A muchos padres de niños y adolescentes nos invade la inquietud cuando las campañas de prevención nos recuerdan la responsabilidad que tenemos respecto a la relación de nuestros hijos con el alcohol y las drogas. Particularmente si se tratan de mensajes alarmistas o del tipo de esa señal de tráfico triangular que encierra una franja vertical anunciando un peligro indefinido. ¿Qué demonios se supone que debemos hacer ante un peligro indefinido?, ¿o ante esa otra que nos informa del peligro de despeñamiento? Suponemos que pretenden que nos pongamos en estado de alerta o extrememos la precaución, pero desde la perspectiva de la promoción de la salud existen serias dudas de que esas sean las actitudes más adecuadas para prevenir el consumo y el abuso de drogas y alcohol. Entonces ¿qué podemos hacer?

Haciendo un breve recorrido por lo más relevante de la literatura científica vamos a intentar responder a esa pregunta de una manera sencilla pero rigurosa.

Más de dos décadas de investigación en materia de prevención en nuestro país y de la adaptación de otras realizadas en diferentes países, particularmente en EEUU, van dejando algunos puntos claros. Uno de ellos es la importancia que conceden a la educación en valores. Afortunadamente vamos dejando atrás aquella etapa en la que afirmar valores como el esfuerzo, la exigencia, el autocontrol o la autoridad era considerado poco menos que reaccionario en nuestro país. Otro apunta en la dirección de reforzar la autonomía de los hijos desde pequeños, lo que implica enseñarles a evaluar las situaciones (adaptadas a su nivel de desarrollo) y a tomar decisiones estimulando la iniciativa y no exclusivamente la obediencia. También hacen hincapié en fomentar el sentimiento de valía y de competencia personal en los hijos premiando sus esfuerzos y sus logros. Así mismo proponen ayudarles a desarrollar habilidades que le permitan resistir eficazmente la presión de grupo y de la publicidad mediante un análisis crítico de las mismas, tareas para las cuales resulta indispensable ver y comentar con ellos la TV, conocer a sus amigos y brindar suficiente confianza como para hablar con libertad de sus relaciones.

En definitiva, se trata de una serie de recomendaciones que configuran un estilo educativo que se denomina reforzador. La educación reforzadora es aquella que fomenta tanto el sentimiento de pertenencia como el de singularidad, combina tanto el apoyo como el control, ya que los estilos que priman un elemento sobre el otro no se han mostrado eficaces. Por ejemplo, mucho apoyo y poco control configuran un estilo sobreprotector que ejerce un intenso control de la vida de los hijos, pero no mediante el cumplimiento de las normas, sino mediante el cariño. No fomenta la autonomía sino más bien la dependencia (existe un patrón muy definido de drogodependiente que ha sido sobreprotegido de pequeño y que suele mejorar en comunidades terapéuticas y centros de día donde se les reeduca en la autonomía y la responsabilidad). Poco apoyo y mucho control configuran un estilo represivo que no promueve la autonomía sino el acatamiento temporal (algunos alcohólicos responden a un tipo de educación autoritaria que exige de los hijos una integración social muy exitosa, pero que no ofrece los medios para conseguirla, además del hábito de beber de los propios padres). Finalmente, el más ineficaz es el estilo indiferente caracterizado por la falta de control y de apoyo o por una combinación arbitraria de ambos.

Otra forma de contemplar la educación preventiva es identificando las habilidades básicas en las que se deben educar nuestros hijos –tanto en casa como en la escuela- para fortalecerlos frente a las adicciones y a otros problemas. Son las denominadas habilidades para la vida, sobre las que existe suficiente consenso internacional y que brevemente podemos resumir de la siguiente manera:

En el plano emocional: ser capaz de identificar los sentimientos, expresarlos, evaluarlos, distinguirlos de las acciones, aplazar la gratificación, controlar los impulsos. En el plano cognitivo: desarrollar un diálogo interior capaz de enfrentar los problemas y reforzar la conducta, leer e interpretar las claves sociales, usar métodos racionales para resolver problemas, comprender la perspectiva de los demás, educar la autoconciencia desarrollando expectativas realistas respecto a uno mismo, entender las normas conductuales que son aceptables y las que no lo son. En el plano del comportamiento: desarrollar habilidades de comunicación no verbal, hacer preguntas claras, responder de forma efectiva a las críticas, resistir las influencias negativas, escuchar a los demás, ayudarles, participar en grupos positivos.

Es fácil comprobar que estas habilidades son útiles para algo más que para la prevención de las drogodependencias, y no sólo entre los adolescentes. Ya nos gustaría a más de uno, de los que dejamos atrás la adolescencia hace tiempo, disfrutar de todas ellas. También se advierte que son muy necesarias en este momento histórico, lo que pone en evidencia alguna de las debilidades de nuestra sociedad actual para cumplir con sus funciones educativas y socializadoras.
Afortunadamente las líneas de trabajo mencionadas han sido desarrolladas suficientemente y hoy se dispone de materiales asequibles para los padres interesados. Cualquiera de ellas merecería un tratamiento singularizado, pero vamos a centrar nuestra atención en dos elementos básicos de la educación sin los cuales el resto de la arquitectura preventiva se desmorona como un castillo de naipes. Son la confianza de los padres en ellos mismos y la calidad de la relación con los hijos (particularmente adolescentes y preadolescentes).
La verdad es que la confianza en el poder educador y socializador de los propios padres parece algo mermada en los últimos tiempos. En España han sido muchos los factores que han contribuido a ello. Nuestro país ha sufrido una transformación enorme en relativamente poco tiempo (probablemente necesitábamos recuperar el tiempo perdido) que ha afectado, entre otras cosas, a las relaciones generacionales.
Varias generaciones españolas anteriores al cambio de régimen habían sido educadas en la obediencia como valor central. La que protagonizó la Transición conquistó la tolerancia de sus padres, que se rindieron ante la evidencia de cambios socioculturales imparables, para los que sus hijos estaban mejor preparados que ellos. Esta generación idealizó la tolerancia adquirida en familia y consagrada socialmente por su eficacia para mitigar el temor a revivir, aunque fuese de manera simbólica, el enfrentamiento civil. La tolerancia es muy útil para evitar la agresión, pero no se puede edificar un modelo educativo basado exclusivamente en la tolerancia. Un exceso de tolerancia en la educación de los hijos puede conducir a lo que los psicólogos denominan intolerancia a la frustración. Esta dificultad para asumir las contrariedades y los retos de la vida cotidiana es un factor de riesgo frente a las drogodependencias y otros trastornos. Educar para la autonomía y la independencia (que implica esfuerzo y exigencia) sigue siendo una vacuna eficaz contra muchos problemas de la adolescencia, y lo es, en contra de la tendencia general de la sociedad que fomenta el consumismo y aplaza la independencia y la emancipación de los jóvenes hasta unas edades que carecen de nombre: ¿joven de 35, el rey de la casa?

Este fenómeno hay que enmarcarlo a su vez dentro de la sustitución de un modelo educativo tradicional católico, que quedó obsoleto, por otro laico que no acaba de cuajar en unos valores firmes y claros. La tolerancia, la solidaridad, la autoestima, el rechazo del racismo y del machismo no son elementos suficientes para ofrecer la escala de valores que los niños necesitan durante su educación. Hay valores y sentimientos más básicos relacionados con el dar y el recibir, con la amistad, con el amor, con la generosidad, con la compasión (sentir-con), que forma parte del sentimiento subjetivo de la solidaridad, sin el cual se convierte en un concepto vacío o puramente político, con la dignidad que es la base de la famosa autoestima y se relaciona íntimamente con la valentía y la cobardía, con la lealtad a los amigos, a uno mismo, incluso con la desprestigiada piedad (sin la cual se puede convertir uno en un despiadado),  etc., etc. Valores todos ellos ante los que el nuevo modelo muestra, a veces, un pudor inoperante. Es como si se evitara hablar de ellos porque recuerdan a tiempos pasados.
Otro elemento que ha contribuido a la confusión ha sido la difusión de cierta literatura pseudocientífica. La vulgarización de algunos principios del psicoanálisis dio a entender a muchos padres que todo ocurría en los primeros años de vida y luego ya no había nada que hacer ¿Recuerdan lo de los traumas y todo eso? La sociología americana, mal traducida a revistas del corazón o suplementos dominicales, nos dijo que lo determinante en materia de drogas para los adolescentes eran las malas compañías (ofreciendo un<<otro>> a quien culpar); la toxicología de baratillo dio a entender que las drogas tenían por sí solas la capacidad diabólica de secuestrar la voluntad de quien las prueba por primera vez; y, finalmente, a la mal comprendida genética acabarán atribuyéndole la causa de que un chico sea drogodependiente o una chica anoréxica.
Con ese tipo de información<<científica>> ¿qué puede hacer un padre o una madre sino confiar en la suerte o rezar para que no le toque?
Bruno Bettelheim, decía que desarrollar un sentimiento de seguridad sobre su función de padres es la clave para llegar a ser unos padres aceptables, ya que los padres perfectos sólo existen en nuestra imaginación. A veces, son padres demasiado racionalistas y exigentes los que se empeñan en semejante quimera con el dudoso resultado de un perfeccionismo rígido y agotador para los que lo padecen, que al final es toda la familia, incluidos ellos mismos. Aunque la consecuencia más frecuente de perseguir objetivos poco realistas es la frustración. Hoy tenemos muchos padres insatisfechos instalados en un vago pero permanente sentimiento de culpa que intentan compensarlo satisfaciendo los deseos más inmediatos de sus hijos… cuando están con ellos. Esa es la otra gran cuestión ¿se puede educar a los hijos sin estar con ellos?

De todas formas la estrategia de las campañas de prevención no debe ser la de enfocar exclusivamente la responsabilidad de los padres. Las campañas de sensibilización están muy bien para los indiferentes, pero cuando se dirigen a una población preocupada o incluso angustiada pueden ser contraproducentes, ya que reforzando el perfeccionismo de unos y la culpabilidad de otros no conseguirán padres más competentes.

Por eso conviene hacer una reflexión sobre el tono y el estilo de la prevención. La prevención no puede ser un catálogo de prohibiciones y de amenazas en las que nunca creerán los jóvenes. La prevención es una actividad que se proyecta hacia el futuro y el futuro hay que encararlo con optimismo, creatividad e imaginación. Prevenir también es apostar por un estilo de vida saludable, y no hay nada más saludable que pasarlo bien, salvo que se carezca de la imaginación suficiente para divertirse sin hacerse daño a uno mismo o a los demás.

Si, como decimos, la promoción de la salud consiste en hacer más fáciles las opciones más sanas, deberíamos concentrarnos en devolver la confianza y la seguridad a los padres en su capacidad educadora y socializadora. Y una forma de contribuir a ese objetivo es allanando el camino de las relaciones entre padres e hijos desmontando algunos tópicos.

Uno de ellos es la mitificada comunicación. La comunicación no consiste en soltarle el rollo al hijo en un momento dado ni en acosarlo a preguntas que lo hagan sentir incómodo. Tampoco se trata de un tema concreto de conversación. Lo fundamental entre padres e hijos es el tipo de relación que mantienen y no los temas de los que hablan. Sobre la base de una buena relación se pueden tratar muchos temas: drogas, tiranía de las marcas comerciales, comportamiento alimentario, relaciones afectivas y sexuales, etc., Pero también de aquellas ¿aparentes contradicciones? entre conducta y valores cuya explicación se suele aplazar para el futuro despertando la curiosidad y la extrañeza de los hijos. Por ejemplo los episodios cotidianos que ponen de manifiesto una doble moral en los adultos, la diferencia entre diplomacia y pelotilleo, entre arribismo y ambición legítima, entre cobardía y valentía en la defensa pública de los ideales, entre consumismo adulto -incluidos drogas, alcohol y tabaco- y adolescente o entre las llamadas mentiras piadosas -¿piadosas para quién?- y las mentiras a secas. En cambio, en una relación pobre o insatisfactoria resulta difícil hablar casi de cualquier cosa sin despertar el recelo o el desinterés del otro, donde la simple mención de unos u otros temas puede vivirse como una acusación por la otra parte. No existe un criterio exterior (y mucho menos científico) que defina la calidad de la relación entre padres e hijos. Ellos serán los que digan si es satisfactoria, si lo pasan bien juntos, si disfrutan de confianza mutua.

Otro tópico es la discutida amistad entre padres e hijos. Parte de la confusión procede del hecho de que la amistad sólo se puede dar entre iguales. Así pues, si ser amigo de un hijo significa negar las diferencias es un error; sencillamente porque las hay y debe haberlas. Pero la igualdad en la amistad tiene que ver con el respeto y el reconocimiento del otro como un semejante y no con la identidad de status. La amistad sí admite diferencias si las claves son la reciprocidad y la confianza. Así sí cabe la amistad entre padres e hijos.

Comencemos pues por la base. Recuperemos la confianza en nosotros mismos como padres y pasémoslo bien con nuestros hijos. La satisfacción y la confianza mutua son los mejores índices de calidad de las relaciones humanas. Porque como afirma el autor de <<No hay padres perfectos>>: Educar a un hijo es una experiencia apasionante, creativa, un arte más que una ciencia que no necesita de reglas complicadas y sólo exige de los padres flexibilidad y sensatez.

Bibliografía y fuentes de información

  • Arenas, C. y Ramírez de Arellano, A. (2008) Problemas emergentes en jóvenes y adolescentes. Evaluación del plan de prevención del centro de solidaridad de Zaragoza. Centro Solidaridad Zaragoza. Zaragoza (DL Z-313-08)
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  • Bettelheim, B. (1994) No hay padres perfectos. Drakontos, Crítica, Grijalbo Mondadori. Barcelona (ISNB: 84-7423-691-6).
  • Comas, D. (1994) La familia española y las drogas: Una perspectiva generacional. Congreso del proyecto hombre. Victoria, 18, noviembre, 1994
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  • M Leena, V Cheryl, P Marc (2001) Enfoque de Habilidades para la Vida para un Desarrollo Saludable de Niños y Adolescentes. Organización Panamericana de la Salud, Washington D C.
  • Ramírez de Arellano, A. (2002) Actuar localmente en (drogo)dependencias. Pistas para la elaboración de estrategias, planes y programas municipales. GID. Madrid (ISBN: 84-920617-6-6).

Firmado: Alfonso Ramirez de Arellano