Cuando tomó conciencia de lo que ocurría él estaba encima. La besaba. Ella no podía oponerse. «Es como si no tuviera el manejo de mi cuerpo», cuenta. Cuando Clara (nombre supuesto) recuperó el dominio de su ser todo había pasado ya. Por teléfono, aunque apenas le salen las palabras, explica que sufrió una agresión sexual. Pidió ayuda especializada pero decidió no denunciar. «Preferí no hacerlo. El caso…», dice. Intenta explicar que el agresor era alguien de su trabajo «un par de escalones superior». Y baja la voz cuando recuerda esa noche. Había salido con unos cuantos compañeros a tomar algo después de trabajar. La noche se iba consumiendo y al final quedaron sólo ellos dos. «Me debió echar algo en la bebida, porque había tomado sólo tres cubatas. Nada que explicase lo que pasó después», añade. Clara tiene un agujero en la memoria. No sabe cómo llegó a casa de él.

Es probable que esta chica de 25 años fuese víctima de las drogas de abuso. Lo que en el mundo anglosajón llaman DFSA (drug facilitated sexual assault, drogas que facilitan los asaltos sexuales) y en el francófono sumisión química. Fármacos que anulan la voluntad y que se usan cada vez más frecuentemente en violaciones, pero también en robos. El llamado beso del sueño. La mecánica suele ser similar, basta con echar uno de estos fármacos -algunos tan fáciles de conseguir como unas simples pastillas para dormir- en la copa de una persona para que, mezclado con el alcohol, el medicamento inhiba sus defensas y su resistencia. Estos crímenes son, además, complicados de perseguir por el entorno en el que se producen.

«Son causas difíciles de admitir por el contexto. Se suelen iniciar en una discoteca o en fiestas en las que hay alcohol y en ocasiones otras drogas», explica Altamira Gonzalo, presidenta de la asociación de mujeres juristas Themis. A esa dificultad, que hace que muchas víctimas decidan no denunciar, hay que añadirle que apenas hay señales físicas de la agresión. No suele haber lesiones genitales porque la víctima, al estar drogada, apenas se resiste.

Pero que estos crímenes se han incrementado no sólo es una percepción. Hace unos días, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) de la ONU alertaba del aumento del uso de estas «drogas de la violación» en España. Las benzodiacepinas (los sedantes más prescritos), el ácido gammahidroxibutririco (GHB) o la ketamina. «Fármacos que pueden hacer que la persona pierda la capacidad de pensar, de resistirse. Está sumisa e incluso puede llegar a colaborar», explica Manuel López-Rivadulla, jefe del Servicio de Toxicología Forense de la Universidad de Santiago de Compostela. Este experto, que lleva años estudiando los efectos de las drogas de abuso, explica que pueden estar presentes en alrededor de un 15% de las agresiones sexuales. «En España no hay ningún estudio epidemiológico, pero podemos extrapolar los datos de otros países como EE UU, Francia o Reino Unido», dice.

Tina Alarcón, presidenta de la Asociación de Asistencia a Mujeres Violadas (Cavas), también ha detectado que cada vez son más las chicas que acuden a su puerta víctimas de las drogas de abuso. Algunas recuerdan qué pasó y quién se lo hizo. Otras no. Además, añade Alarcón, a las benzodiacepinas, la ketamina o el GHB, que menciona la JIFE, hay que añadir otras. «La burundanga, por ejemplo, que es difícil detectar en las pruebas posteriores». La presidenta de Cavas se refiere a la escopolamina, una hierba que suprime la voluntad de las personas y les borra la memoria. La impunidad de estos crímenes se nutre también de la demora de las víctimas en pedir ayuda. «Suelen tardar una media de 20 horas en ir a la policía o a un hospital porque aún están bajo los efectos de la propia sustancia. Además, muchas se sienten culpables y avergonzadas por lo ocurrido», explica López-Rivadulla.

Pero las drogas sí pueden detectarse. Es más, Teresa Tena, directora del departamento de Madrid del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, explica que a todas las víctimas de una violación se les toma muestras que luego se analizan. «Miramos todo, alcohol, drogas, fármacos», dice. Así, es posible detectar casi todas las sustancias en la sangre, en la orina e incluso (y varias semanas después) en el cabello. Lo importante es acudir al hospital. Aunque esto no siempre basta. Muchas veces la propia víctima no sabe qué le ha ocurrido. En España, tal y como destaca Alarcón, no hay un protocolo específico para asistir a víctimas de este tipo de agresiones. «Así, muchas veces pasan inadvertidas», dice. Y otra traba más: «Algunas de las que se dan cuenta y piden ayuda lo hacen un tiempo después».

Altamira Gonzalo recuerda un caso así: «Dos chicas muy jóvenes que acababan de llegar a estudiar a Zaragoza. Querían conocer su futuro y fueron al piso de un adivino a que les leyera las cartas. Las hizo pasar a una habitación una por una. Allí, les echó una crema que debía contener alguna sustancia narcótica y abusó de ellas. Las chicas salieron de allí conscientes de que algo había pasado. Pero por vergüenza y miedo a sus padres tardaron en denunciar. Cuando lo hicieron y la policía llegó a casa del adivino ya no había rastro de crema», explica. La causa fue archivada. Fue el testimonio del adivino contra el de las chicas. «Tristemente, él mereció más credibilidad», concluye Gonzalo.

Sin embargo, estos fármacos no sólo se usan para agresiones sexuales. También se emplean, y cada vez más, en robos. En agosto de 2009, la policía detuvo en Madrid a dos mujeres que utilizaban la técnica del beso del sueño. Seducían a hombres en un bar, narcotizaban su bebida y después les robaban. En dos ocasiones se les fue la mano y sus víctimas murieron. Otros, por miedo o por pudor, nunca han denunciado.