No les descubro América si digo que en España el alcohol está en todas partes. En reuniones familiares, en cenas de empresa, en las comuniones y en los funerales. Es el pegamento social de un país que, paradójicamente, se niega a reconocer sus excesos en el consumo. Pero hay una cuestión que a mí me escuece todavía más: miles de personas con trastorno por consumo de alcohol (AUD, por sus siglas en inglés) acuden a sus centros de salud sin que su problema sea detectado. No porque los síntomas no existan, sino porque el sistema parece no estar preparado para identificarlos.

Según datos recientes publicados en The New England Journal of Medicine (NEJM), el trastorno por consumo de alcohol es un “síndrome crónico, recurrente y de remisión intermitente, que persiste a pesar de los problemas de salud y sociales que genera”. Sin embargo, en las consultas de atención primaria de nuestro país, el alcoholismo sigue siendo el gran ausente. Los protocolos son eficaces cuando se aplican, las pruebas de detección también cuando se utilizan, no obstante, el estigma impide que los pacientes hablemos abiertamente sobre nuestro consumo. No es raro que nos detecten las transaminasas altas —indicativo de que puede haber daño hepático por abuso de alcohol— y simplemente nos digan que bebamos menos.

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