En los casi 50 años que ha cultivado coca, José Torrico, de 69 años, ha visto a soldados del ejército invadir sus sembradíos para destruir sus plantas, y ha oído amenazas de sucesivos gobiernos bolivianos resueltos a destruir su cosecha.
Tal como otros miles de granjeros de coca, o cocaleros, de la región de Chaparé, en la parte central de Bolivia, Torrico se ha negado a dejar de cultivar esta planta, el principal ingrediente de la cocaína, pese a un implacable esfuerzo de erradicación financiado por Estados Unidos.
Ahora, tras años de resistencia, él y sus colegas granjeros dicen esperar con impaciencia el advenimiento de una nueva era, en la que el cultivo de coca por fin será legalizado. Es lo que pasará, indican, si Evo Morales es electo Presidente el 18 de diciembre.
Morales, que fue presidente de la federación de cocaleros, se ha convertido en objeto de constantes halagos de la izquierda latinoamericana por su inflexible oposición a la globalización, lo que es motivo suficiente de preocupación para el gobierno de George W. Bush. Pero el que un hombre que promueve el cultivo de la coca —crucial para la producción de cocaína— pueda pronto presidir la nación andina es aún más alarmante para los funcionarios estadounidenses.
La creciente popularidad de Morales, que igual que muchos bolivianos es de origen indígena, es particularmente fuerte en Chaparé. Aunque el gobierno boliviano ha decretado que el cultivo de coca es una práctica en gran medida ilegal, las hojas de color verde vivo de la planta aún se compran y se venden legalmente en todo el país para masticar y preparar té.