La problemática del uso indebido de drogas invita a los debates apasionados en la búsqueda genuina de soluciones a un fenómeno alarmante en sus dimensiones e intrincado en su análisis. Sin embargo, la historia nos recuerda que, frente a circunstancias complejas, suelen aparecer respuestas simples e ilusorias, como es el caso de los que proponen la legalización de las drogas para resolver el problema.

Como primer punto, quiero señalar que no existen antecedentes de ningún país del mundo que haya instrumentado la legalización de las drogas llamadas «duras» (cocaína, heroína, éxtasis, etcétera). La experiencia de Holanda está circunscripta a la legalización de la marihuana. Lamentablemente, se toma como modelo a un país con características totalmente diferentes de las del nuestro, lo que representa el primer error. Nuestro país vive una crisis difícilmente calificable, con niveles de exclusión social muy diferentes de un país desarrollado como Holanda, que destina 260 millones de dólares anuales para prevención y asistencia y, paradójicamente, es el mayor productor mundial de éxtasis. ¿Es posible aplicar los mismos métodos en contextos tan diferentes?



Si aún resulta dificultoso establecer acuerdos internacionales para definir intercambios comerciales, tratados de cuidado hacia el medio ambiente y otras formas de cooperación, ¿es factible llevar adelante un acuerdo de este tipo? Todos los proyectos se miden, entre otros aspectos, por su factibilidad, es decir, no sólo por las hipótesis, sino por la real posibilidad de implementación, cosa que en este caso, obviamente, no existe. Por otra parte, ya sabemos que la naturaleza misma del narcotráfico es la transgresión y el comercio, ¿se quedarían pasivos frente al supuesto desmonoramiento de su negocio? Desde ya que no; seguramente surgirían nuevas drogas, que compitieran con las legales y múltiples formas de continuar con su inescrupuloso trabajo. Desde esta perspectiva resulta un reduccionismo analizar la problemática del uso indebido de drogas solamente desde el prisma económico, dejando afuera aspectos ligados al dilema de los valores.

¿El Estado debe avalar y contemplar pasivamente la autodestrucción de sus jóvenes en aras del respeto por las decisiones individuales que no afecten a terceros? ¿Alguien pensó en esos «terceros», es decir, en los familiares de una persona que se deteriora paulatinamente? Un drogodependiente es una persona que posee diferentes grados de perturbación psíquica, habitualmente acompañada de trastornos de conducta, entre otras situaciones de riesgo. ¿Puede decidir un joven de veinte años cronológicos, ya que los adictos presentan habitualmente inmadurez emocional, elegir la forma de anestesiarse y deteriorarse? ¿Se utilizaría el mismo criterio si aumentara el índice de suicidios, violencia familiar o abusos? Lamentablemente padecemos la tendencia a evitar la problematización de las situaciones sobre las cuales tenemos un relativo control, y caemos en la normalización del fenómeno como salida frente a la tensión que genera el conflicto.

Estas consideraciones no deben ser leídas como un aval a la criminalización de un drogodependiente, ya que resulta obvio que se trata de alguien que padece un malestar y que requiere alguna forma de asistencia.

Al mismo tiempo, desconcierta el debate sobre la legalización en una sociedad con los niveles de marginación, exclusión social y disfuncionalidad de las organizaciones encargadas de contener las carencias. Si con posterioridad a un incendio la casa está en proceso de apuntalamiento y refacciones, agradeciendo que se mantiene en pie, no es momento para pensar en el decorado.

El fenómeno del uso indebido de drogas se entrecruza directa e indirectamente con otras problemáticas sociales. Cualquier estrategia debe tener como base la prudencia y la solidez que otorga el conocimiento en este específico campo.

Por otra parte, si bien nuestro país cuenta con una Secretaría de Estado dedicada a la prevención, asistencia y lucha contra el narcotráfico (Sedronar) lo cual debería representar la relevancia que Estado otorga a esta compleja problemática, esta organización pocas veces contó con el suficiente apoyo coherente de los gobernantes en la función para la que fue creada. Para desarrollar programas eficaces debe estar dentro de las prioridades, en el marco de las políticas públicas, lo cual no se ve reflejado en su actual presupuesto de $ 10.500.000 anuales. Sería un buen objetivo para la actual gestión mantener el perfil técnico alcanzado gracias a su antecesor, Wilbur Grimson, lograr la priorización de la temática en la agenda gubernamental y sostener abiertos los canales de cooperación mutua con las ONG.

Por más que no sea tan novedoso, la respuesta sigue estando en la prevención, entendida cómo reducción de la demanda de sustancias por medio de un conjunto de estrategias que involucren a los más diversos actores sociales. Hacer prevención no es sólo repartir volantes o pasar spots publicitarios que anuncien los efectos nocivos de las drogas, sino establecer programas participativos de inclusión social para la juventud, entre otra serie de estrategias. También corresponde brindar apoyo asistencial a la población de drogodependientes con programas que tengan como base el respeto por la profesionalidad y por los asistidos.

Desafíos difícilmente alcanzables, si primero no hay una toma de conciencia general sobre los daños que ocasiona a nuestra sociedad el abuso de sustancias psicoactivas y la familiarización desarrollada frente a este preocupante escenario.

El autor es socioterapeuta (CEIS de Roma) y presidente de la Fundación Aylén.