Pequeñas ciudades provincianas aburridas donde parece que no pasa nada y nadie rompe un plato, casitas con céspedes inmaculados, familias que pasean en bicicleta con los cascos puestos, contenedores para reciclar todo tipo de basuras, restaurantes cerrados a las nueve de la noche incluso cuando no hay pandemia… Pero esa es tan sólo la cara amable de la provincia neerlandesa de Limburg, una de las doce que componen los Países Bajos.

La otra cara es muy distinta: asesinatos, secuestros, lanzamiento de bombas, granadas y cócteles Molotov, amenazas de muerte y lavado de dinero en el mundo violento que acompaña a la droga. Porque Limburg es la capital europea de la fabricación de estupefacientes sintéticos, un negocio de 25.000 millones de euros al año operado por mafias locales, albanesas, turcas, polacas, marroquíes y colombianas, que ha convertido a los Países Bajos, en opinión del jefe del sindicato policial Jan Strujis y un 59% de sus compatriotas, en un narcoestado light , con presencia del crimen organizado y una economía paralela que complementa la oficial (coches de lujo, compra de inmuebles).

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