La relación entre alcohol y demencia se resume,
en ocasiones, aludiendo a un supuesto
efecto protector del consumo. Sin embargo, la
relación entre el consumo de alcohol y la pérdida
de las funciones cognitivas es generalmente
mucho más compleja y quizá menos favorable.

Tanto entre las personas que padecen los primeros
signos de demencia, como entre quienes
se encuentran en estadios más avanzados de
la enfermedad, los perjuicios y beneficios del
consumo de alcohol deben ser cuidadosamente
valorados. Ya sea en el domicilio o en una institución,
en el entorno familiar o profesional,
existen múltiples factores que pueden afectar la
relación entre demencia y consumo de alcohol.

Partiendo de una revisión de la evidencia
existente actualmente sobre el papel del alcohol
como factor protector o de riesgo en el
desarrollo de la demencia, los autores de este
artículo consideran los efectos que tiene el
consumo de alcohol en una persona que sufre
pérdida cognitiva y cómo habría que abordar la
atención de una persona con demencia que presenta
además problemas de alcohol. Según los
autores, esta reflexión permite considerar múltiples
facetas de la relación alcohol-demencia,
sin pretensión de exhaustividad, evidentemente,
pero tratando de superar la simple hipótesis
de causalidad o de protección.

En primer lugar, los estudios sobre el
papel del alcohol como factor de riesgo para la
demencia ponen de manifiesto que el consumo
de alcohol es la primera causa de alteraciones
cognitivas en las personas menores de 60 años
y, si bien las causas degenerativas y vasculares
prevalecen entre los mayores de esa edad,
el alcohol continúa siendo la primera entre
las causas tóxicas.

Un estudio llevado a cabo
en los EE.UU., por ejemplo, encontró que,
entre los 192 ocupantes de una residencia de
ancianos, 16 presentaban demencias ligadas al
consumo de alcohol.

Si bien el diagnóstico diferencial resulta
en ocasiones difícil, debido a la similitud entre
los síntomas de las demencias alcohólicas y el
resto de los cuadros de demencia, la probable
reversibilidad de los daños debidos al alcohol
hace que sea especialmente importante poder
distinguir unas de otros. La posibilidad de que
las demencias alcohólicas se puedan recuperar
permite huir de la noción de «incurabilidad»
y del derrotismo que conlleva. La posibilidad
de mejora está condicionada por los cuidados
específicos que se apliquen y, sobre todo, por
un reconocimiento –por parte de los pacientes,
pero también de los profesionales y del entorno–
de los beneficios de no volver a beber.

Por lo que al efecto protector del consumo
moderado de alcohol se refiere, los
autores recuerdan, en primer lugar, que si
bien en los últimos años se ha escrito mucho
sobre este tema, en ningún caso se ha llegado
a recomendar el consumo
. Por otra parte, el
llamado efecto protector sigue un patrón en
«u», lo que significa que una vez superada una
cantidad diaria determinada de alcohol los
efectos beneficiosos desaparecen y los perjudiciales
pasan a primer plano
.

Existen, por el
momento, dos hipótesis que avalan este efecto
protector
del consumo moderado de alcohol:

Una plantea que dicho efecto podría consistir
en reducir los factores de riesgo cardiovascular,
mientras que la otra considera que la
liberación de acetilcolina en el hipocampo del
cerebro podría estimular la memoria y mejorar
los procesos de aprendizaje.

En cualquier caso,
concluyen los autores, en estos momentos no
existen evidencias para aconsejar el consumo
de alcohol. A este respecto cabe solamente
decir que, ante una persona mayor que no
presenta daños por el alcohol, no existen
razones médicas para desaconsejar un consumo
moderado –lo que por otra parte parece
evidente– pero tampoco para recomendar que
se comience a consumir o que se aumente el
consumo.

Los efectos psicodislépticos del alcohol
son más acusados en personas mayores o que
padecen pérdida cognitiva. Los efectos sedantes,
la confusión o la pérdida de memoria
inmediata que produce el alcohol en un sujeto
sano pueden convertirse en trastornos de
comportamiento en una persona mayor o con
síntomas de demencia. Aunque la búsqueda
de estos efectos puede, en algunos casos, ser
voluntaria, los autores se preguntan si, en los
casos en los que es el entorno el que proporciona
las bebidas alcohólicas –ya sea la familia
o el profesional–, ¿no existirá también un
deseo de sedar al enfermo? En cualquier caso,
suponer que el consumo resulta beneficioso
para la persona mayor sin tener en cuenta los
riesgos resulta, cuando menos, irresponsable.
Por otra parte, los problemas de alcohol
no desaparecen con la edad, y es posible que
la dependencia al alcohol coexista con una
demencia no alcohólica.

En efecto, parece que
los problemas de alcohol no son infrecuentes
(10%) entre los pacientes psicogeriátricos. Esto
plantea la necesidad de desarrollar tratamientos
para el alcoholismo en el contexto de la
atención psicogeriátrica. Para los autores, la
«incurabilidad» de la demencia no justifica una
actitud sistemáticamente paliativa frente a los
problemas de alcohol. El tratamiento es posible,
en el caso de las demencias ligeras y moderadas
especialmente, aunque debe adaptarse a las
capacidades y el ritmo de los pacientes y sobre
todo no puede limitarse a una prohibición, ya
sea familiar o institucional.