LA APERTURA DE «NARCOSALAS»

Este mes de junio se pondrá en marcha en el poblado madrileño de Las Barranquillas la primera sala de venopunción de España, formada por unos módulos en los que los toxicómanos podrán acceder llevando su dosis para inyectarse en condiciones sanitarias controladas. La decisión de instalar las llamadas «narcosalas» estuvo precedida por la polémica acerca de su validez como instrumento para abordar el problema de la drogadicción. En esta página se valoran esas posibilidades en relación a la actual situación española y en comparación con otras experiencias europeas.

— Un parche conveniente, artículo de Xavier Ferrer
— El malentendido, artículo de Domingo Comas

Estos textos fueron publicados en el periódico EL PAÍS digital el domingo 21 de mayo de 2000.

Un parche conveniente
XAVIER FERRER

La polémica desatada en torno a las bautizadas -probablemente por sus enemigos- como «narcosalas» nos sitúa plenamente en la discusión sobre los límites éticos y pragmáticos de la lucha contra los hábitos nocivos, ya sean fumarse tres cajetillas de cigarrillos al día, inyectarse heroína o atiborrarse de colesterol. Pero, a diferencia de lo que sucede con el tabaquismo o el colesterol, lo relativo a las drogas ilegales se ha enfocado mediante una actitud fundamentalista de tolerancia cero (lo que a mi entender es sinónimo de intolerancia) y de profundas resonancias paramilitares (¡guerra contra «la droga»!).

Esta aproximación al problema se ha estrellado mil veces contra una dificultad inamovible: gran parte de los consumidores de drogas no está dispuesta (al menos, no en un momento dado) a abandonar el consumo: no puede, no quiere o -más a menudo- ni puede ni quiere. Ante esa conducta de los usuarios, la posición social implícita ha sido radical: «Que lo dejen o que se mueran». Pero este enfoque (que nunca fue científico, ni humanitario, ni siquiera humano) está siendo progresivamente erosionado por una realidad que no puede ocultarse.

España está a la cabeza indiscutible de la liga europea de casos de sida, y el uso de drogas inyectables ha sido sin ninguna duda el principal factor que ha contribuido a este triste liderazgo. El hábito de compartir material de inyección está también en el origen de una tremenda epidemia de hepatitis B y C. Y, sin embargo, son muchos los que han demostrado con su esfuerzo que es posible salir de la dependencia de las drogas, insertarse socialmente y llevar una vida rica e incluso solidaria. Me honro en tener a algunas de esas personas como amigos: hoy son trabajadores, empresarios, médicos, profesores de universidad, policías, políticos. Otras personas, a las cuales también he conocido, nunca han conseguido ese objetivo: murieron antes, víctimas no tanto de la droga como de unas condiciones de acceso al producto y de administración del mismo de las que todos somos corresponsables.

En Suiza, la prescripción controlada de heroína ha sido evaluada con un rigor poco habitual y con resultados suficientemente favorables, especialmente teniendo en cuenta el perfil de los toxicómanos seleccionados. En comparación, las «narcosalas» parecen menos capaces de reducir los daños asociados a las drogas, en especial la delincuencia necesaria para conseguirlas. El usuario debe traer su propia heroína, adulterada, contaminada por microbios varios y comprada en el mercado negro. En cierta medida, todo ello es un parche; pero, en comparación con rodar con la rueda pinchada, ¡bienvenido sea el parche! Esperemos que el siguiente paso sean medidas más comprometidas y potencialmente más eficaces.

Pero, entonces, ¿qué podemos esperar de las «narcosalas»? Facilitar espacios de consumo higiénico de drogas (ECHD) puede salvar de una sobredosis a consumidores con mucha vida y posibilidad de recuperación por delante; puede disminuir las infecciones por sida y hepatitis, potencialmente mortales, costosísimas en su tratamiento para el erario público y transmisibles a los no consumidores por la vía sexual; proporcionar reposo antes de que el consumidor salga a la calle lo bastante colocado como para ser atropellado y poner de paso en un serio aprieto al conductor que le atropelló, y, muy importante, facilitar contacto con personal especializado que pueda motivar a los usuarios para tratar lo antes posible su adicción. En comparación, sus inconvenientes parecen nimios: los lugares donde se instalan están cercanos a puntos de venta y consumo ya sobradamente conocidos, con lo que la única novedad es la de un consumo menos público y más higiénico, así como la disminución de jeringuillas abandonadas por la calle; suponer que los ECHD atraerán como un imán a los consumidores y facilitarán su reunión es ignorar algo tan palmario como que los adictos no necesitan de lugares organizados por el Gobierno para reunirse, encontrarse o traficar.

La situación en Madrid parece haber encontrado una salida racional. En Barcelona, en cambio, la propuesta de una unidad móvil de este tipo chocó con la fácil demagogia que puede hacerse contra la inseguridad y «la droga». Ciertamente, para reducir la inseguridad en un distrito, sus vecinos deberían solicitar no un ECHD, sino un programa controlado de administración de heroína. Pero eso no fue así, y en su lugar se insiste en propuestas del tipo de «desmantelar el barrio conflictivo» y dispersar a sus habitantes. Parece poco razonable suponer que quienes viven del tráfico de drogas dejen tan lucrativa actividad sólo por trasladarse de vivienda, y, por tanto, es muy probable que esta dispersión tenga un efecto de siembra del problema en otros lugares de la ciudad. Eso sí, el problema será menos visible y al mismo tiempo más difícilmente abordable. Si en lugar de un punto de venta y consumo tenemos quince, será más difícil encontrar fondos para instalar los 15 ECHD necesarios. Este tipo de seudosoluciones urbanísticas es, en mi experiencia, un método tan caro como dudoso para resolver problemas de profunda raigambre humana y social; eso sí, los vecinos de un determinado barrio pueden sentir que el estigma no se centra solamente en ellos: quizá haya que tomar medidas administrativas para asegurarnos de que todos los toxicómanos se inyectan sólo en su respectivo barrio, y multarles si lo hacen fuera de él.

En cualquier caso, parece que las actitudes de exclusión y marginación no se dirigen sólo contra colectivos de otra etnia o procedencia, sino también contra los ciudadanos de nuestra propia comunidad que han elegido la droga equivocada. Frente a esa intolerancia irracional, y especialmente cuando desde las instituciones se actúa con inteligencia y coherencia, es una responsabilidad de las ONG y de las personas conscientes el movilizarse para defender el derecho a la vida y a la salud de todos los ciudadanos, incluido, naturalmente, el de los consumidores de drogas.

Xavier Ferrer es director técnico de la Fundación Salud y Comunidad (Grupo ABS) y jefe de estudios del Master en Drogodependencias de la Universidad de Barcelona.

El malentendido
DOMINGO COMAS

Con el gran evento de las «narcosalas» que se supone que va a abrir en Madrid su Gobierno autónomo, con la financiación del Ministerio del Interior, me ocurre lo que al protagonista vegetariano de aquella historieta al que le obligaban a decidirse entre el cordero y el cerdo y que se inclinaba finalmente por el cordero porque «al menos estoy seguro de que come hierba». Por lo mismo puedo afirmar que si de mí dependiera abrir las «narcosalas», las abriría. Pero tras esta afirmación inicial nada me debe impedir, ateniéndome a la forma en que las «narcosalas» se han presentado, diseñado y promocionado, reflexionar sobre si constituyen una buena solución para los adictos excluidos de determinadas zonas de Madrid.

Mi primera duda es que, a pesar de las prolijas explicaciones del gerente de la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid, no he conseguido entender bien lo que son las «narcosalas» más allá de un sitio sustitutivo en el que se garantiza que los adictos podrán consumir heroína. En cambio, las reiteradas menciones a experiencias como las de Rotterdam o Zúrich se refieren a estrategias que, con la participación de los propios adictos, propician el cambio hacia pautas de consumo más saludables, en cuyo contexto se abren «salas de consumo». La idea, surgida de una Administración pública, de los meros lugares para inyectarse bajo vigilancia, es exclusiva de Madrid.

Quizás mi falta de comprensión tenga que ver con el origen de la idea, porque todo comenzó cuando la Junta de Andalucía propuso su programa experimental sobre heroína, que el Ministerio de Sanidad rechazó argumentando que el PNUFID, el organismo de Naciones Unidas que se ocupa de los temas de drogas, no estaba de acuerdo. Entonces, Interior y la Agencia Antidroga inventaron las «narcosalas». Ahora, el PNUFID acaba de informar positivamente sobre el programa de heroína andaluz y negativamente sobre las «narcosalas» de Madrid, pero Sanidad sigue sin autorizar el programa de la Junta de Andalucía, quizás porque, como han dicho algunos, Naciones Unidas carece, de pronto, de autoridad en la materia. Un lío político que deberían explicar los ministros competentes y no tanto los técnicos con el don de la profecía.

Este culebrón nos ha dado ahora alguna luz sobre el proyecto de las «narcosalas», cuyo objetivo sería entonces lograr una determinada proyección mediática. No importa que para ello se tenga que obviar la labor de aquellos grupos y colectivos que en Madrid, desde hace años, de una manera discreta, están trabajando, con muy pocos recursos y, por supuesto, sin ningún apoyo del Ministerio del Interior, en programas de salud con el colectivo de adictos usuarios de heroína, excluidos y marginados, que pululan por los poblados y otras zonas menos conocidas del extrarradio.

Estamos hablando de programas de proximidad a los adictos, muchos de los cuales participan en los mismos como mediadores y agentes de salud. Es decir, el modelo de Rotterdam, el más citado, ya lleva un tiempo desarrollándose en Madrid, e incluso, tal y como ocurre en la ciudad holandesa, el trabajo conjunto de profesionales, mediadores y adictos ya va definiendo lugares de venopunción. Contrariamente a lo que se afirma desde la Administración, ninguna institución ha abierto «narcosalas» en Rotterdam, ni tan siquiera son legales, simplemente se las tolera. Ha sido el propio proceso de intervención, como ocurre en Madrid con los programas de «menos riesgos, más salud», el que ha ido creando tales lugares. Hay que tener locales como en Rotterdam, pero no se trata de «poner lugares» por parte de la Administración, porque esto no tiene nada que ver con las estrategias de proximidad y salud, sino más bien con la lógica burocrática y el interés político por producir asombro mediático.

Ciertamente se alegará, con razón, que las «narcosalas» pueden facilitar este tipo de trabajo. Y no lo pongo en duda; por eso soy partidario de abrirlas. Pero también me preocupo cuando constato cómo la Agencia Antidroga prefiere ignorar todo el trabajo real, similar al tan mentado modelo de Rotterdam, que ya se hace en lugares como el Corredor del Henares, Alcobendas o San Sebastián de los Reyes, que creo recordar que son también municipios de la Comunidad de Madrid, e incluso en otros municipios de Castilla-La Mancha, una comunidad en la que el Plan de Drogas no parece tener tantos problemas a la hora de informarse sobre lo que realmente ocurre en Europa. Sirva como detalle final que las «narcosalas» no se van a ubicar en aquellos lugares en los que hay un trabajo previo, o se han deducido más demandas o más necesidades, sino en aquellos que han merecido una atención televisiva que implica una crítica a la labor del Ministerio del Interior.

Por todo ello, tengo que dar un sí a las «narcosalas», porque son necesarias para mejorar la salud de los adictos; pero a la vez hay que ser conscientes de que la razón real de su existencia y la forma en que han sido diseñadas para la Comunidad de Madrid las va a hacer perfectamente prescindibles.

Domingo Comas es sociólogo y preside el Grupo Interdisciplinar sobre Drogas (GID).