El fallecimiento de Carmen Ordóñez ha convulsionado a la prensa del corazón. Probablemente, tras publicidad e información deportiva, haya sido uno de los asuntos con más minutaje de espacio televisivo. La popularidad de la hija del matador de toros Antonio Ordóñez ha ejercido una tremenda sinergia con la abundancia de programas rosas en las parrillas televisivas para lograr ese efecto de sobre-exposición de la figura de Carmina. Es de calidad humana lamentar su muerte. Cuando alguien expira, en cualquier circunstancia pero sobre todo en tragedias inesperadas o en edades tempranas, aunque sea en un escorzo de tiempo nos ponemos en el lugar de los suyos y esa empatía nos hace sentir pesadumbre. La muerte disgusta al ser humano.

Al ser ventilada impúdicamente, de la muerte de Carmen Ordóñez han emergido ligazones con un variopinto exceso de trasuntos y considerandos. La relación de la fallecida con las drogas, con su abuso y adicciones, está constituyendo una de esas piezas de agrio debate que pueblan cada uno de los escenarios de información tejidos alrededor de eso que algunos denuestan como telebasura y que, personalmente, entiendo como pura televisión de entretenimiento. La propia Carmen Ordóñez, en vida, reconoció su adicción a sustancias psicoactivas, propiamente ansiolíticos e hipnóticos, para relajarse y para dormir. Estuvo incluso inmersa en intentos fallidos de tratamiento, como multitud de toxicómanos. No me consta que admitiera abuso o dependencia de la cocaína. Sin embargo, su muerte ha sido retratada entre consumos de cocaína y tranquilizantes. A expensas de cuanto determine la autopsia, las especulaciones atribuyen a las drogas de abuso unos vínculos causales determinantes con, quizás, una fallo cardíaco irreversible o un colapso multisistémico que habría puesto fin a la vida de Carmen Ordóñez.

La cocaína mata. La conducta de consumo de la cocaína mata. Quien abusa de la cocaína está firmando un voluntario contrato inconsciente con su propio suicidio. En algunos casos, incluso consciente. Estos últimos son los menos. El porcentaje más elevado de consumidores de cocaína no tiene la percepción de que ese polvo blanco que esnifan por la nariz sea un veneno mortal para el cuerpo humano. En cambio lo es.

La acción mortal de la cocaína es cuestión de tiempo y de momento psicofisiológico. Un consumidor de cocaína, con independencia de su frecuencia e intensidad de abuso, de su patrón de consumo, puede morir en cualquier instante. Tras esnifar una raya o mientras le cortan el pelo sentado en la peluquería antes o después de haber consumido. Claro, ante este mensaje un consumidor puede contraponer el argumento de que la muerte puede sobrevenir en cualquier momento de la vida, con o sin cocaína. En efecto, así es. Lo que hace la cocaína es acelerar el proceso. Acelerarlo exponencialmente.

Una persona con una historia de consumo de cocaína puede morir de repente. Innumerables cocainómanos ignoran esta máxima, por desconocimiento o contumacia. Atribuyen mayores propiedades letales a la heroína, cuando lo cierto es que el fallecimiento de los heroinómanos a menudo está más relacionado con enfermedades infecciosas u oportunistas ligadas a las circunstancias de consumo. En ambos casos la droga es un agente activo en el suicidio progresivo del individuo, pero en la cocaína el efecto destructor agudo es, en general, más pronunciado. Pese a todo, la autopercepción de vulnerabilidad de los cocainómanos es menor. Tienen más atenuada la conciencia del riesgo, del riesgo de que su muerte está siempre rondándoles. Han aumentado los indicadores epidemiológicos relacionados con los ingresos hospitalarios, las demandas de tratamiento y la mortalidad de la cocaína. Y seguirán haciéndolo.

La cocaína es un potentísimo estresor fisiológico. Es decir, un agresor del organismo. Los efectos inmediatamente consecuentes al consumo, que son percibidos en una mezcla de sensaciones de euforia y poder, se corresponden con la activación por la cocaína de circuitos neuronales concretos relacionados con la motivación y la recompensa en el cerebro. Sin embargo, al tiempo, la cocaína está causando estragos en el esqueleto cerebral, descompensándolo por atrofia. En parte, este desequilibrio que se instala en el cerebro de los cocainómanos es el responsable de los cambios estructurales de estado de ánimo, con accesos de agresividad y pensamientos paranoides, que aqueja a estos drogadictos. Además, el agresor farmacológico que es la cocaína ocasiona la ruina en el sistema cardiovascular. Obliga al corazón a adoptar patrones enloquecidos de bombeo que se traducen en un brutal desnivel de la presión de los vasos sanguíneos. Si el consumidor adolece de cualquier adelgazamiento anormal, por genética o por malformación, en la pared de una vena o arteria, las probabilidades de que reviente se incrementan trascendentemente por las oscilaciones del sistema cardíaco ante los vaivenes de la cocaína. La rotura acumulativa de capilares sanguíneos en la masa encefálica por el desajuste de la presión es tan diaria y al mismo tiempo tan inapreciable que el riesgo de infarto cerebral está realmente presente.

Una persona con una historia de consumo de cocaína puede morir en cualquier momento. En cambio, algunos mensajes peregrinos, revestidos de una falsamente progresía intelectual cuando no de un doloso analfabetismo temático, atribuyen la nocividad de la cocaína a la prohibición que pesa sobre la sustancia. Las políticas prohibicionistas han fallado y la solución pasa por la legalización. Es el mensaje recurrente que tenemos que soportar.

Los defensores de la legalización pasan por alto interesadamente que el consumo está despenalizado en toda Europa. Quien quiera suicidarse con cocaína, igual que quien elige saltar al vacío desde un puente, no está perseguido penalmente por la ley. Es libre de hacerlo. También tergiversan la naturaleza de la prohibición sobre el trasiego y venta de cocaína, heroína y drogas de síntesis. Desconsideran que las administraciones públicas no pueden abrir espacio de comercio libre para sustancias de alto efecto psicoactivo sobre el ser humano cuando éstas carecen, por completo, de valor terapéutico. Pues el valor sobre estos tres grupos de sustancias es, netamente, letal.

Los argumentos pro legalización también incorporan una falacia esencial. Afirman que son los mecanismos de control y represión los que están fallando. A fuerza de repetir este aserto, que no está siendo lo suficientemente rebatido a causa de una mezcla de desconocimiento de la realidad y de complejo de no ser suficientemente moderno por parte de quien lo contradiga, en los foros internacionales sobre drogas casi se lo está creyendo todo el mundo. Y, de nuevo, es otro de esos exabruptos de insensatez tan familiares en el ambiente de las drogas que es nocivo a la par que inane.

La represión no está fallando. Ocurre que los mecanismos de control de los Estados hace tiempo que llegaron a su tope de contención. La grieta reside en el otro pilar de la lucha contra la droga, la prevención del consumo. Si estudiamos las curvas de producción de cocaína y de incautaciones de polvo blanco por parte de las policías del orbe, encontraremos que en una década el resultado neto es la estabilidad. Es verdad que año tras año las fuerzas de seguridad de España incautan más y más cocaína en nuestras fronteras, pero a nivel global las aprehensiones apenas logran alterar la cantidad de cocaína disponible en el mundo para su consumo. Ahí está precisamente la clave, en el equilibrio del consumo.

Las políticas de prevención no han logrado reducir el consumo de cocaína, apreciablemente, en una década. Todo lo contrario. Así, por mucho esfuerzo represivo que se hace, de una manera sostenida, las organizaciones criminales siempre encuentran la manera de recomponerse para seguir abasteciendo un mercado ilegal que, anualidad tras anualidad, exige cocaína para el consumo. Si la prevención del abuso de cocaína hubiera funcionado al mismo ritmo que la represión del tráfico ilícito en los últimos veinte años, el problema de la cocaína probablemente sería historia. Aunque estamos ante una verdadera utopía. Porque el mundo continúa drogándose a ritmo desaforado. Con drogas legales e ilegales. La adicción a la heroína se estanca, pero continúa a niveles epidémicos el consumo de cannabis, el abuso de cocaína no decrece y se dispara sin control el consumo de drogas de síntesis. La prevención es, desde luego la clave, pero no porque fracasen las políticas de represión, sino debido a que han tenido un éxito marginal las preventivas.

Firmado: Andrés Montero Gómez

Presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia

Publicado en EL DIARIO VASCO y EL CORREO ESPAÑOL el 20/08/2004