Nota: El presente texto de divulgación se deriva del trabajo de investigación titulado «Naturaleza y extensión del consumo de cannabis en España. Entre la normalización y la epidemia» ejecutado por «Episteme. Investigación e intervención social» y financiado por la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional Sobre Drogas en la convocatoria del Fondo de decomisos 2016.

En Ciencias sociales las categorías resultan de gran valor para ordenar, simplificar y comprender la realidad social. El dinamismo de los fenómenos sociales hace que las categorías sólo sean válidas hasta nuevo aviso. Su obsolescencia viene determinada por la velocidad de transformación de la realidad que pretenden ordenar. Celeridad que obliga a reformularlas constantemente. A pesar, de la continua redefinición, las categorías siempre son parciales porque difícilmente todas las expresiones de un determinado fenómeno encajan a la perfección en la categorización propuesta. Las categorizaciones perfectas son escasas, casi anecdóticas. La naturalidad con que describimos ciertos fenómenos y la falta de pensamiento crítico nos hacen percibir categorías nítidas e imperturbables. Si creemos estar delante de una categorización definitiva, lo más probable es que estemos ante un trampantojo sociocultural. La realidad siempre es más compleja de lo que acostumbramos a creer. Siempre se nos escapan infinidad de matices y particularidades que ponen en entredicho las categorías concebidas como perfectas. La temporalidad y la imperfección de las categorías sociales no impide que la inmensa mayoría de categorizaciones sean extremadamente útiles. Es más, casi es preferible emplear categorías anómalas que enfrentarse a una realidad social inconmensurable, aunque debemos invertir esfuerzos para construir categorías eficaces.

Un ejemplo de categorización imperfecta pero sumamente funcional es la empleada para clasificar a los consumidores de drogas. Aunque encontraríamos matices, y tal vez alguna que otra etiqueta, la categorización clásica ordena el consumo en: experimental, ocasional, intensivo, problemático y adictivo. Los elementos clave para construirla son la frecuencia y la intensidad de los consumos, así como, las consecuencias negativas. Vislumbramos como de la multitud de variables implicadas en la relación entre contexto, sujeto y sustancia se toman únicamente tres para ordenar a millones de consumidores de drogas. Además esta categorización se emplea tanto para los consumidores de cocaína como de cannabis, como si entre ambas sustancias no hubiese infinidad de diferencias tanto de orden farmacológico como simbólico. Pero bien, la finalidad manifiesta de la categorización clásica es ordenar a los consumidores según la relación que mantienen con el estupefaciente, y por extensión, dar cuenta de cuáles son sus características y motivaciones para consumir. Sabemos bien que las relaciones con la substancia van más allá de la frecuencia, la intensidad y las consecuencias negativas. Por tanto ¿por qué a partir de sólo tres variables pretendemos dar cuenta de la totalidad de las características de los consumidores y de su relación con las sustancias?

La respuesta la encontramos en cómo el imaginario colectivo conceptualiza a los consumidores de drogas. Éste los entiende como «sujetos de riesgo» expuestos a los daños de las sustancias, para los cuales la adicción se convierte en el destino casi inevitable si persisten en drogarse. Con esta premisa es lógico que la categorización deba ser de utilidad para conocer cómo de cerca se encuentran de desarrollar la adicción. Para tal propósito, la frecuencia y la intensidad se convierten en los instrumentos de medida para saber la distancia entre el consumidor y la adicción. A mayor frecuencia e intensidad de consumo, mayor es la probabilidad de desarrollar adicción. Esto explica que el consumo experimental esté alejado de la adicción porque la intensidad es baja y la frecuencia remite a pocos consumos en la vida. El ocasional ha superado la fase de experimentación y consume regularmente con intensidades variables, pero aún lejos de la adicción. El intensivo, consume habitual e intensamente, por tanto, se acerca temerariamente a la adicción. El problemático representa el cajón de sastre para ordenar a los consumidores que padecen disfunciones derivadas de los consumos, pero no son adictos, aunque requieren de tratamiento experto. El adictivo, constituye la categoría final, la alcanzan los consumidores después de un periplo más o menos largo y tormentoso, precisan de tratamiento de deshabituación y la adicción se convierte en un rasgo identitario definitorio, con el consecuente estigma asociado. La frecuencia y la intensidad pierden relevancia en la categoría adictiva porque el consumidor ya ha alcanzado la posición que le reserva el imaginario colectivo. Vemos que las categorías ofrecen escasa información de las características de los consumidores que superen la dimensión problemas/adicción. Por tanto, esta categorización es sumamente válida para conocer la probabilidad de desarrollar una adicción, pero se convierte en un trampantojo sociocultural si pretendemos dar cuenta de la complejidad de los perfiles de las personas que consumen drogas. Si queremos ordenarlas debemos incorporar otros elementos en el análisis. Solo así podremos conseguir unas categorías, aunque también imperfectas, pero que nos permitan explicar con mayor exactitud las diferentes relaciones de las personas consumidoras con el cannabis.

En el caso de los consumidores de cannabis, con el objetivo de conseguir una categorización más amplia debemos incorporar otros elementos. A nuestro parecer estos son:

  • Prácticas de autoatención [1]. Podemos considerar el consumo de cannabis como una práctica de autoatención si la finalidad es aumentar los niveles de bienestar y mejorar la salud emocional y psíquica. El cannabis provoca efectos placenteros que reducen los niveles de estrés y hacen aumentar el bienestar personal. Los usos de cannabis que descomprimen las tensiones de la vida cotidiana adoptan diferentes expresiones, por ejemplo, fumar en solitario en el hogar después de la jornada laboral con el objetivo de relajarse o compartir unos porros con los amigos para lubricar una reunión social con la finalidad de hacerla más animada y ésta reporte mayores niveles de bienestar.
  • Procesos identitarios. El consumo de cannabis puede constituir un rasgo identitario ya sea principal o un secundario. El consumidor puede connotar el rasgo positiva o negativamente. La valoración positiva (mayoritaria) se produce cuando considera que consumir es un acto voluntario que le aporta múltiples beneficios y escasos problemas, o sencillamente ninguno. El proceso identitario incorpora, en mayor o menor nivel, elementos discursivos, simbólicos y estéticos propios de la postsubcultura [2] del cannabis. A mayor identificación con los rasgos de la postsubcultura cannábica mayor será el compromiso identitario. Otros (minoría), después de un periplo de consumo intensivo con el cannabis, quieren replantearse su relación con éste, pero debido a los procesos identitarios, los consumos abusivos, las dinámicas cotidianas y la adicción les resulta extremadamente complicado. La imposibilidad de abandonar el cannabis les obliga a convivir con un rasgo que valoran negativamente. Esto afecta les la autoestima, las relaciones sociales y les abre la puerta a padecer patologías severas.
  • Compatibilidad con las obligaciones cotidianas. Fumar cannabis mientras se cumple con las obligaciones cotidianas, sea trabajar, estudiar o hacer las tareas domésticas, es definitorio de la finalidad de los consumos, y por extensión de la posición del consumidor. Multitud de consumidores compatibilizan el consumo de cannabis con las obligaciones cotidianas. Su valoración, en términos generales, tiende a considerar que en ningún caso les afecta la ejecución de las tareas, ya sean manuales o intelectuales. Eso sí, la casi totalidad reconoce que bajo ningún concepto nadie debe consumir cuando ejecuta tareas peligrosas o cuando la seguridad de terceras personas corre a su cargo. Aunque la gran mayoría de consumidores nunca, o solo en excepciones del calendario vital, consume antes de cumplir con sus obligaciones.
  • El contexto facilita o impide ciertos consumos. En algunos espacios la tolerancia es absoluta, el consumo discurre sin mayor incidente y es factible que se consuma casi por «inercia». En otros contextos la presencia del cannabis despierta la atención de los presentes con la consecuente amonestación del consumidor.

Mientras algunos evitan los espacios públicos porque les molesta la mirada de terceros o sufren por ser interceptados, otros fuman en casi todos los contextos donde se permite el uso de tabaco, a menos que les pueda reportar amenazas de terceras personas, como es el caso de las plazas de toros o en los estadios de fútbol, aunque en la mayoría de estos espacios colectivos existe cierta tolerancia o facilidades para fumar sin despertar las iras del público.

  • El grupo de iguales delimita, posibilita y da sentido a los consumos de cannabis durante la época adolescente. A mayor compromiso gregario con un grupo donde los consumos están presentes, mayor es la probabilidad de que el joven fume. A partir de los veintiún años, el grupo de iguales pierde centralidad en las dinámicas cotidianas del joven y, en consecuencia, los consumos se desvinculan en gran medida de los iguales. Eso no impide que en las reuniones de amigos los consumidores adultos compartan los porros con los asistentes, aunque el grupo no marca el tempo de los consumos.
  • Ritual de paso. El espacio liminar que representa la adolescencia (de la vida infantil a la adulta) permite explorar los límites y transgredir los dictámenes del mundo adulto. En consecuencia, para algunos adolescentes fumar porros representa una ceremonia del ritual de paso, celebrada en el calor del grupo de iguales y alejado de las miradas adultas.
  • Práctica de automedicación. El cannabis, debido a sus propiedades terapéuticas, ya sean biomédicas o simbólicas, es empleado para mitigar dolencias de muy diversa índole. La mayoría de los consumidores que emplean el cannabis con finalidad terapéutica lo hacen bajo supervisión facultativa. La vía fumada es minoritaria, y emplean la vía tópica a través de cremas, aceites o cataplasmas, la oral mediante aceites o consumibles o la inhalada mediante la vaporización. Una minoría lo hace sin ninguna prescripción médica y su principal fuente de conocimiento es su propia experiencia y alguna lectura especializada. Muchos de ellos rechazan los efectos psicoactivos del cannabis e intentan minimizarlos a través de presentaciones bajas en THC y ricas en CBD.
  • Institucionalización. El proceso de institucionalización juvenil-adulto mengua la posibilidad y las ganas de consumir cannabis. Adquirir obligaciones familiares, como engendrar un vástago o aumentar los compromisos laborales, disminuye los tiempos de ocio y dificulta el encaje del cannabis con las nuevas obligaciones.
  • Frecuencia e intensidad. La frecuencia y la intensidad influye en los efectos, las consecuencias y los problemas derivados de los consumos. A mayor frecuencia e intensidad, mayor probabilidad de desarrollar problemas.
  • Problemas derivados. Los consumos de cannabis pueden asociarse a problemas de mayor o menor calado. Cuánto más grandes sean los problemas, especialmente la adicción, más probabilidad existe que los consumidores se replanteen los consumos o directamente los abandonen, ya sea por sus propios medios, ya sea mediante la ayuda profesional.
  • Discurso sobre las drogas. La educación recibida sobre las drogas y la propia experiencia con el cannabis determinan el discurso que manejan los consumidores sobre el hecho de consumirlo. Quienes lo entienden a partir de las premisas alarmistas tienden a evaluarlo como intrínsecamente negativo y peligroso. Otros, debido a su experiencia o a la de sus iguales, dominan el discurso de la normalización y evalúan los consumos en función de los efectos y las consecuencias obtenidas, por tanto, consideran que no son inherentemente buenos o malos, depende… Otros emplean el discurso de la entronización y tienden a minimizar, e incluso a negar, los riesgos del cannabis, esto presentan un sesgo autoreferencial, en el sentido –tal vez reduccionista: «como a mí sólo me reporta efectos positivos, el cannabis ofrece exclusivamente efectos positivos». Gran parte de estos veneran todo aquello que remita a cannabis.
  • Percepción sobre los propios consumos y los problemas. La forma en cómo se construyen, se entienden y se definen los problemas determina la experiencia personal sobre los usos del cannabis. A mayor valoración negativa y mayor percepción de problemas, mayor probabilidad que los consumos se conceptualicen como problemáticos. Con una valoración más positiva y con menor percepción de los problemas, menores son las posibilidades de contraer problemas con el cannabis. Esto no quiere decir que la valoración personal pueda influir en los efectos neuropsicológicos e impedir las dolencias asociadas. No. Éstas se manifestarán a pesar de las valoraciones positivas. Pero mantener actitudes positivas impide la aparición de problemas por eficacia simbólica, es decir, pensar que desarrollarán problemas aumenta la probabilidad que la profecía se cumpla y los tengan.
  • Problemas con otras drogas. Presentar problemas con otras drogas modula la relación mantenida con el cannabis.

A partir de la imbricación de todos esos elementos podremos dar cuenta de las posiciones de los consumidores de drogas españoles. Decimos posiciones en vez de perfil porque éste último descuida el carácter dinámico y cambiante de la relación de las personas con las sustancias, en cambio, la posición reconoce que durante su experiencia las personas alteran su relación con las drogas y, por tanto, a lo largo de su trayectoria mantienen diferentes posiciones. Y, matizamos que son consumidores españoles porque las condiciones históricas, socioeconómicas, sanitarias y políticas delimitan y posibilitan las posiciones que presentamos a continuación. Intuimos que estas posiciones son extensibles sin excesivos matices al resto de países occidentales. Pero las posiciones varían notablemente en contextos donde el uso del cannabis es ancestral (Marruecos, Líbano, Afganistán, India, Nepal, Sudáfrica), donde adquiere atribuciones mágico-religiosas (Jamaica y India) y donde la estructura socioeconómica provoca dinámicas de consumo totalmente alejadas de nuestro contexto (Nigeria, Kenia, Senegal, y otros países de África subsahariana).

Somos conscientes que incorporar nuevos factores en la taxonomía provoca que esta categorización culturalista se aleje de las propuestas clásicas. Consideramos idónea nuestra taxonomía porque permite entender con mayor lujo de detalles y matices las relaciones que mantienen las personas consumidoras con el cannabis. Esta complejidad adquirirá mayor sentido y pleno valor en el momento en que los técnicos diseñen estrategias preventivas y programas asistenciales que tengan en cuenta las características de cada una de las posiciones. Conocer las particularidades de los consumidores permitirá aumentar la efectividad y la eficacia de los diferentes programas. El tiempo dirá. De la imbricación de los elementos descritos emergen seis posiciones: adolescente identitaria, adolescente recreativa, autoatención recreativa, identitaria cotidiana, terapéutica y problemática. La explicación de cada una de ellas la reservaremos para una próxima entrega.

[1] Según Menéndez (2003: 198) debemos entender la autoatención como «las representaciones y prácticas que la población utiliza a nivel de sujeto y grupo social para diagnosticar, explicar, atender, controlar, aliviar, aguantar, curar, solucionar o prevenir los procesos que afectan a su salud en términos reales o imaginarios, sin la intervención central, directa e intencional de curadores profesionales, aun cuando estos pueden ser la referencia de la actividad de autoatención; de tal manera que la autoatención implica decidir la autoprescripción y el uso de un tratamiento de forma autónoma o relativamente autónoma. Es decir que la autoatención refiere a las representaciones y prácticas que manejan los sujetos y grupos respecto de sus padeceres, incluyendo las inducidas, prescriptas o propuestas por curadores de las diferentes formas de atención, pero que en función de cada proceso específico, de las condiciones sociales o de la situación de los sujetos conduce a que una parte de dicho proceso de prescripción y uso se autonomice, por los menos en términos de autonomía relativa».

[2] Si los elementos de clase social eran definitorios de las subculturas de la modernidad, las postsubculturas de la postmodernidad pierden cualquier connotación de clase porque el «nosotros» es sustituido por el «yo». Las postsubculturas se caracterizan por la fragmentación de las identidades, la individualización de las subjetividades, las relaciones líquidas con las instituciones sociales, el dinamismo de las interacciones personales, la perdida de la centralidad del grupo de iguales en los procesos identitarios y la ambivalencia como rasgo definitorio en la presentación del «yo» en la vida cotidiana. La postsubcultura del cannabis se caracteriza por poner en el centro de sus relaciones la planta Cannabis Sativa L. Además, entroniza y valora todo aquello que remita a cannabis.