En la «sociedad del espectáculo» que habitamos (¿nos habita?), el polo de atracción en el terreno de las drogas está siempre asociado a sustancias hoy por hoy ilícitas; también en las relaciones juveniles con el alcohol, sobre todo en sus formas más estruendosas. No voy a entrar en las diferencias entre unas y otras sustancias, por resultar obvias. Pero, sobre todo, porque lo que en este texto nos ocupa es la capa imaginaria que en torno a determinados compuestos se despliega, y que configura en gran medida el mapa de su consumo. Un manto de banalización que, ese sí, nos deja inermes ante la alabanza de sus prestaciones. Pongamos que hablo de ansiolíticos.

Antes de nada, algunos datos

Trascendió a comienzos de 2022 que, según el Informe 2021 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, JIFE (¿para qué sirve este organismo de tan anacrónica denominación?), España lideraba el ranking mundial de consumo de ansiolíticos. Vaya por delante que la malsonante JIFE no hace estudios, sino que se limita a reproducir datos de fuentes oficiales. En este caso, con datos de 2020, afirman lo siguiente: «Las mayores tasas de consumo de todas las benzodiazepinas en conjunto muy comunes en el mercado lícito, expresadas en S-DDD por 1.000 habitantes por día, fueron comunicadas, en orden descendente, por España, Bélgica, Portugal, Israel, Montenegro y Hungría».

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