La madre veía atractivo el humo que envuelve a Bogart en Casablanca. Su hija, sólo de pensarlo, se ahoga. La madre creció asociando cigarrillo a libertad, autonomía, independencia y revolución. Su hija sabe desde niña que tabaco y cáncer son inseparables. Pero no sólo eso. Ella ya no entiende que fumar sea sinónimo de modernidad. Incluso prefiere a los chicos que no fuman.
Porque no tienen los dientes amarillos (argumento de una campaña institucional para prevenir el tabaquismo entre los jóvenes), no están acompañados de ese aroma que se agarra al pelo y a la ropa, y no tienen que pensar si los sitios a los que quieren acudir están habilitados para ellos.
Madre e hija pertenecen a dos generaciones, dos mentalidades separadas, entre otras cosas, por su forma de convivir con el tabaco y la legalidad. Mientras que humo y nicotina reinaban en todos los espacios que rodeaban a la madre, la hija lo ha conocido exiliado de las clases, los trabajos, los centros públicos, los trenes y los autobuses. Además de eso, ha visto criminalizar esta adicción en el cine, en la televisión y la retirada de sus anuncios.
Cada vez en mayor proporción, el tabaco está vetado en muchas viviendas y vehículos, que se precian de estar «libres de humo». «El que fume en mi coche, se baja», advierte una pegatina que puede comprarse en algunas gasolineras. Es el fenómeno que los sociólogos definen como «traslación de impactos». La prohibición legal de fumar en muchos espacios públicos se ha trasladado de facto a muchos espacios privados como las casas, y por primera vez desde que en el siglo XX el tabaco se generalizara entre las clases medias, los derechos del no-fumador prevalecen sobre los del colectivo fumador.
En teoría, sobre el papel siempre ha sido así, «ante cualquier duda y en beneficio de la salud pública, prevalecerá el derecho de los no fumadores a respirar un aire limpio», según recogen los principios del Instituto de Salud Pública, pero en la realidad, esa transformación se ha producido en la última década y, de manera más acelerada, desde que en 2003 entrara en vigor la Ley foral sobre el Tabaco, reforzada en 2006 por la ley nacional sobre esta misma materia.
«Hace veinte o treinta años era impensable que un fumador pidiera permiso para encender un cigarrillo. Ahora es precisamente al revés», confirma Narciso Santana, coordinador del Programa Foral de Acción sobre el Tabaco. Según una encuesta realizada en 12 centros de salud a 900 personas residentes en la Comunidad foral por el Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo, el 28% de los navarros convive con algún fumador, y a casi la mitad de la población, el 48%, les molesta y fastidia que se fume en el hogar.
Una nueva generación
Un porcentaje que presumiblemente irá en aumento ya que, hasta ahora, la juventud crecía con mensajes claros y constantes de lo atractivo que era fumar, lo emocionante, la madurez que emanaba… Pero las tornas cambian y, por primera vez en décadas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) constata que la generación occidental que hoy ronda los 15 años no ha equiparado esos valores sugerentes al tabaco, sino al contrario. «Muchos jóvenes de hoy rechazan de plano el sabor y el olor del tabaco». Narciso Santana avala que evitar ese primer cigarrillo es una de las labores más eficaces en la reducción del tabaquismo. «La prevención de inicio es uno de los tres pilares del Plan Foral. «La edad más crítica se sitúa entre los 12 y los 15 años. Desde pequeños, los niños han recibido información en el colegio sobre los riesgos del tabaco, pero para que sea verdaderamente efectiva, lo deseable es que exista una coherencia con lo que viven en casa». Así, lo ideal es que los padres no fumen, o en caso de que lo hagan, que reserven en la vivienda la mayor cantidad posible de espacios libres de humo.
Raquel Gómez Zudaire, de 35 años, dejó de fumar hace dos para «librar» a sus dos hijos, Raquel, de 10 años, y Daniel, de 5, de «un entorno ahumado». De hecho, los pequeños bromean con su padre, fumador, pidiéndole que lo deje. «Le dicen que no quieren que se muera. Y son críos, pero te dejan un poco helada con esas palabras», admite Raquel Gómez. «Estoy muy orgullosa de haberlo dejado. El ambiente en casa es mucho más sano. Y el olor lo hemos notado muchísimo». Por lo que cuenta, su marido respeta esa «pureza» de ambiente y no fuma delante de sus hijos. Cuando tienen invitados, Raquel Gómez admite que «cuando hay confianza, les pido que sólo fumen en la cocina».
En 1991, los fumadores suponían el 34% de la población navarra, cifra que se vio reducida hasta el 23% en 2005. «Al fumador no hay que criminalizarlo, hay que ayudarle, con todas las medidas a nuestro alcance, a que deje su adicción», asegura Santana. La pamplonesa Rosa María Ganuza Calvo fumó Ducados desde los 18 hasta los 43 años. Ahora, con 45, se muestra satisfecha de haberse liberado del tabaco, pero cuando acude a un restaurante lo hace al espacio habilitado para fumadores. Su marido continúa fumando. «Vamos siempre donde se puede fumar, aunque en casa mi marido sólo lo hace en la cocina y en el salón». Rosa María Ganuza reconoce que resulta complicado separar conceptos como cigarrillo y ocio. «Bodas, sobremesas, cuando estás relajada…».
De esta afirmación disiente la joven Itziar García Azcárraga, de 22 años, que vive de alquiler en un piso del barrio de Iturrama. En su casa, donde conviven cuatro chicas de esa edad, nunca ha fumado nadie. Y no por eso dejan de hacer fiestas y pasarlo en grande. «Llevamos tres años en ese piso y nuestros amigos o invitados ya lo tienen asumido. El que quiera fumar, al balcón». Aún así reconoce que, de su entorno, ese piso es la excepción. «Siempre hay alguien que fuma y, aunque las del piso no lo hagan, se termina admitiendo».
En su opinión, aunque en ocasiones exista esa permisividad la brecha generacional respecto del tabaco es cada vez más patente. «Me da la sensación de que antes dominaban los que fumaban y ahora no. El fumador es el que tiene que buscarse por su cuenta dónde fumar. Aunque sí que es verdad que ahora por lo menos te lo preguntan. Mis tíos nunca les pedían ese permiso a mis padres, que no fumaban». Raquel Gómez y Rosa Mari Ganuza coinciden en esta idea. «Todo el mundo fumaba en nuestras cuadrillas de jóvenes. Es más, te veían como un bicho raro si no fumabas. Mira, yo empecé la última de mis amigos, y ahora que he dejado de fumar vuelvo a ser la rara», cuenta Ganuza.
Aceptar ese cambio de chip con el tabaco ha sido difícil en algunos espacios. Un ejemplo son los frontones, tradicionalmente asociados al humo de los aficionados. Ion Oiartzun, gerente de la Federación Navarra de Pelota, explicaba cómo finalmente parece que se han superado esas trabas. «Antes de enero de 2006 y la famosa Ley Antitabaco ya se había hecho algún intento de separar ambos conceptos. Con pegatinas, por el altavoz… y se fumaba mucho menos. Después se notó que con la entrada en vigor de la ley descendió mucho el consumo. Y ya este último mes nos hemos quedado atónitos. Prácticamente no se fuma. Y eso que tenemos constancia de que hace mes y medio aún había apuestas sobre que en el Labrit nunca se dejaría de fumar».
Entorno e influencias
Los expertos, por su parte, tienen comprobado que un entorno libre de humos contribuye de una manera efectiva a disminuir el consumo de tabaco. «Hay que reconocer que nuestros jóvenes reciben mensajes contradictorios y confusos sobre el tabaco y a la vez esperamos que tomen la decisión correcta para su propia salud y se abstengan de fumar», indica Santana. «Muchas veces se fuma por contagio. Los que empiezan suelen hacerlo influenciados por amigos o compañeros de su misma edad».
La idea es simple: cercar esos momentos para evitar ese tipo de comportamientos. «Cuando estás en un ambiente fumador es cuando más fácil resulta la recaída. Si estás con no fumadores ni te acuerdas y no te importa tanto», relata Raquel Gómez. «El momento en el que más cerca he estado de volver a fumar ha sido estas pasadas Navidades. Lo típico, comida familiar y rodeada de fumadores. Y piensas excusas para ti misma. Cuando fumas te convences de que todo el mundo fuma, pero no es así».
Cuando está con sus hijos, sólo acude a cafeterías donde no se puede fumar . El de la hostelería es uno de los sectores que más influenciado se ha visto por la entrada en vigor de la denominada Ley Antitabaco. Los propietarios de bares, restaurantes y otros locales de ocio con más de 100 metros cuadrados tuvieron que habilitar una zona para fumar debidamente señalizada y separada que además no podía superar el 30% de la superficie total.
Josetxo Latorre Mendive, copropietario junto a su hermano del hostal y restaurante de este mismo nombre, en Liédena, uno de los 38 espacios libres de humo en Navarra que recoge la página web nofumadores. org, relataba cómo se había adaptado su establecimiento al nuevo ordenamiento legal. «Tenemos una zona separada en la entrada y habilitada para los fumadores. Está todo señalizado aunque, puntualmente, sí que alguna vez hemos tenido que dar algún toque de aviso a algún cliente, generalmente más por despiste que por mala intención. Ahora como no se puede fumar en el comedor, hay gente que come más rápido para poder salir fuera a fumar. Se ha notado un cambio de mentalidad, el que no fuma es el que lleva las riendas. Y la gente parece más contenta».