Pacho cambia de esquina como si pararse en una acera diferente le fuera a cambiar su suerte. Es ya media mañana, no ha probado bocado desde ayer y, lo que es peor, no sabe si podrá comer en toda la semana. Lleva una camiseta sin mangas, un jean roído y lo persigue la angustia de no haber conseguido trabajo ayer, cuando los patrones pasaron recogiendo trabajadores para sus cultivos de coca. O raspachines, como les llaman a los recolectores de la hoja de coca, como él. Pacho no tuvo suerte. No logró engancharse con ninguno, porque estaban ofreciendo el pago fiado y él necesita la plata para ya, porque de ahí también comerán su esposa, sus dos hijos y una sobrina que están cuidando en casa. A él no le sirve el dinero prometido sino el que está en el bolsillo. “Si no nos sale trabajo hoy, ya todos los que estamos aquí en el pueblo nos vamos a quedar sin trabajo esta semana”, dice. Una semana sin trabajo es una semana sin comida.
Lo dice desde Cuatro Esquinas, que es como bautizó la comunidad a un cruce de caminos en La Gabarra, un corregimiento de Tibú, el municipio con más coca sembrada en Colombia, con algo más de 20.000 hectáreas, según la Unodc. Pacho es uno de los más de 13.000 migrantes venezolanos en este municipio, que han cruzado la frontera desde Venezuela para venirse a ganar la vida internados en los cultivos de coca. Es de los primeros que llegó, lleva ya siete años, pero nunca había aguantado tanta hambre como ahora. Las ojeras le consumen el rostro, está a medio afeitar y lleva el pelo sucio. Es la imagen de la necesidad.
Leer el artículo completo en elespectador.com