«Hola, me llamo Alberto y hoy salgo de cuentas. Hace nueve meses que no echo ni 20 céntimos a una máquina ni sello una primitiva». «Hola, Alberto», responden al unísono los presentes. Así comienzan las reuniones de Jugadores Anónimos, un guión que se repite cuatro veces por semana en la parroquia de La Consolación en la santanderina calle Alta, y todos los días, las 24 horas, en la mente de los jugadores compulsivos. Se consideran enfermos crónicos y han encontrado en «el grupo» un motivo para salir adelante y poder recuperar sus vidas, marcadas «para siempre» por la ludopatía.

La de hoy es una reunión especial. «Declaramos abierta esta sesión», dice el coordinador de turno. «Entre nosotros hay una periodista; el que quiera que abandone la sala». Pero nadie lo hace. Nadie oculta ni suaviza sus miserias.

Sin edad

«La abuela», así llaman a una mujer de 75 años, la veterana del grupo, tiene la sonrisa pintada en la cara, a pesar del infierno en el que vivía: «Hola, me llamo Marga, llevo sin jugar desde 2002. Cuando se descubrió lo mío yo estaba a punto de irme al faro a tirarme. Si no fuera por vosotros hoy estaría en el otro mundo», «Hola, Marga».

No hay edades ni condición social. El más joven acaba de cumplir 25 años: «Hola, me llamo Marcos, soy jugador compulsivo», «hola, Marcos». «Llevo sin jugar desde el 29 de enero de 2008. Las últimas 24 horas han sido bastante malas. Desde que lo dejé estoy estresado, antes no tenía tiempo para mí y ahora me sobra. Por culpa del juego estuve siete años sin estudiar, ahora quiero sacar la ESO, pero no voy a aprobar…», «gracias Marcos».

La ronda de «24 horas» continúa. Uno a uno, todos expresan cómo se han sentido en el último día. Algunos dicen estar felices porque la jornada ha sido «normal»: «Ha sido un buen día, de mucho trabajo, comer con la familia…», comparte Víctor. José puntualiza que «mis últimas 24 horas han sido buenas, de poco trabajo y en cuanto al juego, cero sobre cero». Laura cuenta que cada día que no juega vive un día más, «el tiempo que antes gastaba en las tragaperras lo dedico a la lectura, afición que había abandonado. Mi vida ha pegado un cambio tan grande que pienso seguir aquí». El día ha sido «perfecto» para Juan: «No jugué ni madrugué. Me fui a tomar un café a una terraza y después a mirar un coche que me quiero comprar. Hice todo lo que quería hacer, cuando antes no podía». Otros, como Jaime, saldan cuentas pendientes: «fui a ver a mi padre, esa era mi asignatura».

«Ni al parchís»

De hecho, algunos llevan más de una década asistiendo puntualmente a las reuniones. Como Julio, que desde octubre de 1997 procura cumplir a rajatabla las pautas del «Combo», libro de autoayuda que forma parte de «la literatura», como ellos la llaman, de Jugadores Anónimos, en el que se recomienda asistir a las reuniones, llamar por teléfono a otros miembros, no jugar a nada, «ni al parchís, que es una costumbre de mi familia en Navidad», explica.

La historia vital de todos ellos está plagada de dramas familiares. Víctor asegura que dejó de jugar hace dos años y cinco meses, cuando «toqué fondo, fondo». Probó en otra asociación -en Cantabria hay dos colectivos más-, recayó, y acabó en Jugadores Anónimos, «aquí no he vuelto a jugar desde el primer día. Yo he dejado de echar la moneda, aunque el juego sigue en mi cabeza y aún tengo que aprender a vivir sin jugar», explica. Desde que asiste a las reuniones intenta «ser feliz y hacer las cosas bien». Casado y con dos hijos, de 26 y 32 años, llegó a estar «con la maleta en la calle». Tanto ha cambiado su vida que hace seis meses volvió a tener la maleta hecha «pero para irme de vacaciones con mi mujer».

No suelen hablar de dinero. Dicen que no les importa todo lo que han perdido ni las deudas que todavía tienen que pagar. «El dinero se recupera. A mí hasta me cortaron la luz. Pero mi espina es el tiempo que no pasé con mis hijos, eso no lo recuperaré jamás», prosigue Víctor».

Marina cuenta que «debía millones». No juega desde 2003 pero todavía debe 24.000 euros a su marido, que se queda con su nómina hasta completar el pago. «Yo tenía una zapatería que se fue a pique y estuve a punto de separarme muchas veces. Vinieron a cerrarla, estaba mi marido dentro sin saber nada. ¿Yo?… En el bingo.. Hoy vuelvo a tener familia y un hogar, gracias a este grupo que tanta paciencia tiene conmigo».

Así y todo, el trauma de convivir con un ludópata marca a todos los miembros de la familia: «Mi hija desde niña quiso ser juez para meterme en la cárcel, siempre me lo decía. Hoy ya está opositando», prosigue Marina. Marcos, el más joven, dice que va a las reuniones «para dejar de robar a mi madre».

Fechar el inicio en el juego compulsivo no es nada fácil. Alberto confiesa que «era un crío cuando ya me apostaba las caseras con mis compañeros del equipo de fútbol».

David tiene 29 años y asegura que con 12 «estaba totalmente enganchado a la video-consola. Luego vinieron las tragaperras, las quinielas… Vine aquí obligado por mi mujer, que me amenazó con echarme a la calle. Ahora acabamos de tener nuestro primer hijo». Carlos es, en la actualidad, el que coordina las sesiones. Lleva sin jugar desde el año 2000 y comenzó a ir a las sesiones «porque mi hija de ocho años me lo pidió». En Jugadores Anónimos encontró «esperanza, ánimo, me dijeron que era un enfermo, y no un sinvergüenza».