Volví de México, después de participar en la Feria del Libro de Guadalajara.

Fue un extraordinario evento cultural por el número y la importancia de los escritores invitados a numerosos actos diarios, fervorosamente escuchados por miles de personas, en su mayoría jóvenes. ¡Qué gran país, qué impresionante diversidad de paisajes, sabores y decires, qué ciudadanía tan entusiasta de sus espléndidos mentores literarios como Carlos Fuentes, Carlos Monsivais o Juan Villoro! Y, sin embargo, México está en entredicho, amenazado por un tumor en plena metástasis que amenaza de raíz la democracia misma: la inseguridad ciudadana y las constantes matanzas causadas por las bandas de narcotraficantes, en sus enfrentamientos internos o con las fuerzas de seguridad que se deciden a perseguirles.

El dinero del narcotráfico agrava hasta límites socialmente insoportables la crónica lacra de la corrupción en todos los niveles de la autoridad y la administración, desde lo más alto hasta el nivel más modesto. Recientemente, el presidente de México, Felipe Calderón ­a los dos años apenas de iniciar su mandato- ha debido reconocer que 50% de los efectivos policiales mexicanos no son dignos de confianza, por no decir que merecen desconfianza plena. ¡Imagínense la situación de los ciudadanos víctimas de delitos, que deben acudir para denunciarlos y pedir protección a quienes quizá son parte de las organizaciones mafiosas que los cometen! Por descontado, el problema de la inseguridad en este país o en cualquiera es complejo y alimentado por múltiples ingredientes. Pero uno de ellos destaca por encima de cualquier otro: el fabuloso negocio del tráfico de drogas y estupefacientes ilegales. Y tengámoslo claro: el negocio no consiste en las drogas en sí mismas, sino en su ilegalidad. No hay en este momento ninguna democracia institucional en Iberoámerica que pueda hacer frente con esperanzas de victoria a la plutocracia de los narcotraficantes: ni en Colombia, ni en Bolivia, ni en México ni en ninguna parte. Mientras la irracional cruzada contra las drogas, promovida y alentada por Estados Unidos, continúe manteniendo este flujo siempre creciente de ganancias -¡a los narcos la crisis no les afecta!- el peligro para las instituciones democráticas de esos países no hará más que empeorar.

Lo llevo repitiendo desde hace más de veinte años, pero insisto una vez más: mientras las drogas no se despenalicen, continuará este fabuloso y letal negocio gangsteril. Si se pudieran adquirir y consumir sin más trabas que el alcohol o el tabaco, con la debida información de sus efectos y pagando impuestos como cualquier otra mercancía, cesarían los ingresos del narcotráfico…así como la bien remunerada sinecura de muchos de sus perseguidores, oficiales y oficiosos.

Lo que hoy es un problema de toda la sociedad volvería a ser cuestión personal, con abusos y daños lamentables pero estrictamente privados. Ahora bien, es imposible imaginar esta despenalización necesaria sin la anuencia del país que la inventó y la mantiene (del que provienen también, por cierto, el mayor número de consumidores a escala mundial). ¿Sería capaz el recién electo presidente Barack Obama de dar este paso definitivo y acabar con el narconegocio del único modo posible?

Firmado: Fernando Savater
© El País, España
Publicado en EL NACIONAL – Domingo 04 de Enero de 2009 – Siete Días