La convivencia con un alcohólico debe de ser de todo menos fácil. Lo que nadie presupone es que cuando la persona afectada deja de beber, en su entorno más cercano se crea un efecto perverso que sume a la familia en el vacío más absoluto, como si con la última copa se esfumaran también los lazos viciados que mantenían en pie el hogar. Corroídos por la obsesión, maridos, esposas, parientes o amigos íntimos de alcohólicos acaban convirtiendo el problema en el único motivo de su existencia. Un sinsentido más de las calamidades que padecen por el alcohol.
«Yo me asusté mucho, porque a pesar de que mi marido había dejado de beber, yo cada vez estaba más triste», revive Inma, del grupo de Donostia de Al Anon, uno de los quince que funcionan en Gipuzkoa, como herramienta para enfrentarse a las dificultades de la convivencia con el enfermo. Hija de un alcohólico que acabó suicidándose y esposa de otro adicto a la bebida, esta mujer cuenta que hasta que no escuchó las experiencias de sus ahora compañeros de terapia no identificó su problema. «Me sentía abatida. Durante mucho tiempo me dijeron que tenía depresión, pero lo que me pasaba era otra cosa. Yo también soy una enferma del alcoholismo», asume.
Resulta difícil saber cuáles son las verdaderas dimensiones de este drama. Se calcula que por cada alcohólico existen tres familiares afectados «física y psicológicamente», apunta Inma, a la que parece que ese pasado de alcohol demasiado cercano le ha dejado marcada para siempre. El miedo, la vergüenza, el aislamiento social, la ira, la ansiedad, la obsesión o la desesperación son sólo algunas de las consecuencias de la dura convivencia con esta enfermedad que, afortunadamente, ya no soportan en la soledad de sus casas. De todo ello hablarán hoy en una charla abierta al público, a las siete de la tarde en la casa de cultura Ernest Lluch de San Sebastián.
«Herramientas para la vida»
Fueron las mujeres de los primeros miembros de Alcohólicos Anónimos quienes comprobaron, mientras esperaban a sus esposos en terapia, los beneficios de compartir su experiencia para afrontar con mayor resolución la realidad que les había tocado vivir. Así nació Al Anon en el Nueva York de 1952, una organización no profesional que se ha extendido por todo el mundo cuyo «único propósito es el de ayudar a familiares y amigos de alcohólicos, en activo o que ya hayan dejado de beber», subrayan. El anonimato, como ocurre con las sesiones de alcohólicos, es el mandamiento irrevocable que también mantienen en el reportaje.
«Los familiares no bebemos, pero las secuelas son parecidas», revela Antonio, a quien las reuniones con el grupo de Donostia le han proporcionado «herramientas para poder afrontar situaciones cotidianas como para tener una vida confortable», incluso cuando el familiar alcohólico aún no ha dado el paso de dejar la bebida, como es su caso. Gracias a las charlas ha conseguido identificar sus sentimientos y controlarlos, por ejemplo, a la hora de estar con sus hijos, el resto de su familia, sus compañeros de trabajo «o incluso el quiosquero». «No te das cuenta, pero esa ira y frustración que te domina se transmite también en tus relaciones con los demás», asegura.
Desesperado y nada esperanzado con lo que iba a encontrar en Al Anon, «fue una grata sorpresa descubrir que allí no sólo me escuchaban, sino que entendían lo que me ocurría sin juzgarme». La terapia ha dado sus primeros frutos. Ya no se siente culpable de la compulsión por la bebida de su ser querido, un sentimiento persistente que le llevó a pensar en lo que hizo o había dejado de hacer como motivo del problema.
A Elena no sólo le costó asumir su estado de debilidad, sino que tardó mucho tiempo en dejar de justificar inútilmente los comportamientos de su ser querido que era alcohólico. «En mi caso el efecto de la enfermedad fue el autoengaño -admite-. Pensaba que, al fin y al cabo, si él me quería podía dejar de beber». Pero no ocurrió así. «Cualquier celebración, las navidades o una reunión familiar se convertían en un angustia absoluta por saber qué iba a hacer, si iba a estar bien o si se iba a pasar». Evitar los encuentros sociales fue una de las primeras decisiones que tomó. El aislamiento tornó pronto en «un ambiente asfixiante» que le envolvía durante todo el día. En Al Anon, dice, ha conseguido coger algo de aire para seguir adelante.
«Aprender a sonreír»
Mercedes asiente con la cabeza. «La obsesión que tenía por controlarlo todo se ha mitigado», dice esta mujer, la de más edad en el grupo que charla para este reportaje. «Te pasas todo el día pensando en qué hará, si habrá bebido, cómo llegará a casa, si habrá discusión. Al final vives para el alcohólico». Vacían las botellas de alcohol por el fregadero, registran la casa en busca de botellas escondidas, marcan los recipientes para calcular la cantidad que se bebe o incluso «oyen» hasta el sonido del sacacorchos.
Una vez se dio cuenta de esa pesada carga y admitió que sola no iba a ser capaz de afrontar el problema, inició la metamorfosis. «Estoy más tranquila. He aprendido de nuevo a sonreír».