Apesar de que las toxicomanías son el cuadro psicopatológico de mayor crecimiento entre nuestra población, con un espectacular descenso en las edades de iniciación, nuestras maneras de entenderlas y de tratarlas continúan ancladas entre la ineficiencia y la superficialidad. Al tiempo que en nuestro país nada es más fácil que conseguir alcohol, el fumar en público, por ejemplo, se ha vuelto un comportamiento cada vez más incómodo.

Harto demostrado está que la restricción en la publicidad, o su eliminación completa no disminuye el consumo, como si el beber estuviera “flotando” en el aire y basta respirar para contagiarse.

Este ejemplo del doble rasero hace preguntarse si es que hay adicciones “buenas” y “malas” y por qué, si existe un día anual de no fumar, semejante idea no tiene contraparte con el beber. Más allá del tratamiento policial del asunto, carecemos de una comprensión cabal del fenómeno de las adicciones y mucho menos de tratamientos que realmente permitan a los adictos encontrar mejores formas de tramitar sus malestares. En el marco de mi práctica psicoanalítica, he visto las dificultades que entraña para las personas soldadas a algún tipo de sustancia, desprenderse de ellas en lugar de pendular de una a otra, cuando no combinan el uso de varias. Al referirme a soldadura, pienso en la inutilidad de etiquetas que se le cuelgan a las personas como “alcohólico” o “adicto”, que son muchas veces las palabras con las que se presentan a sí mismas. Una comprensión más útil y más cercana es la de entender que existen personas y sustancias y que la asociación de unos con otras depende de una gran y variada cantidad de factores. Yo soy de los que piensa que para entender a estas personas hay que interrogarse por la historia previa, por el antes de cada quien que abona el encuentro con la sustancia.

Uno de los elementos más importante es la comprensión de los elementos imaginarios, lo que el adicto le pone a la sustancia que elige y de la cual después no puede despegarse sólo por su voluntad. En el imaginario adictivo existe un déficit, generalmente temprano, que marca que a la sustancia escogida se le haga la demanda de suplir aquello que a la persona le falta. A la sustancia escogida el adicto le solicita que le cambie el estado de ánimo, que le provea euforia cuando se siente triste sin tener que hacer nada más sino consumir, que le dé todo a cambio de nada. No es casualidad que en nuestra sociedad sea más fácil estar borracho que preguntarse por el deseo de estarlo. Tampoco resulta casual que mucho de nuestro comportamiento colectivo guarde tanto paralelo con el imaginario adictivo.

En un ejercicio de traslación de este modelo, así como el adicto le asigna a la sustancia cualidades omnipotentes y lo releve de toda responsabilidad, nuestro comportamiento político de los últimos ocho años se le parece inquietantemente.

Tanto de un lado como del otro, en los que adversan como en los que apoyan al régimen, la imagen que se tiene de liderazgo y gobierno es más la de encontrar alguien que funcione como panacea que la tarea cotidiana de ser responsables por lo que nos acontece. El antes de la adicción se centra en la proliferación de la idea que existen caminos que soslayen el dolor inherente al vivir. Y una vez que se inicia el consumo, la sustancia, generadora de un placer superlativo cautiva con la promesa de poner en suspenso las carencias y los dolores.

Sólo que hoy día, las relaciones adictivas pueden establecerse también con otro tipo de cosas que no son necesariamente sustancias químicas.

El juego, la comida o el consumismo desenfrenado puede parecerse (y de hecho se parecen) a las adicciones con sustancias tóxicas.

Insisto, no es posible entender a las adicciones como un género pero sí a los adictos como individuos que establecen cierto tipo de relación perjudicial con una sustancia que se adueña de sus voluntades. Como insisto también en que la solución al malestar hecho carne en las adicciones no es un problema policial o moral.

Quien consume habla de lo insoportable que le resulta la existencia y lo hace mediante un acto.

Esta queja, acerca del peso de la vida requiere de la presencia y la paciencia de un interlocutor, que esté más dispuesto a escuchar que a juzgar. Como pacientes, que reclaman alivio para su sufrimiento, las personas con adicciones representan un gran desafío para nosotros los psicoanalistas. Sólo con paciencia y tolerancia se puede colocar un grano de arena en la maquinaria diabólica que lleva al adicto a querer drogarse cada vez más y más frecuentemente.

Y es en este angosto desfiladero, el de poder dotar a alguien de palabras que historicen su malestar, es donde se inscribe la esperanza para estas personas.

Firmado: Adrián Liberman L., Psicoanalista.
Publicado en el Nacional, el día 5 de Junio de 2006.