Entrevista a Mauro Díaz, químico y Coordinador de Análisis de Sustancias de Échele Cabeza en Colombia.

Marta Saiz | Bogotá (Colombia)

Échele Cabeza es un proyecto dedicado a generar y difundir información sobre Sustancias Psicoactivas (SPA) en Colombia, con el objetivo de reducir riesgos y daños asociados a su consumo. Su propósito principal es fortalecer la capacidad de decisión y respuesta, especialmente de la población joven —vulnerable y no vulnerable—, promoviendo prácticas de autocuidado y una cultura de gestión del riesgo y el placer. Esto abarca tanto sustancias legales e ilegales como aspectos relacionados con comportamientos sexuales, convivencia y hábitos de rumba.

El proyecto se desarrolla bajo la coordinación de la Corporación Acción Técnica Social (ATS), una ONG que lidera múltiples iniciativas sociales en el país. Uno de los hitos recientes del proyecto ha sido la adquisición de un espacio físico facilitado por la Sociedad de Activos Especiales (SAE), una entidad estatal encargada de administrar bienes en proceso de extinción de dominio. Esta iniciativa, promovida durante la administración del presidente Gustavo Petro, busca destinar estos bienes a proyectos que beneficien a la sociedad, en este caso, a víctimas de la ‘guerra contra las drogas’, incluyendo a personas usuarias de SPA.

Desde el centro de operaciones de Échele Cabeza, Mauro Díaz Moreno, químico y Coordinador de Análisis de Sustancias, nos cuenta como el lugar, inaugurado hace aproximadamente un año, está ubicado en una de las zonas urbanas más activas y culturales de Bogotá, el barrio de Teusaquillo. “Este espacio no solo ha servido como un punto de encuentro para la comunidad, sino también como un lugar clave para el desarrollo de nuevos proyectos, la investigación y la conexión constante con quienes buscan información y orientación sobre el uso de SPA”. 

Pregunta. ¿Desde hace cuánto tiempo lleva funcionando Échele Cabeza y cuál fue la necesidad que llevó a la creación de este proyecto en Colombia?

Respuesta. Échele Cabeza comenzó como un proyecto en 2009-2010, enfocado inicialmente en brindar información sobre el consumo de SPA. Sin embargo, el servicio de análisis de sustancias, uno de los pilares actuales del proyecto, inició en 2013. Desde entonces, llevamos más de 10 años enfrentando numerosos retos, especialmente relacionados con la implementación de un sistema de análisis de drogas en el contexto colombiano. Colombia, históricamente reconocido como un importante productor de sustancias como la cocaína, ha estado en el centro de la ‘guerra contra las drogas’, lo que ha implicado militarización, intervención extranjera y un enfoque represivo en la política de drogas. A esto se suma un ritmo de uso de SPA asociado principalmente con contextos recreativos, como fiestas y festivales. Estudios sobre el consumo muestran un creciente interés por sustancias de origen sintético, como MDMA, LSD y mezclas como el Tusi, lo que refleja una dinámica social marcada por el uso recreativo de estas sustancias. A diferencia de países como Estados Unidos, donde el problema principal está relacionado con los opioides, en Colombia estos no son una preocupación mayoritaria. Sin embargo, estas dinámicas sociales y de consumo resaltan la importancia de un servicio como Échele Cabeza, que no solo ofrece análisis de sustancias, sino que también busca transformar la narrativa en torno al consumo. Uno de los grandes logros del proyecto ha sido empoderar a las personas usuarias, haciéndolas saber que tienen derechos y que es crucial ejercerlos.

El enfoque inicial del servicio de análisis fue inspirado por la experiencia de Energy Control en España, particularmente en espacios de ocio nocturno como fiestas, festivales y raves. Durante los primeros años, la idea de integrar estos servicios en tales eventos era prácticamente impensable. Sin embargo, hoy en día, esta práctica es mucho más aceptada, y muchos organizadores se preocupan por el bienestar de las personas asistentes, lo que ha facilitado la inclusión del análisis de sustancias como parte de las medidas de seguridad. Además, en Colombia, aunque el servicio de análisis no está formalmente regulado ni plenamente legalizado, tampoco está prohibido. Esto nos ha permitido operar en un ‘gris legal’, donde las personas usuarias pueden ejercer su derecho al porte de la dosis mínima sin temor a represalias. Esto ha sido clave no solo para garantizar el acceso al servicio, sino también para fortalecer la idea de que más allá del análisis en sí, proporcionar información clara y accesible es esencial para incidir en la opinión pública y en las políticas públicas.

Por ejemplo, el trabajo de Échele Cabeza ha contribuido a debates sobre la regulación del cannabis y la hoja de coca. En el contexto del gobierno del presidente Gustavo Petro, se han empezado a incluir lineamientos relacionados con los servicios de análisis en el plan de política pública de drogas, lo que muestra avances hacia una visión más integral y menos punitiva del problema. Aún queda mucho por trabajar, pero el proyecto sigue siendo una pieza clave en este cambio de paradigma.

P. ¿Cómo funciona el servicio de análisis de sustancias? ¿Las personas pueden acudir a un lugar fijo, o también trabajan en festivales?

R. Trabajamos en diferentes modalidades. Contamos con puntos fijos donde las personas pueden acudir directamente con sus muestras, y también participamos en festivales y eventos masivos en todo el país. En Bogotá, desde 2015 implementamos un punto fijo, pero fue en 2019 cuando el servicio se consolidó de forma más constante, con horarios establecidos los miércoles, jueves y viernes. Las personas pueden acudir durante estos días y horarios para analizar sus sustancias de forma segura. Además, hemos ampliado esta red a otras ciudades como Cali y Medellín, donde trabajamos en colaboración con espacios como tiendas de uso de cannabis, bares, casas culturales y otros lugares afines. Esto nos permite llegar a comunidades más diversas y reforzar la conexión con las personas usuarias.

En cuanto a festivales, hemos asistido a eventos masivos de música electrónica, rock y otros géneros en diferentes zonas del país. Por ejemplo, hemos estado en festivales como Estéreo Picnic, Cordillera y el Baum Festival, que es uno de los más grandes de música electrónica en Colombia. Aunque algunos de estos festivales no registran un consumo significativo de sustancias, igual consideramos fundamental estar presentes para brindar información, concientizar y ofrecer apoyo a quienes lo necesiten.

P. ¿Échele Cabeza trabaja únicamente en Colombia o también colabora con otras organizaciones en la región?

R. Si bien nuestra base de operaciones está en Colombia, hemos trabajado en colaboración con varios proyectos de la región, como Checa Tu Sustancia en México y Soma en Perú, con quienes compartimos enfoques similares en la reducción de riesgos y daños asociados al consumo de sustancias. En América Latina existe una red amplia de proyectos dedicados a este tema, y hemos construido una especie de fraternidad donde nos apoyamos mutuamente. Por ejemplo, organizaciones como Prevén Casa y La Sala Tijuana en México, así como otras iniciativas en Mexicali, nos han aportado mucho en términos de conocimiento y estrategias. Además, no solo colaboramos con proyectos similares en otros países, sino también con iniciativas locales como la sala de consumo supervisado en Bogotá. Este tipo de intercambios nos ha permitido enriquecer nuestras prácticas y mantenernos actualizados para seguir siendo un referente en la región.

P: ¿En qué países de la región está prohibido o resulta más complicado implementar servicios de análisis de sustancias y por qué?

R: En países como Argentina implementar servicios de análisis de sustancias presenta grandes desafíos. No se trata únicamente de la regulación del análisis como tal, sino también del acceso a los reactivos químicos necesarios para llevarlo a cabo. Por ejemplo, en Colombia contamos con una ventaja importante, ya que el Ministerio de Justicia emite un certificado anual que permite a ciertas empresas o establecimientos adquirir, utilizar y vender compuestos químicos. Esto está respaldado por la Convención de 1988 de las Naciones Unidas, que regula los precursores químicos utilizados tanto para fines legales como para la fabricación de sustancias ilícitas. En Argentina, en cambio, estos reactivos químicos se consideran precursores y están estrictamente regulados, lo que dificulta su acceso y uso. Esto genera una criminalización no solo hacia quienes portan sustancias psicoactivas, sino también hacia quienes poseen los reactivos necesarios para su análisis, complicando aún más la implementación de estos servicios. En otros países, como Chile, el panorama es más permisivo, pero no completamente libre de restricciones. Venezuela, por su parte, enfrenta otras prioridades y retos específicos que dificultan establecer servicios de análisis. Estas diferencias reflejan las diversas políticas, controles y niveles de criminalización que impactan directamente el desarrollo de iniciativas como Échele Cabeza en la región.

P. Hablando de la ‘guerra contra las drogas’, ¿cuál es el contexto en el que se desarrolla y cuáles han sido sus consecuencias en Colombia?  

R. La ‘guerra contra las drogas’ en Colombia tiene sus raíces en varios factores históricos, geográficos y políticos. Por un lado, la geografía del país ha facilitado la plantación del arbusto de hoja de coca, lo que convirtió a Colombia en un productor clave de cocaína. A esto se suma el impacto del prohibicionismo, que ha generado ganancias exorbitantes en el mercado ilegal, alimentando el poder de los narcotraficantes. Un ejemplo paradigmático es la figura de Pablo Escobar, quien logró consolidarse como un empresario del narcotráfico y llegó incluso a tener influencia política, ocupando un escaño en el Congreso. Esto demuestra cómo el narcotráfico penetró diversas esferas de la sociedad colombiana. Si miramos hacia atrás, en los últimos 40 años, el país ha enfrentado los efectos devastadores de esta dinámica, exacerbados por el apoyo e intervención de Estados Unidos, como ocurrió con el Plan Colombia a finales de los años 90, que duró casi una década. Este programa no solo inyectó capital, sino también reforzó una estrategia militarizada que dejó profundas consecuencias sociales y ambientales.

Además, la ‘guerra contra las drogas’ ha tenido un impacto cultural, ya que el prohibicionismo no solo se enfocó en la cocaína, sino también en sustancias que tienen usos ancestrales y rituales, como la hoja de coca, los hongos psilocibios y otras plantas tradicionales. Estas fueron incluidas en listas de sustancias prohibidas, criminalizando prácticas que hacen parte del patrimonio cultural de diversas comunidades. Es por todo esto que desde Échele Cabeza buscamos contraponernos a esta narrativa, que insiste en que el uso de sustancias es intrínsecamente malo. Reconocemos que hay un problema de salud pública relacionado con el consumo problemático, pero también defendemos que muchas personas pueden consumir sustancias sin afectar negativamente su vida. Según informes oficiales, menos del 20% de quienes usan sustancias desarrollan problemas asociados al consumo, lo que demuestra que un enfoque basado en la criminalización y en el ideal de un «mundo libre de drogas» es poco realista e ineficaz. Nuestra labor se enfoca en ofrecer información, generar conciencia y abogar por una política de drogas que respete los derechos de las personas usuarias y valore los contextos históricos y culturales de estas sustancias, en lugar de perpetuar una estrategia prohibicionista que ha demostrado ser fallida.

P. ¿Cómo se pueden cambiar las narrativas frente a la estigmatización de las personas usuarias de sustancias, especialmente en los medios de comunicación tradicionales?

R. Afortunadamente, hemos logrado posicionarnos como un referente en estos temas. Sentimos que, cuando en los medios de comunicación se difunde información basada más en especulaciones o en el sensacionalismo que en la evidencia, hemos podido contrarrestar estas narrativas. Muchas veces, estas noticias provienen de fuentes oficiales como la Fuerza Pública o la Policía Nacional, pero carecen del contexto necesario y perpetúan estigmas.

Un caso reciente es el fenómeno del fentanilo, que ha sido un tema mediático global. En Colombia, esta sustancia ha sido presentada como una amenaza que puede estar en cualquier lugar y mezclada con cualquier droga, generando una alarma innecesaria. Nosotros hemos trabajado para aportar claridad, explicando que, aunque el fentanilo ya puede conseguirse en el país, generalmente proviene de desviaciones del mercado legal. Este incluye medicamentos fabricados por laboratorios farmacéuticos, a diferencia del contexto de países como Estados Unidos, donde su producción ilegal a gran escala se realiza en laboratorios clandestinos. También destacamos que en Colombia el problema de los opioides no es tan crítico como en otros lugares. Además, hemos desarrollado estrategias de comunicación que nos permiten llegar a un público más amplio, utilizando plataformas más contemporáneas como TikTok e Instagram, que son herramientas clave para mantener a la sociedad informada. Incluso hemos ayudado a desmitificar ciertas ideas mediante herramientas prácticas, como las tiras reactivas de fentanilo. Por ejemplo, cuando una persona llega con una muestra de Tusi para analizar, realizamos pruebas específicas y podemos informarles con evidencia que no contiene fentanilo. Este tipo de acciones no solo tranquilizan a las personas usuarias, sino que también fomentan una conciencia más crítica sobre el consumo y los riesgos reales asociados. Asimismo, alimentamos esta narrativa con resultados obtenidos de nuestro servicio de análisis, permitiendo que los mensajes estén respaldados por datos. Esto nos ha dado una visibilidad importante y ha demostrado que es posible cambiar la narrativa en los medios, aunque sabemos que es un trabajo constante y complejo.

P. ¿Han enfrentado estigmatización o dificultades por parte de sectores conservadores o en su trabajo, ya sea en festivales o en otros contextos más visibles, como su punto fijo?

R. Es algo que enfrentamos comúnmente en los proyectos de reducción de riesgos y daños. Existe la percepción errónea de que promovemos lo que llaman «drogadicción», acompañada de términos peyorativos hacia lo que hacemos. En redes sociales, por ejemplo, cuando emitimos información, no faltan los comentarios negativos. Aunque hemos logrado una buena aceptación, sí hemos tenido episodios de fuerte estigmatización. Uno de los casos más recientes ocurrió con el proyecto CAMBIE, donde un video explicando la labor de una sala de consumo supervisado generó una reacción negativa significativa. Muchas personas se enfocaron en condenar la existencia de un espacio donde las personas puedan inyectarse sustancias de forma segura, en lugar de valorar el impacto positivo de este enfoque en la salud pública. Por lo que es evidente que aún hay una postura muy marcada en contra del uso de sustancias y de cualquier iniciativa que desafíe la narrativa prohibicionista. Sin embargo, algo positivo es que, además de nuestro trabajo, están surgiendo nuevos proyectos, ya sea en universidades, redes sociales o desde personas interesadas en brindar apoyo a las personas usuarias. Estos nuevos enfoques y esfuerzos son bienvenidos, ya que contribuyen a enriquecer la narrativa y a combatir la estigmatización desde diferentes perspectivas. Es un reto continuo, pero cada iniciativa cuenta para generar un cambio más amplio y profundo.

P. Con el cambio de gobierno, ¿se ha notado una diferencia en el enfoque hacia la política de drogas, especialmente en términos de reducción de riesgos y de derechos humanos?

R. Sí, definitivamente se ha notado un cambio importante con la llegada de Gustavo Petro. A diferencia del gobierno anterior de Iván Duque, que desde el inicio buscó obstaculizar avances en torno a la política de drogas, como la sentencia de la Corte Constitucional de 1994 sobre la dosis mínima, el enfoque actual está más orientado a los derechos humanos y estrategias de reducción de riesgos y daños. El gobierno de Duque se caracterizó por una visión militarista y represiva hacia las drogas, priorizando el apoyo a la Policía Nacional y promoviendo la criminalización y estigmatización de las personas usuarias. Esto se tradujo en situaciones tan cotidianas como la persecución por portar pequeñas cantidades de cannabis. Fue una etapa marcada por la desconexión entre las políticas públicas y las necesidades reales de las personas, mientras se ignoraba cómo el poder político mismo ha estado históricamente permeado por redes relacionadas con el narcotráfico. Con Petro, vemos un enfoque diferente, que busca revertir estas dinámicas. Su política de drogas ha incluido estrategias de reducción de riesgos y daños, así como el reconocimiento de las víctimas. Este reconocimiento no se limita a las víctimas del conflicto armado directo, sino que también abarca a quienes han padecido las consecuencias de las políticas estatales prohibicionistas, como la criminalización de proyectos que buscan garantizar derechos fundamentales. Hoy en día, vemos más apertura y voluntad para construir políticas públicas que respondan de manera integral y humana, aunque todavía queda mucho por avanzar.

P. ¿Cómo ve el avance de la regulación del cannabis en Colombia? ¿Y la posible regulación de la hoja de coca?

R. El tema de la regulación del cannabis ha sido complicado en los últimos años. En las dos últimas legislaturas, estuvimos muy cerca de que el proyecto de uso adulto de cannabis recibiera una mayor acogida y aprobación, pero lamentablemente no pasó. Esto ha generado dificultades para las personas que trabajan con la planta, tanto en el ámbito medicinal como en el recreativo, aunque se han logrado algunos avances. La realidad es que, mientras persistan actores políticos alineados con intereses privilegiados, será difícil que se logren estos avances, aunque con gobiernos progresistas hay una ventana para ello. No obstante, estos son procesos largos y complejos, que requieren más que la voluntad de un presidente o una administración. Hay que negociar y tener en cuenta que las democracias como la nuestra tienen diversas posiciones políticas, lo que hace que avanzar en la regulación sea todo un desafío.

En cuanto al autoconsumo, en Colombia está permitido bajo la figura de la dosis mínima, que establece que hasta 20 gramos de cannabis pueden ser poseídos sin sanción. Sin embargo, esta normativa choca con otros problemas, como las restricciones que impone el Código de Policía. La venta de productos derivados del cannabis, como los de CBD, sigue sin estar permitida, aunque hay cambios recientes que podrían abrir puertas a nuevos avances. El camino es complicado, porque las dinámicas políticas en el Congreso y el contexto social juegan un papel fundamental. 

En cuanto a la regulación de la hoja de coca, la situación es aún más compleja. El país está inmerso en un conflicto territorial y económico muy marcado, donde el narcotráfico y los intereses de grupos armados han dejado huellas en las zonas rurales. La ilegalidad del cultivo de coca está ligada a estos problemas históricos de acceso a la tierra, los cuales afectan tanto a las comunidades campesinas como a la lucha por la restitución de tierras. La estigmatización social y los intereses de grupos económicos que manejan vastas extensiones de tierra han dificultado la implementación de políticas públicas más inclusivas. Aunque Colombia sigue comprometida con los convenios internacionales, es hora de que, como país, se levante una voz clara para replantear la lucha contra las drogas y encontrar alternativas más eficaces y humanas.

P. El Tusi ha ganado mucha popularidad en los últimos meses. ¿Qué han observado sobre su consumo y las razones detrás de este fenómeno, especialmente entre las nuevas generaciones?

R. El Tusi no es algo nuevo, pero definitivamente está ganando más popularidad, y esto ha generado cambios en las preferencias de las sustancias entre las nuevas generaciones. Esto está vinculado a una cultura que ha exaltado el consumo de sustancias, influenciada por lo que algunos llaman ‘narcocultura’, que tiene raíces profundas en la historia del país y también se ha transformado en una especie de arte o cultura. El Tusi, que se presenta como un polvo rosado (aunque también puede tener otros colores), generalmente está compuesto por una mezcla de sustancias como ketamina, MDMA, opioides, benzodiazepinas, entre otros. A veces, incluso hay componentes que no podemos detectar con los métodos de análisis disponibles. Además, ha ganado terreno en espacios como la música electrónica, particularmente con géneros como la guaracha, y también dentro del ámbito del reggaetón. Estas escenas urbanas han calado muy fuerte entre jóvenes y su narrativa, que en muchos casos está normalizando el consumo de sustancias de una manera que antes sería impensable. En generaciones pasadas, muchas de estas prácticas eran completamente tabú y estaban muy estigmatizadas. Y ahora, no solo vemos su uso en eventos o festivales, sino que también está presente en la vida cotidiana, lo que indica que el consumo de sustancias está evolucionando, junto con las influencias culturales que lo acompañan. Esto hace que sea aún más importante proporcionar información precisa y accesible sobre los riesgos asociados, ya que el panorama está cambiando rápidamente.

P. Por último, ¿hay alguna sustancia que les preocupe más en cuanto a su aumento de consumo o sus riesgos?

R. Nos preocupa especialmente el aumento en el uso de sustancias como el Tusi, que ha ganado mucha popularidad y ahora incluye una mezcla de ingredientes más complejos, como ketamina, MDMA, opioides y benzodiazepinas. Este fenómeno también está llevando a un aumento en el policonsumo, es decir, el uso combinado de varias sustancias, lo que incrementa los riesgos para la salud. Por ejemplo, el Tusi se usa frecuentemente junto con alcohol, lo que puede tener efectos mucho más peligrosos y difíciles de prever. Por otro lado, aunque los opioides no son aún un problema predominante en Colombia, estamos muy atentos a su posible aumento, especialmente con las alertas tempranas que hemos podido ayudar a generar gracias a nuestra colaboración con el Observatorio de Drogas de Colombia. Esta relación nos ha permitido detectar sustancias y emitir alertas que han sido fundamentales para las políticas públicas de control y prevención. Además, nuestro enfoque basado en el trabajo de pares y en la confianza que hemos logrado con las personas usuarias nos permite obtener información más directa y precisa que la que podrían obtener instituciones como la Policía Nacional. Esto nos da una perspectiva más realista sobre las dinámicas de consumo y nos ayuda a actuar de manera más efectiva.

Y más allá de la atención a sustancias específicas, es importante reconocer que enfrentamos muchos más retos, y necesitamos ampliar nuestra labor para llegar a más poblaciones. Esto requiere no solo de más trabajo y recursos, sino también de un mayor apoyo de las administraciones públicas, tanto a nivel nacional como territorial. Hay una gran oportunidad en Colombia para mejorar la atención y el enfoque hacia las personas usuarias de sustancias, y ojalá no se desaproveche.