El primer artículo en que el profesor Richard Doll estableció una relación directa entre el cáncer de pulmón y el hábito de fumar apareció en 1950, en el British Medical Journal; y nadie, como era de esperar, le prestó mucha atención. Fumar estaba bien, fumar era cool y no hacía daño; tan inofensivo era que incluso muchos médicos se prestaban para publicitarlo, así que, a pesar del rigor de los estudios del doctor Doll, la comisión de cáncer del Departamento de Sanidad británico pensó que pedir a la gente que dejara de fumar podía originar «un ataque masivo de pánico».

Así estaban las cosas a comienzos de los 50. Puede que muchos, cuando se topan con las agresivas campañas contra el tabaco que llevan a cabo casi todos los gobiernos occidentales, den por sentado que son el último eslabón de una larguísima batalla, que han sido acaso siglos intentando persuadir a los fumadores, tratando de explicarles, de hacerles ver, de hacer que comprendan que cáncer y tabaco conforman un binomio, sólido e indisoluble; lo cierto es que hasta bien entrado el siglo XX era considerado un hábito inofensivo, y fue el epidemiólogo británico el encargado de revelar la realidad destructora de los cigarrillos. Lo hizo justo después de dejar de fumar.

MINISTRO FUMADOR

En 1948, Doll (sir Richard Doll gracias a sus hallazgos) trabajaba en el Consejo de Investigación Médica del Reino Unido. Decenas de miles de hombres que habían regresado del frente habían multiplicado extrañamente las estadísticas de cáncer de pulmón, y la inquietud de las autoridades sanitarias resultó en un encargo para que investigara y explicara lo que estaba ocurriendo. «Yo personalmente pensaba que era culpa del alquitrán de las carreteras. Sabíamos que había carcinógenos en esa sustancia», dijo más tarde. Se creía igualmente que la causa podía ser la contaminación atmosférica, tanto así que las autoridades estaban dispuestas a aceptar que todos esos soldados tenían más en común el haber aspirado el aire viciado de Londres que haber compartido experiencias en el frente. Y estar en el frente, como saben los soldados, significa fumar. Y mucho.

«El riesgo de muerte aumenta en proporción a la cantidad de tabaco fumado –escribió Doll en su artículo de 1950, una de las primeras frases que relacionaron tabaco y cáncer–. Puede ser 50 veces superior entre quienes fuman más de 25 cigarrillos al día que entre quienes no fuman».

Los obstáculos que a partir de entonces tuvo que sortear antes de ver reconocidos sus postulados fueron, probablemente, el anticipo de lo irritantemente lentas y farragosas que han sido las posteriores batallas contra el tabaco, las tabacaleras y el tabaquismo. Así las cosas, tuvieron que pasar cuatro años para que el Ejecutivo británico suscribiera el trabajo del profesor. Ese día, el 12 de febrero de 1954, el ministro de Sanidad compareció ante la prensa para decir que sí, que el tabaco producía cáncer; lo hizo (sin un ápice de cinismo) fumando un cigarrillo tras otro.

CENA IMPERIAL

Unos meses antes, Doll había recibido la inesperada visita del presidente de Imperial Tobacco, quien llegó acompañado de su experto en estadística. Los dos ponían en duda sus investigaciones. A Doll le gustaba contar que cinco años más tarde el estadístico había amenazado con dimitir, exigiendo a su jefe que reconociera en público la verdad de sus hallazgos. Acabó en la calle, naturalmente, aunque antes, usando por última vez su cuenta de gastos, quiso tener el detalle de invitar al profesor y su esposa a cenar.

Doll murió en el 2005. Y no de cáncer de pulmón.