“No nos animamos a decir que somos curas villeros porque es casi una marca registrada (de los curas de las villas de Buenos Aires, en Argentina), pero me encantaría que me llamaran cura villero”. La frase es del cordobés Mariano Oberlin, de 48 años, párroco desde hace 12 de la iglesia Crucifixión de Jesús en barrio Müller, cuyo trabajo pastoral se extiende a barrio Maldonado y a siete villas miseria –Villa Inés, Campo de La Ribera, El Trébol, Bajada San José, Villa Hermosa, La Barranquita y Los Tinglados– ubicadas en una de las zonas rojas de la Capital de la provincia de Córdoba, la segunda más poblada de Argentina.
Los vecindarios, cercanos a un histórico cementerio, son un apéndice de la ciudad, en la orilla más oscura de un territorio datado en los mapas mentales como tierra de nadie, acorralado por la delincuencia y asfixiado por el hedor de la basura. La revalorización del espacio público en los últimos tiempos ha transformado algunos de los sectores más sombríos, pero parece que aún no alcanza. Sus habitantes coinciden en que cargan con el lastre de habitar un sitio inhabitable en el que hasta la policía, en ocasiones, también estigmatiza, acecha y sospecha.
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