ISLAMABAD.- Se acerca una nueva guerra del opio, pero no como las que se libraron entre China y el Imperio Británico en el siglo XIX (1840-1842 y 1856-1860). Es, más bien, una guerra contra el opio.
Entre los propósitos de los generales de Bush estaría el de destruir los campos de la lindísima y a veces mortal amapola. Porque bajo los talibán, los árbitros de la moral más estricta, el opio ha estado a punto de convertirse en el opio del pueblo. El 80% de la heroína que se consume en Europa procede de Afganistán. Es el primer productor y exportador del que el inglés de Quincey llamó en sus confesiones «el veneno dulce y casto».

En mi primer viaje por Afganistán en 1965, el hachís se vendía libremente en los mercados de Kandahar, hoy centro espiritual del mulá Omar, el caudillo tuerto de los talibán, del que se ha escrito que tiene «una visión unidimensional y un conocimiento muy rudimentario del mundo».

La droga blanda, lo pude comprobar, se vendía también en Herat, Kabul o Jalalabad. Los ancianos, tocados con sus gorros de karakul, fumaban de la pipa de agua, pero el país del rey Zahir parecía librarse de los efectos de la adormidera. Creo recordar que su cultivo estaba prohibido y el consumo se reducía en todo caso a los pequeños bazares regionales. Hasta la llegada de los soviéticos en 1979.

Un estudio de Alfred McCoy confirma que, en los dos años que siguieron a la irrupción de los servicios secretos norteamericanos en Asia Central, las «tierras fronterizas de Pakistán y Afganistán se transformaron en las primeras del mundo en producción de heroína». El 60% del suministro de caballo procedía de esas regiones. En Pakistán, la adicción a la heroína pasó de un nivel próximo a cero en 1979 a 1.200.000 en 1985, un crecimiento más alto que en ninguna otra nación.

En los territorios controlados por los muyahidin (guerrilleros integristas), éstos ordenaron a los campesinos que plantaran opio como forma de impuesto revolucionario. Al otro lado de la frontera, en Pakistán, los líderes afganos bajo protección del ISI (servicio de Inteligencia militar de Pakistán) crearon cientos de laboratorios. La Agencia de Control de Drogas norteamericana (DEA) hizo la vista gorda, renunció a perseguir el cultivo y fabricación de heroína.

«La política de narcóticos de EEUU se subordinó», añade McCoy, «a la guerra contra el invasor soviético». En 1995, el director de la CIA para el sector de Afganistán, Charles Cogan, admitió que «había sacrificado la guerra contra la droga en el altar de la Guerra Fría». «Nuestra misión consistió en causar el mayor daño posible a los soviéticos. No teníamos ni los recursos ni el tiempo suficiente para dedicarnos a la investigación del tráfico de estupefacientes. Creo que no debemos pedir perdón por ello. Cada situación tiene sus imponderables. El objetivo principal se cumplió. Los soviéticos abandonaron Afganistán». Ellos, los rusos, que combatieron a 40 grados bajo cero para salvarse y salvar a Occidente de la amenaza integrista.

La CIA contó para aquel trabajo sucio con un aliado de excepción: los servicios militares de Inteligencia paquistaníes, el ISI, el llamado gobierno invisible, un Estado dentro del Estado, un poder paralelo fundado poco después de la independencia en 1948 y adiestrado por la CIA y el servicio francés SDECE. Hoy cuenta entre militares, agentes, analistas, burócratas, espías e informadores con unas 150.000 personas, según revela el semanario de esta capital Independent.

La Media Luna de Oro obtenía, con el permiso del dictador integrista, el general Zia ul-Haq, entre 100.000 millones y 200.000 millones de dólares de beneficios para el crimen organizado, las instituciones financieras, los servicios secretos y los sindicatos.

La invasión de Afganistán salvó a Pakistán y al presidente Ul-Haq de la quiebra. Su lema era «Fe, piedad, abstinencia y guerra santa en el nombre de Dios», lo que mostraba sus sólidas inclinaciones religiosas. Murió en un extraño accidente de aviación. Los dólares de la heroína le permitieron financiar al devoto y puritano general su programa nuclear y las operaciones encubiertas en Afganistán y Cachemira. Para la emoción de los nuevos ricos de la frontera aparecieron técnicos extranjeros con sus equipos de refinado de la adormidera. «Enseñaron a los campesinos», señala Emma Duncan en Breaking the curfew, «a producir heroína y venderla en los mercados mundiales».

La CIA y el ISI utilizaron la droga para convertir en adictos a un buen numero de afgantsys soviéticos. Ahora el cultivo del opio está prohibido en Pakistán, pero en 1979 alcanzó la cifra máxima: 800 toneladas. Las 700 toneladas de Afganistán se exportaron a través de la frontera paquistaní. Se calcula que en 1986 Pakistán suministró dos toneladas y media de heroína al mercado estadounidense. El hijo de un gobernador de la frontera se pudre en una cárcel de Estados Unidos por tráfico de heroína.

El dinero procedente de la droga sirvió como catalizador para la desintegración de la URSS y el nacimiento de seis nuevas repúblicas musulmanas en el Asia Central. La CIA, el ISI y su aliado Osama bin Laden aplaudían desde las sombras.

El experto francés Alain Labrousse confirma el papel que desempeñaron los servicios norteamericanos: «Desde el comienzo del conflicto afgano, el servicio de Inteligencia del Ejército paquistaní, el ISI, recibió el encargo de EEUU de distribuir la ayuda financiera y militar a la resistencia afgana. Este hecho tuvo consecuencias políticas de importancia en la medida en que favoreció a los sectores más integristas de la oposición armada. Se aprovecharon también de la posición de monopolio para traficar con heroína».

En una economía agrícola de subsistencia el cultivo del opio les vino bien a los campesinos afganos. Así pudieron sobrevivir. Aquí es donde y cuando entra en escena la CIA. La guerra contra la invasión de los suravi, los rusos, costaba cara. Por razones de discreción los fondos debían entregarse a la resistencia afgana sin la etiqueta made in USA. Ya ocurrió en la guerra secreta de Laos (Indochina) como puso al descubierto un libro de McCoy publicado en los años 70. El tráfico de estupefacientes es un modo clásico de financiación de las guerras. «La tentación era aún mayor si tenemos en cuenta», escribe Jean-Noel Guénod, «que la casi totalidad de la morfina de base procede de la región afgano-paquistaní».

Los talibán, tan ignorantes, tan malos economistas como pésimos administradores, más preocupados por rezar a su Dios e imponer su ley islámica que de obtener recursos, vieron en los campos de adormidera la mejor solución para lograr fondos con que comprar armas. Lo único que tienen de modernos son las armas. Hasta que en julio pasado el mulá Omar promulgó un edicto por el que prohibía el cultivo de opio. Hicieron -comprobados los estragos que causaba en la juventud afgana- que se cumpliera a rajatabla la ley, de tal manera que la ONU y los agentes antinarcóticos de EEUU informaron en marzo pasado que se había detenido la producción en las zonas controladas por los talibán.

La drástica orden del mulá llevó a la ruina a miles de campesinos, obligados a tomar con las columnas de refugiados el camino del éxodo hacia Pakistán. Una sequía de cuatro años remató sus desgracias. Bernard Frahi, responsable del programa de Control de Estupefacientes de la ONU, cree que «en una situación prebélica, los talibán han permitido de nuevo el cultivo de opio». Pero quedan grandes stocks en los almacenes, unas 3.000 toneladas en Afganistán, equivalentes a 300 toneladas de heroína pura. Los precios del opio han caído en barrena, hasta un 80% en las pasadas semanas. Dentro de Afganistán, el precio del kilo de opio es inferior a 5.000 pesetas.

La herencia de esta guerra tan poco santa ha hecho que Pakistán alcance los cuatro millones de drogadictos. Los heroinómanos representan el 52% del total. Karachi cuenta con 600.000 drogadictos.

Una dosis de heroína cuesta muy poco, entre 30 y 50 rupias, menos de un dólar. Por eso en algunos rincones de Karachi, la metrópoli del ahorcado Zulfikar Ali Buttho, el Lahore de Kim, o de Peshawar, la ciudad cantada por Kipling que conocieron Marco Polo o Lawrence de Arabia, vemos a legiones de yonquis tambaleándose con jeringuillas colgadas de brazos o piernas.