El viernes pasado, el mismo día que la oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) expuso que en Colombia se incrementaron un 10% los cultivos de uso ilícito en 2023, la ministra de Justicia anunció que regresaría la aspersión controlada con químicos distintos al glifosato, como forma justamente de afrontar el problema. Horas después, el presidente Gustavo Petro anunció otra respuesta, en apariencia contraria a la mano dura de su subalterna: dijo que su Gobierno comprará coca a quienes la cultivan en 12.600 hectáreas del Cañón del Micay, el nuevo corazón del conflicto armado en el Cauca.
Esa aparente contradicción refleja una tensión. La agenda de drogas ha sido una de las banderas progresistas del presidente desde su época como senador, con una defensa permanente de dejar atrás la prohibición de su producción y consumo para pasar a una regulación por parte del Estado. Sus intenciones para lograrlo se han materializado en el anuncio del fin de semana pasado — tan previo que su ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, dijo el lunes que “la propuesta será motivo de evaluación del Gobierno, vamos a estudiarla”—y en el documento de una política antidrogas que lanzó en 2023 con dos pilares: asfixiar a los narcotraficantes y darle oxígeno a los eslabones más débiles de la cadena.
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