En Estados Unidos hay un conflicto de intereses mayúsculo cuando se trata de la relación que mantienen los medicos con las compañías farmaceúticas y el riesgo que esto puede significar para los usuarios. EE.UU. es el único país industrializado del mundo occidental que no tiene un sistema universal o socializado de salud. El dinero juega un rol importantísimo en la cantidad y el tipo de drogas que los médicos prescriben a sus pacientes.
Esto parece contradecir el juramento hipocrático que hacen los médicos cuando comienzan a ejercer, con el que prometen nunca dañar a sus pacientes, ejercer la medicina al máximo de sus potencialidades y anteponer el bienestar del paciente a todo. Además, se incluye en dicho juramento la idea de evitar el sobretratamiento. Estos ideales asumidos por los médicos pueden ser –y han sido– violados por la fuerza del dinero y de los grupos de interés que no tienen la salud del paciente como su primera prioridad.
Por ejemplo, un reciente artículo del New York Times señalaba el hecho de que las compañías farmacéuticas más grandes del mundo (que son todas estadounidenses) pagan cientos de millones de dólares al año a médicos a cambio de que ellos den a sus pacientes ciertos medicamentos (9 de marzo de 2007). Amgen y Johnson & Johnson, como cualquier otro negocio en el mercado capitalista, compiten por su parte del Mercado e intentan expandir sus negocios y utilidades. Eso sí, cuando estos intentos se interponen a la salud de los pacientes y del compromiso de los médicos de no dañar ni sobretratar a éstos; allí, hay un serio problema que necesita ser tomado en cuenta. El juramento hipocrático es violado, la integridad de la profesión médica es amenazada y las vidas de los pacientes son puestas en peligros innecesarimente.
Es difícil mantener el interés y el bienestar de los pacientes cuando a los médicos se les ofrece grandes incentivos económicos para prescribir drogas que, a sabiendas, atentan contra la salud de las personas.
Específicamente, Amgen y Johnson & Johnson han sido puestos en la palestra por sus medicinas para la anemia, las que son usadas para tratar las anemias producidas por enfermedades renales o por quimioterapias. El mayor problema radica en que en el dossier de estas drogas, que son reguladas por la Administración de Drogas y Alimentos (FDA, por su sigla en inglés) señala que son inseguros. Dado los pagos que reciben de estas compañías, los médicos pueden volverse más propensos a darles a sus pacientes dosis mayores de estos medicamentos para la anemia, cosa que pudiere incrementar el riesgo de los pacientes de sufrir un paro cardíaco o un derrame cerebral.
Mientras hay evidencia que estos medicamentos pueden mejorar la calidad de vida de los pacientes si son utilizadas en las dosis adecuadas, científicos de la FDA señalan que no es así si se utilizan en dosis mayores e, incluso, quizás pueden causar efectos negativos. Aquí es, precisamente, donde yace el problema, se les paga más a los médicos mientras más usen estas drogas. Es muy improbable que un médico ponga la salud de sus paciente en riesgo a propósito para ganar dinero, pero siempre existe la posibilidad de que las grandes farmacéuticas los persuadan de que las drogas no los dañarán, aun en altas dosis.
El artículo de New York Times señalaba el hecho de que los estadounidenses reciben más medicamentos contra la anemia que los europeos, todos pacientes de diálisis o cáncer. Esto nos hace regresar al argumento de que el servicio de salud estadounidense no es el más efectivo cuando se trata de separar aguas entre el dinero y la ética profesional médica. Con un sistema de salud universal, los médicos no tienen tales incentivos para prescribir estos controvertidos medicamentos por dinero. Como la anemia no se trata con dosis fijas, los médicos tienen un gran poder discrecional cuando se trate de cuánto medicar. Así, aquí hay una peligrosa discrepancia: los médicos no están siempre completamente informados de las drogas que hay en el mercado. Los más críticos dicen que las compañías no han sido claras en clarificar los riesgos de estas medicinas al no probar si funcionarían mejor en menores dosis. Al evitar hacerlo, las farmacéuticas, efectivamente, han evitado la posiblidad de descubrir que menores dosis puedan funcionar mejor, un descubrimiento que haría decrecer el uso de sus drogas junto a sus ganancias.
Entonces, ¿qué podemos hacer? Hay ciertas restricciones que son adecuadas para regular a las farmacéuticas. Por ejemplo, leyes federales prohíben a las compañías pagar a los médicos por prescribir medicamentos en píldoras y que compran los pacientes en farmacias (NYT, 9 de mayo de 2007, pero sí pueden pagarles cuando se trata de drogas que dan los doctores a sus pacientes en sus consultas. Esto entrega a las farmacéuticas un salvoconducto para comercializar sus productos dando a los médicos incentivos cada vez que la prescriban. Se requiere una mejor regulación federal para asegurar que las compañías farmacéuticas no influencien a los médicos al dar medicamentos a sus pacientes.
Si bien, tanto las farmacéuticas como los médicos son culpables de esta situación, es en últimas cuentas el médico el responsble de hacer bien las cosas. La meta de cualquier negocio es ganar dinero, pero la meta de un médico es clara: no dañar al paciente. El dinero nunca debe ser el factor determinante en la decisión del médico en lo que respecta tratar a sus pacientes. El médico ha escogido una profesión que exige altos estándares morales y éticos, no avaricia ni falta de juicio.