«En los últimos ocho meses he visto venir la ambulancia unas 20 veces», declara a El Confidencial James Tate, de 61 años. «He visto más ambulancias por casos de K2 este año que en el resto de mi vida con todas las otras drogas». Lo dice un hombre con casi medio siglo de experiencia sobre el terreno: la mitad como drogadicto y la otra mitad ayudando a drogadictos.
Tate trabaja en el Centro de Rehabilitación de Adictos (ARC) de East Harlem, un complejo de cinco edificios con espacio para 300 pacientes. El ARC, que ofrece un programa de rehabilitación de nueve meses, forma parte de una verdadera panoplia de agencias, ONG’s y centros de ayuda contra la drogadicción situados en torno a la calle 125, entre Lenox y Park Avenue.
Estamos en el epicentro neoyorquino de las drogas desde hace 40 años. Se mire adonde se mire, sobre todo junto a la Avenida Lexington, hay personas tiradas en la calle, durmiendo en mantas, desdentadas y con los labios cuarteados; los que pueden, entran en las tiendas para que alguien les compre té helado. Otros permanecen de pie, encorvados, inmóviles como un buzón, con un hilo de saliva cayendo hacia el suelo. Metadona, explica un policía. La obtienen en las clínicas del barrio.