[Acontecimientos dramáticos como los recientemente sucedidos en el Estrecho de Gibraltar, y la reacción social y política que han acarreado, nos recuerdan que todavía estamos lejos de pensar, y de aplicar, una política de drogas que integre de manera satisfactoria las principales aristas de este complejo fenómeno].

 

Por Constanza Sánchez Avilés

ICEERS

 

Hace años que navego entre la teoría y la práctica de las políticas de drogas, y cada día me planteo una pregunta transversal, que a su vez planteo a las personas que encuentro en este camino: ¿qué respuesta queremos dar, como comunidad, como sociedad, a un fenómeno -el de las drogas- que tantas aristas reviste en todos los ámbitos de nuestras sociedades? Durante las últimas dos décadas la reflexión sobre las drogas y sus políticas, así como las narrativas que las acompañan, han evolucionado enormemente. Tanto a nivel internacional como en nuestro país.

En la actualidad, los organismos internacionales han asumido, al menos en parte, que la política de drogas es mucho más que el control de la oferta de las sustancias fiscalizadas, que no solamente es necesario reducir el tamaño de los mercados de drogas sino también los daños asociados a éstos. Las Directrices internacionales sobre derechos humanos y política de drogas, o el Informe de la ACNUDH sobre los Desafíos en materia de derechos humanos a la hora de abordar y contrarrestar todos los aspectos del problema mundial de las drogas son buenos ejemplos de esta evolución. En los foros de control de drogas de las Naciones Unidas se debate ahora sobre sostenibilidad, derechos humanos, centralidad de las personas usuarias y su salud, reducción de daños y riesgos, o la necesidad de basar las decisiones en la evidencia científica y el conocimiento comunitario.

En España, dichos cambios de narrativa y prioridades se han hecho también patentes. Desde los años 80 se asume la necesidad de reducir los daños asociados al consumo de sustancias (y no sólo de eliminar dicho consumo), así como la idoneidad de moderar la aplicación del Derecho penal en situaciones de pequeña entidad (recordemos la doctrina del ‘consumo compartido’ del Tribunal Supremo). Más recientemente, dimensiones como el género, los derechos de las personas que usan drogas o la reducción de riesgos han sido introducidas en las narrativas e intervenciones de las administraciones públicas y de las ONGs. Esto a pesar de que se mantienen severas sanciones administrativas al mero uso y posesión en la vía pública (sanciones que se aplican desproporcionadamente a personas jóvenes y grupos históricamente discriminados) o la reticencia a regular el mercado de cannabis, al menos el acceso social que suponen los clubes sociales de cannabis -un modelo concebido por nuestra sociedad civil y que está inspirando regulaciones en muchos lugares del mundo -Uruguay hace una década, o más recientemente Malta, Alemania, Suiza o República Checa.

Sin embargo, acontecimientos dramáticos como los recientemente sucedidos en el Estrecho de Gibraltar, y la reacción social y política que han acarreado, nos recuerdan que todavía estamos lejos de pensar, y de aplicar, una política de drogas que integre de manera satisfactoria las principales aristas sociales, políticas, económicas y humanas de este complejo fenómeno.

El recurso reiterado a las respuestas centradas en la seguridad y en el ‘penalismo mágico’ [término acuñado por el jurista andaluz Jorge Ollero] han eclipsado la incorporación de otras dimensiones a la búsqueda de soluciones duraderas y sensatas. Entre ellas, las condiciones socioeconómicas y de desigualdad estructural existentes en muchos territorios del sur de la península, la falta de inversión crónica en infraestructuras o tejido económico, o el abandono institucional sobre el que han llamado la atención numerosas organizaciones de la sociedad civil gaditana y andaluza. También el reconocimiento de que existe una alta demanda de sustancias ilícitas en nuestro país (y en toda Europa), que se ha mantenido estable durante las últimas dos décadas, y cuya prohibición está en la base de este comercio ilícito. Reducir todas estas dimensiones a un asunto de seguridad, e insistir en respuestas represivas que parecen funcionar solo parcialmente, es como querer reducir a un solo color el mosaico de cristales de un caleidoscopio.

Precisamente sobre el contexto del Campo de Gibraltar, y la necesidad de abordar la cuestión de la economía política de las drogas en el sur de España desde una perspectiva diferente, reflexionaba en el último capítulo del libro Governing Human Life. (Bio)politics, Knowledge and Borders in Global Drug Policy, publicado a finales del pasado año[1] y del que soy co-autora.

A pesar de que la actualidad supera siempre la reflexión, considero importante mantener un espacio para la teoría y el pensamiento más sosegado. Hay, a mi parecer, preguntas fundamentales para abordar el fenómeno de las drogas que todavía requieren explicaciones más sofisticadas. Algunas de ellas -no necesariamente formuladas de esta manera- son las que se tratan de plantear y, parcialmente responder, en el libro. Por ejemplo, sobre las relaciones entre la política de drogas y la democracia: ¿Qué nos dice la política de drogas de la salud democrática de un país? ¿Es muy diferente la política de drogas en los países democráticos, de aquella que se da en los países autoritarios? Y sobre el papel del conocimiento en la formulación de las políticas de drogas: ¿Qué conocimiento se considera válido, y por qué, en el ámbito de las drogas y de las políticas de drogas? ¿Es el conocimiento hegemónico el más útil? ¿Qué otros conocimientos estamos dejando fuera?

En el caso de España, ¿estamos aplicando las políticas adecuadas en el Campo de Gibraltar y territorios aledaños? ¿Es útil centrarnos en la represión, el control y la seguridad únicamente, cuando no está claro que esta estrategia esté funcionando? Quizá, me planteo, hay que preguntarse qué papel desempeñan las condiciones socioeconómicas y la calidad de vida de las personas que viven en esta región, qué condiciones de partida hacen que este fenómeno surja y se desarrolle aquí, y no en otros lugares del sur de España.

El libro ofrece una respuesta o, más bien, la punta del iceberg de una respuesta. La política de drogas española, en particular la política destinada a gestionar el tráfico ilícito de drogas en el área del Estrecho de Gibraltar, se ha centrado en el control de la vida de las personas de este territorio, pero precisamente sin tener en cuenta sus necesidades, sus condiciones de vida. Sin preguntarles qué necesitan. Ha sido una política de control de la vida, pero que ha ejercido dicho control a través de las cosas inertes: prohibiendo las narcolanchas -que de poco parece haber servido-, centrándose en las incautaciones, o gastando millones de euros en reforzar efectivos, olvidando inversiones más fundamentales para la vida de estas comunidades.

Entiéndanme: no estoy negando la importancia ni la necesidad de velar por la seguridad de este espacio. Lo que estoy afirmando es que, en muchas más ocasiones de las que imaginamos, el camino más rápido entre dos puntos no es la línea recta. Preguntemos a las comunidades del Estrecho qué necesitan, apoyémosles, hagamos investigación sobre lo que allí está sucediendo contando con ellas. Sí, la investigación social también es evidencia que puede mejorar las políticas de drogas. Tomemos un camino más largo y más difícil para cuidar a las personas y conseguiremos un entorno más seguro y con mayor justicia social. Estoy convencida de que comprobaremos que la ubicación geográfica no es tan determinante para la suerte de una comarca o de todo el sur de España.

 

[1][Podríamos traducirlo por Gobernando la vida humana. (Bio)política, conocimiento y fronteras en la política global de drogas].