Con las celebraciones navideñas y de año nuevo, se produce en los países donde son colectivas y tradicionales, un incremento en la oferta de sustancias de consumo abusivo, así como en la práctica de diversas actividades adictivas, por ejemplo las ludopáticas.
Tales fiestas son pródigas en emociones que llevan a extremos tanto eufóricos como disfóricos. Se combinan momentos, días, noches de intensa alegría, de júbilo pleno, con otros de melancolía y tristeza, más o menos deprimentes. Se relajan las normas sociales, también las familiares –sí es que existen–, y con el estallido de fuegos artificiales, estallan también las barreras de contención de conductas negativas. Todo propicia los consumos y las prácticas de quienes hace mayor o menor rato se han hecho dependientes, así como de quienes, tras un primer consumo, pueden derivar en la adicción. En fin, terreno abonado para los traficantes mayores y menores. Los camellos no sólo vienen cargados con oro, incienso y mirra.
A muchos adolescentes, aprovechando hábilmente ciertas condiciones propias de su edad, se les embulla: “Tienes que portarte como un hombrecito”, “¿Hasta cuándo jugando con muñecas. Vente a bonchar” (a “marchar”, dirían en España) , “¿No y que eras valiente?”, “Prueba un poquitico y verás el paraíso”… les dicen y redicen buscando que acepten el primer consumo de sustancias que pueden ir del alcohol hasta las drogas sintéticas, pasando por la marihuana, la heroína, la cocaína… En una zona como la que habito, el estado Sucre, en el oriente de Venezuela, se da la situación a grandes rasgos descrita, con el agravante de que en su mayoría los grupos familiares carecen de experiencia para afrontarla. Además, un alto porcentaje de dichos grupos exhiben una estructura endeble, donde no existen normas (o no se cumplen) y los valores se han perdido o se han devaluado. Algo sé de padres que no saben casi nada sobre adicciones y dependencias, no preparados en cómo prevenir o cómo actuar ante un familiar drogado. El mismo desconocimiento, la misma ignorancia encontré en mí mismo, hace ocho años, cuando supe que la adicción había penetrado mi casa.
Las fiestas están ya aquí, entre nosotros. Ayer se encendió la cruz en el Ávila caraqueño y el árbol ante el Rockefeller Center. Y nuestros niños, nuestros adolescentes, la familia y hasta el conjunto social todo están poco menos que desarmados, atados de manos. En Venezuela, como en tantos otros países de la región y el mundo, la prevención brilla tanto como las lucecitas navideñas y los fuegos artificiales… pero brilla por su ausencia, la escasez de recursos y el creciente grado de ideologización con que la impregnan los vientos venidos de las cumbres oficialistas.
El desquiciamiento familiar
Pensando en tales cosas, recordé la historia de Juan Carabina, aquel loco de pueblo a quien nuestro poeta Aquiles Nazoa encontró un día en San Fernando de Apure, una capital llanera. Juan Carabina perdía el juicio viendo alumbrar la luna, los encantos lunares lo sacaban de quicio, y sobraron las noches en que tras verla con ojos apasionados, la soñó su almohada. Las otras en que la reina de la noche no iluminaba las calles de San Fernando, Juan Carabina lloraba sin cesar. “Era un lunático”, me dice Arturo D’Armas, un apureño que lo conoció. Semejante fue la causa pasional por la que al Lorenzo Barquero que Rómulo Gallegos sitúa en medio de la llanura, lo deja fuera de quicio, le trastorna su juicio, el fuego salvaje de Doña Bárbara. Quebrantada su firmeza, en alcohol terminará de quemarla. Lorenzo Barquero es un loco despechado , seguramente muerto sin corazón en el pecho.
Desquiciamiento guarda relación con “quicio”, la porción de piso que inaugura el zaguán de las viejas casas. Sin embargo, esa es una acepción extendida. El diccionario registra la originaria, limitada al punto de apoyo sobre el que gira la puerta. Cuando ese punto, eje de madera, piedra o metal, se rebaja o se quiebra, la puerta (o la ventana) queda desquiciada. Igual ocurre con el punto de apoyo de la puerta de la razón. Si es afectado, sea por el enamoramiento de Juan Carabina, sea por el despecho, la barbarie y el consumo abusivo de alcohol en Lorenzo Barquero, sea por lo que fuera, la persona se desquicia.
¿Podrá creerse que cuanto precede vino a cuento porque de Vargas Llosa, a mediados de noviembre, reprodujo “El Nacional”, el gran diario caraqueño, sul artículo “Avatares de la marihuana”? El Nobel peruano aborda allí el tema de la descriminalización de las drogas, con lo que muchas brasas añadió a la barbacoa donde se asa una de las más ardientes polémicas actuales.
Al final, el artículo se refiere a la investigación del havardiano profesor Jeffrey Miron, “en la que se calcula que sólo la legalización de la marihuana en todo Estados Unidos (…) haría ingresar anualmente alrededor de 8 millardos de dólares” a las arcas del estado. Si se volcaran en educación, sobre todo en las zonas pobres, Miron y Vargas suponen que se reduciría mucho y pronto el tráfico de drogas “responsable del mayor número de hechos de sangre, de la delincuencia juvenil y el desquiciamiento familiar”.
Puede estarse de acuerdo o no con ese argumento. Eso sí, sin subestimar el comprobado desquiciamiento familiar causado por o causante del consumo abusivo de sustancias psicoactivas, sobre todo en estos días en que bueno y necesario es que padres e hijos tengan claro que en Navidad no todo son blancas ni dulces campanitas.
Ponerle acentos a prevención
Vengo insistiendo en el tema aun a riesgo de que alguien explote con un “¡Me tienes hasta los tequeteques!”, como se le suelta en venezolano a quien nos harta y saca de quicio. “¡Hasta la coronilla!” es lo coloquial castizo. Aquellas expresiones se asocian, aunque la sonora “coronilla” corone lo más alto de la cabeza, la casa de la razón, y el quicio quede bajo el portón, guardián de la casa. “Fuera de quicio” también implica, pues, afectación del juicio. Las cosas siempre vuelven al lugar donde salieron, es convicción del citado novelista Rómulo Gallegos, demostrada aquí, pues de nuevo nos hallamos ante la relación de “quicio” y “juicio”.
A más de la concordancia en “icio”, el humano, amo y señor de la palabra, percibió un parentesco conceptual. En el desquicio chirriante de viejas puertas, el oído social relacionó daños o pérdida del quicio con alteraciones y extravío del juicio. Fertilidad de la metáfora, en este caso timpánica.
Chirria en los oídos el desquicio familiar causado por alguna adicción o metido entre sus causantes –p. ej., la adicción a una sustancia psicoactiva, “droga” se sigue llamándola–. En cualquier caso, hay que poner acentos agudos, graves, esdrújulos en la prevención, pues las drogas andan por todas partes. Fallas en la vida familiar como falta de comunicación, de afectividad, conocimientos y conciencia, allanan la iniciación adolescente en su consumo. De allí a la enfermedad adictiva, aunque no siempre pueda decirse que haya sólo un paso, es posible que así sea. En cambio, casi sin riesgo de error, cabe afirmar que la prolongación de ese paso en larga cadena de pases, por ejemplo de marihuana o cocaína, encadenará al querido muchacho o a la niña de los ojos.
Para tornarse adicto a veces bastan siete minutos; otras, seis o siete meses. Depende. Pero colocarse el enfermo en capacidad de afrontar los crónicos efectos del mal, cuando menos llevará año y medio de tratamiento, no siendo extraños los casos en que exija tres y hasta siete años, siempre duros para él y sus familiares y los de otros pacientes aliados que junto a los terapeutas ayudan a su recuperación. Sale cara la búsqueda del placer fácil y de fáciles soluciones.
En navidades y año nuevo, cuando aumentan los factores de riesgo para todos, en especial los adolescentes, ¿qué hacer? ¿Acaso las escuelas los aconsejan al despedirlos hasta enero? ¿Saben los padres cómo hablarles de la droga? ¿Advertirían en sus rostros, en su conducta, signos del peligro adictivo? ¿Qué, ante un hijo drogado? ¿Descalificarlo moralmente? ¿Pegarle? Pregunto, con respeto. Hace ocho años descubrí que nada sabía. Nada es más ignorante que la estúpida confianza ciega.
Ya aprendí el valor de los factores de prevención. Resalta la solidez familiar como barrera primaria de contención. Para construirla, ha de buscarse –¡desde ya!– información sobre prevención en su seno (los medios tendrían que ofrecerla con calidad y rigor). La convivencia hogareña ha de basarse en el amor, pero un amor brindado con responsabilidad, que eduque en la responsabilidad y exija responsabilidad, e impulsar con el ejemplo maternopaterno más disciplina y mejor comunicación. Nada de volver al tiempo machista del padre tirano. Amor y buen juicio, elevación de los valores morales y los espirituales que incluyen los del humano en tanto consciente de su libre condición individual y social, los religiosos, los de la laicidad, los inherentes al amor por lo bello, lo bueno y lo justo… , cierran más y mejor los resquicios por donde meten la droga.
La casa es la familia
Cerrarlos al máximo posible conviene en estos días diluviales. Y estrechar así mismo la unidad familiar. Bien demostrado está lo decisivo de la familia en la acción frente a las adicciones. Es por ello que los centros de tratamiento ambulatorio establecen normas para el hogar, pues “La casa es la extensión del centro”. Si no la familia, ¿qué es “la casa”?
En las “Normas de tratamiento” del Centro de Atención para Tratamiento de Adicciones (CAPTA) de la Fundación Espada de David, que funciona en la Catedral de Cumaná con auspicio de la Arquidiócesis, se enfatiza en que cuando alguien opta por la abstinencia, es decir, se ha propuesto dejar el consumo irresponsable de sustancias psicoactivas, él y sus familiares deben esmerarse para hacer del hogar una barrera de contención que le ayude a mantenerse abstinente. Además, diversas experiencias mundiales, resaltan la acción familiar en la prevención. Esa es la causa por la que en ocasión de Navidad y Año Nuevo, estas líneas ya largas quieren ser una contribución para contrarrestar el consumo irresponsable de esas sustancias, las “drogas”, y muy en especial para evitar el primer consumo adolescente.
La acción dañina de las drogas se ceba más contra el cerebro en formación. La afirmación no pretende asustar. El miedo no es buen preventivo. La comprensión, el conocimiento, sí. Los avances en la fisiología revelan que el consumo compulsivo de cualquier droga distorsiona –de modo lento o rápido– la bioquímica cerebral, con lo que se retrasa la madurez del adolescente. Su afectividad cae, mientras sube la incapacidad para controlar su conducta. Carente de autoestima, blandengue, se va quebrando. En vez de liberar su mente, el fácil y transitorio placer la encadena a un amo externo: la droga que lo atormenta, lo enferma y enferma a los suyos.
La familia actual debe constituirse, desde su inicio, en especial para los hijos y con ellos, como un sistema eficaz de prevención del consumo. Pero no serlo, no justifica cruzarse de brazos en las temporadas de grandes fiestas tradicionales cuando –repetimos– se incrementa la oferta de drogas, su consumo y, dentro de éste, la multiplicación del primero de muchos adolescentes.
¿Qué se puede hacer? Ante la emergencia, ¿cómo concretar la responsabilidad familiar? Bueno es que el padre o la madre, y mejor si ambos al unísono, aunque haya fallas en sus relaciones, llamen a conversar en familia acerca del tema. Para convencer más que para imponer, aunque habrá casos en que la autoridad deba hacerse sentir. Han de confiar en que el grupo producirá respuestas y acordará normas auto protectoras en lo inmediato. Tal acción ha de tenerse como el inicio en serio de un compromiso superior: el de trazarse y cumplir una programación dirigida la conversión de la familia en sólida barrera de contención. Para este propósito de mediano plazo, cabe recurrir a alguien o alguna institución capaces de aportar conocimientos y experiencia, y vale también hacerlo de inmediato, ante la emergencia.
En todo caso, no cruzarse de brazos. Abrirlos, sí, para el abrazo en la confianza y el amor tan imprescindibles en la relación familiar como lo son los pilares de la casa. Sólidos pilares, pues llueve mucho. Y mírese que no sólo agua, droga también por todas partes. Ojalá y disfrutemos con juicio las navidades y que en el nuevo año se avance en cuanto lleve paz y prosperidad a las familias y las naciones, y en lo que constriña las tantas crisis de estos tiempos, entre ellas la del incremento exponencial de las adicciones.
Firmado: Silvio Orta Cabrera
Venezolano. Ucevista, Licenciado en Letras. Profesor universitario jubilado. Columnista de prensa.