«¿Tú qué eres diestro o zurdo?», grita con autoridad José Antonio Ransanz -«todos me llaman Mani»-, un preparador personal con cierto parecido al entrenador de Rocky Balboa. La respuesta es surrealista: «Yo soy albanés». La balbucea un púgil peculiar. Un consumidor de heroína al que el veneno que se inyecta a diario le ha expulsado a puntapiés de su vida. Dos veces a la semana, Derek (nombre ficticio) junto con, al menos, media docena de drogodependientes acuden a un pequeño gimnasio justo al lado del café-concierto el Molino. Entrenan -sin ánimo de casi nada- deportes de contacto, ellos lo llaman boxeo. Deambulan por las calles del Raval de Barcelona. Son usuarios del Centro de Atención y Seguimiento (CAS) Baluard, lo que popularmente se conoce como una narcosala.

En las dependencias del recinto hospitalario de Peracamps se atiende cada mes a 600 usuarios adictos. Pau Sevilla, joven de acción, es uno de los educadores de la Baluard. Cada mañana le retuercen las entrañas cuando llegan al centro de la avenida Drassanes consumidores acelerados con mochilas cargadas de problemas. «Les damos galletas y Cola-Cao», reniega. El educador llevaba meses cavilando en busca una solución que sacara a los drogodependientes de su letargo. En la sala había precedentes. Ya existe un equipo de consumidores que pese a drogarse, muchos de ellos a diario, son capaces de olvidar durante unos minutos del jaco o la farlopaa cambio de dar patadas a una pelota de fútbol.

Pero Sevilla sabía que, a veces, si eres un chico malo, solo puedes despertar de los golpes de la vida con una ración de puñetazos. Un día se llevó sus guantes de boxeo al trabajo. El educador tentó a un usuario de Baluard a practicar un poco en un descampado del portal de Santa Madrona. «Me dijo que había sido campeón en su país, nunca supe si era cierto. Pese a que consumía diariamente, tenía mucha técnica y hubo momentos que me costaba mantenerlo. Me enseñó muchísimo», recuerda. Pronto se unieron otros usuarios. «Por lo menos, durante la hora y media que practicábamos boxeo posponían el consumo de sustancias», recuerda Sevilla. «Había vecinos que se acercaban y hacían fotos. Por primera vez en mucho tiempo se veían integrados en algún sitio», admite el educador.

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