Llevo trabajando codo a codo con médicos más de veinte años. Durante este tiempo he aprendido a valorar el trabajo de estos colegas «tan de ciencias» que dedican gran parte de su vida a entender -ellos dirán diagnosticar- los problemas de salud que afligen a otras personas y a tratar de ayudarlas. Hay muchas similitudes entre su actividad, particularmente los que trabajan en atención primaria, y la de los psicólogos clínicos, profesión a la que pertenezco, pero la principal de todas ellas es la necesidad que ambos tenemos de establecer una buena relación terapéutica con nuestro paciente o cliente para ser eficaces.

Construir una adecuada relación terapéutica implica varias cosas: 1º) Establecer una buena comunicación con el paciente sobre la base de una información significativa sobre su enfermedad o sobre su particular forma de enfermar (entre otras cosas). Esta circunstancia crea una relación asimétrica, que hay que saber manejar si se desea mantener una actitud activa y colaboradora por parte del paciente evitando la pasividad, la indefensión o la dependencia 2º) Crear un marco de seguridad y confianza que permita establecer un diálogo de colaboración con el paciente sobre su enfermedad y su tratamiento 3º) Llegar a un acuerdo sobre lo que ambos -profesional y paciente- pueden aportar en el proceso de curación.

La elección del término relación terapéutica en vez de comunicación o relación médico paciente tiene que ver con un aspecto esencial de la misma. La así llamada es una relación que se construye expresamente para curar, en sí misma es curativa (no es solo el contexto de la cura) y en algunos casos es la única herramienta (o la principal) de la que podemos echar mano para ayudar a nuestro paciente.

Cuando el sujeto desea conocer el origen de su dolencia, acepta el diagnóstico del médico y está dispuesto a seguir el tratamiento todo marcha sobre ruedas. El médico prescribirá el tratamiento, el paciente lo cumplirá y si todo va bien se curará o mejorará. Los problemas comienzan cuando el sujeto no quiere conocer el origen de su malestar (o como es más frecuente: quiere y no quiere), o no acepta el diagnóstico ni/o el tratamiento. También cuando la prescripción principal no es una medicación, sino más bien un cambio de conducta o de hábitos de vida. Estos problemas forman parte del trabajo cotidiano del psicólogo, pero cada vez más también de la práctica habitual en las consultas médicas. Problemas relacionados con el comportamiento alimentario (anorexia/obesidad), el consumo de drogas, tabaco y alcohol, con el sedentarismo, con el estrés laboral o por el contrario con el desempleo, situaciones de insatisfacción relacionados con el cambio de ciclo vital y familiar que pueden producir decenas de problemas psicosomáticos, hipocondríacos o accidentes, etc., (sin que lleguen a ser diagnosticados de trastornos psiquiátricos o de drogodependencias) o bien relacionados con la dificultad de cumplir fielmente el tratamiento prescrito (adherencia al tratamiento) se multiplican día a día en los centros de salud.

En los casos en los que la prescripción se convierte en recomendación, consejo o en el inicio de una conversación con objetivos terapéuticos, además de ofrecer información al paciente para que comprenda mejor la naturaleza del proceso que padece, así como sobre las posibles alternativas terapéuticas, también hay que ser capaz de motivarle para el cambio. Si la medida terapéutica pasa por un cambio de conducta (o hábito) con consecuencias apreciables sobre el estilo de vida de la persona no podremos confiar solamente en el poder de la prescripción, ni en la apelación a las consecuencias negativas. En el momento mismo que recomendamos «deje de fumar» o «practique deporte» o «aténgase a las consecuencias», solemos darnos cuenta de las posibilidades reales de su cumplimiento. Casi siempre hace falta algo más.

La mayoría de los médicos con experiencia saben interpretar las actitudes de sus pacientes: la preocupación latente por un diagnóstico, la ambivalencia o predisposición ante un posible cambio, el miedo o la reticencia, así como sus fortalezas, su confianza, los apoyos con que cuenta, etc. para utilizarlas en favor de una mayor aceptación de la recomendación o para minimizar aquellos aspectos que puedan convertirse en auténticas resistencias al cambio y/o al tratamiento. Los buenos médicos disponen de una auténtica batería de recursos en materia de comunicación que les convierten en expertos a la hora de establecer una adecuada relación terapéutica en la práctica clínica cotidiana.

El reto consiste en codificar y sistematizar esas buenas prácticas que con frecuencia quedan dentro de epígrafes como: intuición, ojo clínico, don de gentes, años de experiencia, etc. Habría que convertirlas en elementos básicos de la formación científica y técnica. En mi opinión no se trata de dejar todas las cuestiones relacionadas con la conducta en manos de los psicólogos (aunque sea clamorosa nuestra ausencia en el sistema sanitario), creo que se trata de una habilidad médica básica. Tan básica como la preparación pedagógica lo es para un licenciado que se vaya a dedicar a la enseñanza. Debería considerarse una disciplina teórico-práctica e impartirse durante la carrera y los años de residencia. El objetivo básico consistiría en capacitar para establecer una adecuada relación terapéutica, particularmente en aquellos casos en los que el objetivo terapéutico principal consista en la adopción de una determinada conducta, actitud o hábito. También sería útil en cuestiones tales como la de dar una mala noticia diagnóstica a un paciente o a su familia, afrontar la agresividad de algunos pacientes o la sobreexigencia de otros. Incluiría técnicas para la entrevista, el análisis de la conducta, el análisis del proceso de cambio y la toma de decisiones que afectan a la salud, la motivación para el cambio, las habilidades sociales y la comunicación.

En definitiva se trataría de contribuir a la mejora del proceso de comunicación entre médico y paciente ofreciendo al profesional herramientas útiles adaptadas a su práctica cotidiana que mejoren su eficacia. Quizás sea esta antigua «tecnología» la que deba desarrollarse para que la actividad sanitaria proporcione la satisfacción y la eficacia que todos deseamos.