Hace ya tiempo se discute si la falta de información respecto de los daños que provoca el uso indebido de drogas constituye un posible factor de riesgo frente al consumo entre adolescentes. De acuerdo con los resultados que se vienen obteniendo en los estudios estadísticos en población escolar, entre los cuales se indaga sobre el nivel de información que los estudiantes creen tener sobre la temática, esto no sería así.

En promedio, más de la mitad de los encuestados afirma sentirse “bien informados” sobre las consecuencias del consumo de drogas. Sin embargo, entre los “bien informados” se observa mayor consumo de sustancias lícitas y marihuana. Al mismo tiempo, también en promedio, la mitad de los estudiantes dicen haber recibido alguna vez cursos de prevención sobre consumo de drogas. No obstante, el uso de sustancias en esta población es considerablemente alto.

¿Qué dicen estos datos? Que contar con información no operaría como barrera ante el consumo, y que existen otros factores en juego al momento de comprender la naturaleza del fenómeno del uso indebido de sustancias psicoactivas entre adolescentes.

Para empezar, es necesario profundizar en los determinantes sociales que intervienen en las conductas de los individuos, y también en las subjetividades individuales como la percepción de riesgo. Con respecto a esta variable, que en sus extremos se configura como un factor de protección (gran riesgo) o un factor de riesgo y vulnerabilidad (ningún riesgo y riesgo leve), podría existir cierta disociación entre información y decisión.

Dicho de otro modo, tener información no necesariamente deriva en una conducta acorde a lo que comúnmente se entendería por una decisión racional basada en los datos disponibles. Una explicación es que las habilidades aún en desarrollo de los adolescentes para tomar decisiones con criterio, pueden limitar la capacidad para evaluar con precisión ciertos riesgos derivados del consumo de drogas. Pero es una mera aproximación al nudo del problema.

Percibir el riesgo no necesariamente implica poder manejar ese riesgo percibido. El consumo de sustancias psicoactivas produce una liberación de dopamina cuyo efecto puede ser mucho mayor y más duradero que el producido por algunas conductas que usualmente producen placer, como la alimentación o el sexo. Una conducta placentera, pero al mismo tiempo riesgosa, representa una encrucijada para los jóvenes. Al mismo tiempo, el consumo de drogas disminuye la atención, interfiere con la capacidad de toma de decisiones, dificulta la coordinación motora y atenta contra el normal control de sentimientos y deseos. Tener información sobre los riesgos no necesariamente implica decidir y actuar de forma correcta.

Otra cuestión no menor es cómo analizar el tipo de información disponible, y también de qué modo evaluar los mecanismos utilizados para vehiculizarla. Primero, porque cantidad no es calidad. Existe mucha información “basura” sobre drogas a sólo un clic de Google, o disponibles en las redes sociales. Son datos libres que nadie filtra, que nadie valida, que nadie contrapesa. Demostrado está también cómo el historial de navegación y los algoritmos utilizados por los buscadores de Internet predeterminan qué tipo de resultados personalizados se ponen a disposición.  Hoy los jóvenes cuentan con un caudal inmenso de información. Pero esa catarata de información no los ha convertido en individuos libres con mejores herramientas para decidir mejor, sino en seres agobiados e “infoxicados”.

En segundo lugar, la información puede ser todo lo objetiva que se quisiera, con el basamento científico necesario, y de notorio interés para quienes trabajan específicamente la problemática de las drogas y las adicciones. Pero si carece del lenguaje y de los códigos acordes al público adolescente escolarizado hacia el cual se orientan las intervenciones, la misma pasará, lisa y llanamente, desapercibida. Empaquetar la información de tal modo de dotarla de las características necesarias para que logre captar la atención de los jóvenes también es hablar de calidad informativa.

El tercer punto es aceptar el fracaso del modelo de transferencia informativa de emisor a receptor, algo así como la vieja y obsoleta teoría comunicacional de la Aguja Hipodérmica pero aplicada al campo de la prevención de adicciones. Ya no hay lugar para los verticalismos discursivos de atril. La transmisión debe ser horizontal, participativa, retro-alimentativa, orientada a la construcción de un saber colectivo y compartido por todos los actores que intervienen en el proceso comunicacional.

Ahora bien: suponiendo que se pudiera avanzar hacia un nuevo modelo preventivo basado en las premisas anteriormente mencionadas, el problema central es cómo sortear la trampa de contraponer evidencia contra ideología, o verdad contra posverdad. Se puede brindar información dura, validada por la ciencia, respaldada por estadísticas. Se puede mostrar en imágenes de tomografías computadas los daños que el consumo de marihuana produce en el cerebro, o hablar de cuántos accidentes viales tienen al alcohol como común denominador. Pero esta información compite contra ese conjunto de creencias denominado imaginario o representación social, que define lo que podría entenderse por algo “cierto” o “verdadero” en un momento determinado para un grupo determinado.

“La mentira es tan vieja como la humanidad. Pero la falsedad propalada a través de las redes sociales es un fenómeno nuevo. Y eso es la posverdad: la difusión viral de enunciados que engañan. Muchas posverdades configuran una falsedad madre, instituida por intereses creados y emancipada de los hechos mismos”. (Miguel Wiñazki)

La retórica tiene un enorme potencial para hacer real lo imaginario, o simplemente lo falso. En tiempos posmodernos, lo real no consiste en algo ontológicamente sólido y unívoco, sino, por el contrario, en una construcción de conciencia, tanto individual como colectiva. El tema drogas es un objeto de discurso, un conjunto de hipótesis sobre un hecho social específico, que tiene su historicidad, y se encuentra bajo relaciones particulares de poder. Pensar el tema drogas como un discurso social implica pensar cómo y en qué condiciones se produce el sentido que se le da al concepto, incluyendo la dimensión significante de los fenómenos sociales. La puja se establece entonces entre lo que algo es y lo que se cree que eso mismo es, de acuerdo con la construcción social preponderante.

El problema de las drogas puede analizarse y entenderse en base a los modelos de interpretación, es decir, a las formas diferentes y concretas que tienen las personas y los grupos de ver, analizar, interpretar y posicionarnos sobre los valores, las actitudes y los fenómenos con los que conviven una sociedad. Cabe referirse aquí al concepto de ideologías.

Para el lingüista Teun A. van Dijk, “las ideologías, entendidas como sistemas de cognición social, son evaluativas y por lo tanto son la base de los juicios que los miembros de un grupo poseen sobre lo bueno/malo, correcto/incorrecto, bello/feo, etc., y proporcionan orientaciones básicas para percibir e interpretar una realidad. En este sentido, la base en la construcción de ideologías son los valores socio-culturales que incluyen conceptos como la verdad, la justicia, el amor, la equidad, la eficiencia, entre otros muchos, y pueden fluir en la sociedad jerarquizándose de una manera particular o ajustándose a la relevancia universal. Como todo sistema cognitivo, las ideologías son un conjunto ordenado de proposiciones evaluativas que estructuran y jerarquizan las relaciones grupales e intergrupales dando lugar a la generación de un esquema complejo, el cual, en principio, puede estar constituido por un conjunto finito de categorías del tipo, identidad y número de miembros, acciones y tareas, metas, normas y valores, posición o rol y recursos”.

Sí resulta de interés analizar como las ideologías son vehiculizadas y visibilizadas por sus actores, y cómo funcionan en prácticas sociales cotidianas. Para ello, es necesario observar detalladamente sus manifestaciones discursivas, entendiendo que el discurso y sus dimensiones mentales están insertos en situaciones y estructuras sociales.  El dominio privilegiado de la ideología, el lugar donde ejerce directamente su función, es en el lenguaje.

Los jóvenes dicen tener información en abundancia, pero actúan como si no la tuvieran. Saben que caminar en el borde de un precipicio los pone en peligro de caer, pero sin embargo deciden hacerlo. Se sienten lo suficientemente informados acerca de las consecuencias del uso indebido de drogas, pero igual eligen consumirlas. La explicación a este extraño juego de ruleta rusa es que han construido un sistema propio de información, fundamentando en un conjunto de posverdades, que lo torna sumamente movedizo, pantanoso, inestable a los ojos adultos, pero que para ellos es sumamente útil para poder interactuar dentro de sus grupos de pares. La única forma de desactivar, modificar y reconstruir ese conjunto de creencias socialmente compartidas, ese Sistema de Posicionamiento Global (GPS) adolescente, es con ellos, junto a ellos, desde adentro hacia afuera.

Recalculando…Todo esto obliga a no dar por sentado nada, a poner en duda todo, para restituir el significado a ciertos conceptos. Retomando la idea del torcimiento entre percepción de riesgo y manejo de riesgo, ¿no sería hora de preguntarse qué entienden los jóvenes por riesgo? ¿No será que los parámetros de peligro se han desplazado? ¿No será que los mojones que marcan ciertos límites, al amparo de una creciente tolerancia social, se han vuelto difusos? ¿No será hora de reconstruir la noción de límite, de riesgo, de daño?

Según van Dijk, los discursos hegemónicos cristalizan culturas políticas, privilegia ciertos intereses (y excluye otros) y define criterios de justicia y eficacia en ámbitos institucionales. Las instituciones no son otra cosa que ideologías sedimentadas, discursos cuyas relaciones de sentido se han vuelto relativamente estables y permanentes. La escuela como institución recrea y reproduce en los actores sociales, ciertos valores y bienes culturales seleccionados y particularmente valorados por un grupo. Esto otorga a la escuela la función primordial de asegurar el acceso al conocimiento socialmente válido y la promoción de aprendizajes significativos.

Desde esta perspectiva, la escuela es un espacio con capacidad de transmitir saberes y producir cambios sociales, devolviéndole el sentido perdido a las cosas. “La educación no es un instrumento infalible (ninguno lo es), pero es el más precioso de todos. Tal vez sea el único”. (Jorge Luis Borges)

Reinventar la prevención del uso indebido de sustancias psicoactivas en ámbitos escolares es todo un desafío en estos tiempos en los que existe sobreabundancia de información sobre las drogas y sus efectos, al mismo tiempo que lamentablemente ha crecido la disponibilidad de las mismas. Quizás lo más sagaz sería abandonar de una buena vez el concepto de riesgo disuasorio, para pasar a un activismo social que retome la idea de libertades, responsabilidades y consecuencias de cada acto. Quizás se debería dejar de pregonar intencionalidades, y empezar a comprender a los jóvenes como actores sociales con capacidad de acción, protagonistas de sus propias historias de vida. Quizás ya sea tiempo de escucharlos primero.

Surge así la necesidad de encarar la prevención desde una metodología participativa. Se trata de un proceso que concibe a los participantes como agentes activos en la construcción del conocimiento y no como agentes pasivos, simplemente receptores. La percepción, el análisis y la solución de los problemas no depende exclusivamente de “el experto”, sino que tiene en cuenta las expectativas, las percepciones y las necesidades de los actores sociales. La metodología participativa es una forma de abordar los procesos de enseñanza-aprendizaje, que parte de los saberes, mitos, representaciones sociales, estereotipos, prejuicios, actitudes y prácticas previas de las personas, buscando la construcción de nuevos conocimientos de forma colectiva.