandonado los criterios morales o de falta de voluntad para calificar a los adictos, pero igualmente hacer reposar la definición de la adicción únicamente en el funcionamiento del cerebro no aporta a la mejor comprensión del adicto, ni al diseño de políticas preventivas o de abordajes de tratamiento. Aún si podemos preferir considerar la adicción como una enfermedad, sería probablemente más preciso denominarla trastorno del comportamiento o síndrome, ya que como también señalan Hammer et al. (2013), no existe una definición específica de su etiología. Como hemos definido desde hace ya tanto tiempo, se trata de una constelación de elementos bio-psico-socio-culturales, en la que intervienen una miríada de factores que se hacen presente en formas diversas en cada caso. Podría concederse, siguiendo a Vrecko (2010), que es una “entidad híbrida”, en la que es indispensable integrar biología y cultura, lo que no puede ser comprendido sin considerar el contexto social.

Consideremos las consecuencias que alcanza la definición de la adicción como una enfermedad del cerebro en las respuestas preventivas y de tratamiento. Como si nuestro comportamiento se rigiera por parámetros predominantemente racionales, lejos de deseos, afectos y emociones, los programas preventivos que derivan de esta definición de las adicciones pretenden que, al conocer los efectos en el cerebro, los consumidores potenciales decidirán abstenerse de consumir drogas. Esto, en realidad, no difiere de los primeros enfoques de prevención, que se basaban en información, con frecuencia alarmista y exagerada, bajo la pretensión de que el conocimiento de los efectos adversos actuaría como una vacuna, que evitaría el consumo. Si sobre los programas preventivos basados en información, aún de la que es actualizada y fundamentada, existe numerosa evidencia científica de su falta de resultados positivos, ¿vamos ahora a reincidir, pretendiendo que la elevación de conocimientos sobre las modificaciones cerebrales va a evitar o reducir el comportamiento de consumo? Como lo señalan los metaanálisis de evaluaciones que arrojan evidencia científica (Catalano, 2003, EMCDDA, 2011), sólo los programas con permanencia no menor de 15 sesiones preventivas, que incidan sobre habilidades y competencias personales y sociales han alcanzado impacto a mediano plazo y largo plazo en cuanto al uso de sustancias adictivas, tal como lo hemos demostrado desde nuestra propia organización (Cf. https://www.creceac.com/).

Pasemos a considerar lo relativo al tratamiento y su relación con las consecuencias del consumo de drogas en el cerebro. Como afirman Satel y Llilienfeld (2014): “El uso crónico de drogas con frecuencia modifica el cerebro, pero conocer los mecanismos cerebrales que acompañan la adicción en general tiene menor relevancia para el tratamiento de la adicción a drogas y el alcoholismo que las causas psicológicas y sociales… Comprender el cerebro de los adictos nos da sólo una comprensión parcial de por qué se hicieron adictos y cómo pueden recuperarse.” La perspectiva neurocéntrica, agregan estos autores, “alienta un optimismo inmerecido acerca de las curas farmacológicas y magnifica la necesidad de apoyo profesional… olvida la realidad de que las sustancias sirven para un propósito en la vida de los adictos y que los cambios neurobiológicos inducidos por el alcohol y las drogan pueden anularse… Los tratamientos más efectivos se dirigen no al cerebro sino a la persona.”

Considera Vrecko (2010) que la forma en que encaramos el tratamiento a los adictos se fundamenta en una ideología que pretende restaurar el orden social y las capacidades personales del adicto, que su comportamiento adictivo cuestiona. Por eso concluye que la forma en que la ciencia analiza las adicciones parece reflejar “una ideología que es de naturaleza esencialmente política y se comprende mejor como resultado de esfuerzos para establecer nuevos programas de disciplina social y médica sobre los cuerpos y los deseos de los individuos.” Esto se relaciona con lo que Hammer et al. (2013) consideran al señalar que existe una contradicción entre los diagnósticos asignados a los pacientes a los que se prescribe opiáceos para el dolor y los que obtienen esas sustancias en el mercado ilegal. En los primeros la neuroadaptación es considerada un efecto colateral normal de la medicación, mientras que para los segundos esa neuroadaptación es considerada patológica.

Así, existiría una amplia gama de factores que hacen que se destaquen ciertos hechos científicos en un momento histórico, en lugar de otros y esos factores no provienen del ambiente científico en sí, sino de lo social, político y económico, que hacen más probable que se reconozca algo como un problema (Vrecko, 2010). Con esto no pretendemos generar otra teoría del complot, ni encontrar en este tipo de definiciones otra manifestación de la entronización del médico como el representante de la Ciencia en la tierra. Más bien lo que sí nos toca es continuar nuestra labor en la prevención de las adicciones y en contribuir a la recuperación de los adictos, incidiendo en los rasgos de la sociedad y de la cultura que compartimos y que hacen tan deseable para algunos hacerse adicto.

Referencias

  • Catalano, Richard, M. Lisa Berglund, Jean A. M. Ryan, Heather S. Lonczak y J. David Hawkins (2004) Positive Youth Development in the United States: Research Findings on Evaluations of Positive Youth. The Annals of the American Academy of Political and Social Science. 591; 98
  • European Monitoring Centre for Drugs and Drug Addiction. EMCDDA (2011) European drug prevention quality standards. A manual for prevention professionals. Luxembourg: The Publications Office of the European Union
  • Hammer, Rachel et al. (2013) Addiction: Current Criticism of the Brain Disease Paradigm, AJOB Neurosci. 4(3): 27–32. doi:10.1080/21507740.2013.796328.
  • Leshner, Alan I (1997) Addiction Is a Brain Disease, and It Matters. Science 278, 45. DOI: 10.1126/science.278.5335.45
  • Levy, Neil (2013) Addiction is not a brain disease (and it matters). Psychiatry Hypothesis and Theory 4. published: 11 April 2013 doi: 10.3389/fpsyt.2013.00024 www.frontiersin.org
  • NIDA (2007) Drugs, Brains, and Behavior: The Science of Addiction. Bethesda, MD: National Institutes of Health
  • Satel, Sally y Scott O. Lilienfeld, (2014). Addiction and the brain-disease fallacy Frontiers in Psychiatry published: 03 March 2014 doi: 10.3389/fpsyt.2013.00141
  • Vrecko, Scott (2010). Birth of a brain disease: science, the state and addiction neuropolitics. History of the Human Sciences 23(4) :52–67.