En 1999, las Naciones Unidas resolvieron que el 25 de noviembre se establecería como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Este día tiene como objetivo, por un lado, visibilizar y señalar los distintos tipos de violencia a las que nos vemos constantemente expuestas las mujeres y, por otro lado, también representa un día para recordarles a los Estados su compromiso para atender las causas que generan dicha violencia. Esto incluye la violencia sostenida y perpetuada por las actuales políticas de drogas prohibicionistas.

La guerra contra las drogas no es una metáfora, menciona Maziyar Ghiabi en su ensayo “Spirit and being: interdisciplinary reflections on drugs across history and politics”. Y en efecto, la guerra contra las drogas no es un mero recurso retórico con el que el entonces presidente estadounidense, Richard Nixon, inició una fuerte campaña para llevar a cabo políticas de drogas cada vez más punitivas —y más alejadas de los derechos humanos y de la salud pública—. Esta declaración legó al mundo una serie políticas de drogas basadas principalmente en la criminalización de la producción, el tráfico, la distribución y la posesión de ciertas sustancias para disuadir cualquier actividad relacionada con las drogas. Sin embargo, en el contexto mexicano esta guerra se tornó en una realidad que, desde 2006,1 ha impactado directamente nuestros cuerpos y comunidades y, además, se ha cristalizado en la militarización ya no solo de la seguridad pública, sino también de otras tareas civiles que no están relacionadas con la seguridad.

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